martes, 22 de noviembre de 2016

Metal Extremo 2: Crónicas del abismo (2011-2016)




Han pasado cinco años desde que Salva Rubio, del modo más aventurado y temerario, publicó el libro Metal Extremo: 30 años de oscuridad (1981-2011) (lea aquí la reseña), uno de los textos más ambiciosos, completos y apasionantes sobre esta música. El libro, en términos generales, ha gozado de gran aprecio por parte del público, algo que tiene más que merecido por su magnífica composición y organización, y más aún, por la vitalidad y riqueza de su contenido.

Este año, Salva Rubio ratifica su pasión por el metal extremo con la entrega de la segunda parte de su obra: “Crónicas del abismo (2011-2016)”, volumen en el cual actualiza y amplía los horizontes de su primer libro, añadiendo artículos procedentes de conferencias e investigaciones más recientes alrededor de la corriente musical que ha acompañado las vidas de millones de personas en el mundo, sembrando sueños e ilusiones, y cultivando placeres y experiencias.


Con un total de 1728 bandas, de las cuales 213 son españolas, el autor de “Zíngara: Buscando a Jim Morrison y “El Príncipe”, nos revela las historias más fascinantes de este género musical, que sigue creciendo, creando y metaleando a lo largo del globo terrestre. Sin duda, este es un libro que los amantes del metal extremo no podemos dejar de lado, y que a la vez representa una gran oportunidad para quienes quieran adentrarse por primera vez en este fantástico universo musical. 

Salva Rubio

¿Cómo fue la experiencia de la elaboración del texto?
Dado que se trata de un libro sobre mi música favorita, he de decir que la experiencia fue agradable. Muy intensa, claro, porque hay que escuchar muchos discos, grupos y canciones y sacar conclusiones, pero obviamente es un verdadero placer. Por otro lado, parte del libro son artículos y conferencias elaborados durante estos últimos cinco años, por lo que cada uno fue concebido y redactado en su momento, pero finalmente resultan bastante complementarios.

¿Qué estructura u orden tiene este libro en comparación con la primera entrega? A nivel de contenido ¿Qué novedades tiene esta publicación?
Respondo ambas preguntas: la primera parte del libro, como decía antes, son diez artículos y conferencias sobre distintos temas relacionados con el Metal Extremo,  que van desde su historia a temáticas como el satanismo, lo bélico o la pervivencia del metal industrial. Esto es una novedad, pues en el anterior libro había introducciones teóricas y formalistas a cada estilo, pero no como artículos independientes.
La segunda parte es más similar al primer libro y trata la descripción pormenorizada de los últimos cinco años en cada uno de los estilos principales del Metal Extremo. El texto se cierra con un repaso al último lustro dentro de la escena española, otra novedad, puesto que en el primer libro este repaso no era pormenorizado.

¿Habrá nuevos elementos en los factores concernientes a los géneros (técnica, líricas, estética), o solo hablaremos de bandas?
Como decía antes, los artículos y conferencias tratan una variedad de estos temas, por lo que se complementan con el libro.

¿Por qué eligió el cuadro de Kittelsen como portada del libro?
Como en la primera parte, en que pude disponer de la portada de “Transilvanian Hunger” de Darkthrone, quería utilizar una portada icónica y reconocible por todos los fans del estilo. Tras barajar varias opciones, me puse en contacto con el Museo Kittelsen de Amot (Noruega) y nos cedieron amablemente la portada.

¿Tendremos, como en la entrega anterior, galerías fotográficas en torno a los artistas?
Sí, habrá 32 páginas de fotografías, en este caso tomadas todas por mí mismo (en el anterior solo eran mías las fotos en blanco y negro)

¿Cómo llegó a apasionarse tanto por el Metal extremo?
Ha sido una pasión que ha aumentado con los años, desde que lo descubrí como género minoritario y que conocíamos muy pocos en mi adolescencia hasta que se ha ido haciendo progresivamente más popular, sin perder en ningún momento su esencia.

¿Escucha otros géneros musicales? ¿Cuáles?
Por supuesto, escucho una gran variedad de géneros, desde jazz tradicional y más moderno, hasta otros estilos más raros según vire mi humor, desde cabaret de los años 30 hasta surf, psychobilly, algo de electrónica, clásica, etc.

¿Cómo ve, en general, la escena del Metal extremo en el mundo?
Es una pregunta realmente difícil, ya que hablamos de un planeta entero y en cada lugar hay una serie de condicionantes, peculiaridades y características. Mi punto de vista es necesariamente hispano y eurocéntrico, por lo que creo que hay mucho espacio para que otras personas cuenten la escena metal desde su punto de vista. En concreto, me gustaría que cada país de Latinoamérica publicara su propia versión de su historia metálica nacional, pero eso depende de la iniciativa de cada individuo y su propio país.

¿Qué podría decirnos de la escena metalera en Colombia y América Latina?
Como decía antes, hay grupos que nos llegan y otros que no. Al escribir mi libro tengo el privilegio de investigar un poco más en profundidad de lo normal y trato de destacar las bandas que me parecen más interesantes, y de lograr una visión representativa, pero que siempre será incompleta; aunque como digo, debe ser alguien de cada país en concreto quien nos descubra estas bandas a los extranjeros.
Colombia, desde los míticos Parabellum, es uno de los países originarios del Metal Extremo, por lo que creo que hay bases y raíces para seguir teniendo un underground fuerte. Por dar un ejemplo de los grupos que aparecen, cito a Cóndor,  Inquisition y Witchtrap; no me cabe duda de que podrían haber muchos más, pero insisto: ¿para cuándo un autor colombiano nos los descubrirá al resto del mundo?

¿Qué consejo les daría a los músicos jóvenes y a los aspirantes a músicos y artistas de Metal Extremo?
Dudo que pueda dar algún consejo, simplemente les recomendaría que hagan la música que más les apasione, que sean perseverantes, que se apoyen entre sí, que construyan una escena fuerte basada en la camaradería y que recuerden que tienen la responsabilidad y oportunidad de mantener el estilo vivo y hacer historia de la música.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

sábado, 19 de noviembre de 2016

El ruido de la conciencia (Cuento)



Aquel era un día igual a todos, atravesado por los punzantes y cancerosos rayos del sol; dominado por un aire helado, penetrante y confuso, que no permite que las arterias se liberen, porque siempre quedan expuestas a la intemperie del salvajismo climático. También había humo, como lo ha habido en los últimos años, dilatando la frontera terrestre que todos los días es carcomida por la escoria de la producción en cadena. Los niveles de contaminación del oxígeno han llegado a niveles tales que me he convertido en el más desdeñado fumador como nunca me imaginé en la infancia, ya que siempre me fue infundado un temor exagerado en torno al consumo de tabaco, mientras millones de empresas privadas viven contaminando el mundo, degradando los recursos naturales y acabando con el medio ambiente, y, por tanto, con nuestra salud. Rejas en las calles; mierda en los andenes; mutilados en la mitad las avenidas; prostitutas en carros caros; y buses llenos de esclavos blancos, morenos o mestizos, regularmente vestidos, hipnotizados por la promesa de una vida mejor, siempre postergada al mañana.


Tenía un alfiler en el vientre, un puñal que me torturaba por no saber con exactitud qué significaba. Como uno más de los tantos transeúntes, empecé a buscar almuerzo por las calles de la lujuria, que de día sonríen de frente, y de noche berrean ocultas. El restaurante que frecuentaba cerraba ese día; el sitio había quebrado al perder la mayoría de sus clientes, después de la tétrica tarde en que una anciana de senilidad precipitada se pegó un tiro en la sien, dejando sus sesos desparramados por el piso y su sangre pigmentando los platos de los comensales. Era una mujer pudiente, perteneciente a los antiguos cónclaves de la oligarquía liberal. Fue una clienta de paso, que nunca había frecuentado dicho establecimiento; comió muy bien (sopa, carne y ensalada),  acompañándolo todo con una cerveza Corona fría, la cual distribuyó en un vaso que llenaba hasta la mitad, dejándole suficiente espacio a la espuma. Al terminar con su porción, limpió impecablemente los cubiertos con una servilleta de lino que sacó de su bolso, y luego le ordenó al mesero que le trajera la carta de los postres. Después de analizar el menú, con una parsimonia profunda, pidió que le trajeran un flan de chocolate, el cual almibaró con la miel que le llevaron en un fino recipiente de vajilla, y se dispuso a contemplar la fugacidad de los sabores, que derretían su boca en un pantano de placer gustativo, trayendo a su memoria los más recónditos días de su cómoda infancia.

La anciana, de mirada complacida y agotada, se limpió los labios con su fina servilleta de lino, la cual dobló metódicamente, dejándola expuesta frente al plato vacío, aunque embadurnado de chocolate y miel. Se enderezó, tomando aire por su nariz, y formó un gesto de dignidad monárquica, mientas la expresión de su rostro perdía todos los colores de su vida pasada, sin destemplar por un solo instante la rigidez de su enfoque óptico. Sin hacer nada más, con su cartera clásica de corte europeo sostenida sobre sus piernas, adornadas a la vez con medias de seda blanca para damas exquisitas, sacó de su regazo un revólver cargado con una bala puesta en un tambor de seis; le quitó el seguro al arma, se la llevó al costado derecho de su cabeza, justo entre la frente, el ojo y la oreja, y jaló del gatillo, sin haber visto la pólvora que quemó aquel tejido de su piel, el cual se reventó como un globo lleno de sangre tibia, diabética, lenta y agridulce.


Desde aquella vez nadie más volvió a arrimarse por ese restaurante, donde vendían los mejores cortes de carne que se hayan visto en ese sector de la ciudad. La gente huía despavorida al percatarse de su cercanía, pues el sitio estaba manchado de muerte y pecado, y en ese entonces el suicidio ostentaba el título del más impío de los pecados. De hecho se decía en iglesias, confesionarios, esquinas y tiendas, que aquel que tuviese el valor de suicidarse sería el próximo heredero de Satanás en el Reino de las Tinieblas, donde van a parar todos los suicidas existencialistas, de los que ya quedan muy pocos, porque ahora la gente se mata por físico cansancio o pobreza espiritual, lo que ahora llaman “tusa”.

Como “Los platanales” había cerrado para siempre, y de allí ya no quedaban sino las mesas empolvadas, algunas con diminutos coágulos perpetuos, me vi obligado a continuar mi marcha en busca del alimento que reclamaban mis entrañas, sin esfondar mi bolsillo, que estaba a punto de perder su única fuente de ingresos. Al cabo de unas cinco cuadras en las que no miraba sino el suelo empedrado que ornamentaba la ciudad, me detuve al frente de un letrero que decía “Las arepas de Jacinto”, y que tenía debajo un mostrador repleto de arepas de queso, buñuelos, pandebonos y empanadas. Un moreno de pelo corto, rapado a los lados, me convidó a entrar, y me enseñó el menú del día, compuesto por lo que acostumbraba comer en mis tiempos de obrero: sopa y seco. Claro, no cualquier sopa ni cualquier seco. La sopa era de cebada, con limadura de hueso en el centro, y perejil en la superficie; el seco, abundante y humeante, llevaba arroz blanco, lomo de cerdo en salsa, una tajada de plátano maduro medio quemado, y una porción de ensalada, la cual no dejó de parecerme demasiado fuerte y un poco rancia. En fin, un plato típico y corriente para los que contamos apenas con lo suficiente para no pasar de largo en una tarde laboral.

Antes de que la encargada de llevarle la comida a los clientes me trajera el almuerzo, un sonido hosco, ronco, grave, enfermo, perturbante y brutal, se desató con la estridencia de una guerra centenaria, imponiendo una barrera entre el espacio-tiempo real y el entendimiento humano-animal, que se vio seriamente afectado en sus puntos más álgidos. Un hombre de no más de 25 años, encendió sin compasión no una pistola, sino una metralleta para pintar, conectada a un tanque lleno de pintura metalizada, la cual accionó contra un objeto que nunca comprendí qué era. Podía ser un carrito de mercado, una jaula para animales, un estante para vender productos, una pieza mecánica, o el esqueleto de una cuna para bebés gigantes. El ruido era similar al de un taladro eléctrico, pero con todas las revoluciones puestas al límite; y el volumen probablemente superaba al del motor de una Harley Davidson. A partir de entonces comenzó la tortura: un zumbido constante y torpe, que enmudecía la realidad del fondo y estupidizaba más que cualquier telenovela nacional. Un sonsonete sin pausa, una interferencia espacial, un ciclo sin fin y una tortura de corte medieval, que me destrozó los oídos, provocando un daño sin retorno.

Me trajeron la comida, tal como la había imaginado; pero la mesera, de ojos brillantes y senos armoniosos, solo vio mi expresión de agradecimiento, porque las palabras fueron absorbidas por la inmundicia de la máquina industrial. Parecía un agujero negro, que todo lo anulaba, hasta el más brillante de los destellos cósmicos y que no permitía el escape de las palabras, por más poéticas, reales y puras que fuesen. Me empecé a desesperar. Todo parecía una vieja película de rodaje norteamericano, sorda y muda, impenetrable e intemporal. Lo que más me asustaba era la sombra del ruido; las paredes, las mesas, la sopa, la limonada y el tenedor, temblaban al ritmo de las ondulaciones estruendosas que acuartelaban ese rincón de arepas y gustos sudamericanos. Pasaron cinco, diez, quince minutos, y el ruido no cesaba; veinte, veinticinco, treinta, y el almuerzo se me hacía eterno. Pero nada me sacó más de mis cabales que el haberme percatado que a la gente no le importaba para nada la molestia de ese monstruo mecánico. Seguían hablando; conversaban y se reían, cuchicheaban y coqueteaban, como si nada estuviera pasando. Todos estaban enfermos, pero se veían sanos. Sus espíritus estaban perdidos en ese pozo infernal de desenfrenado bullicio.


Cuando terminé de mirar a las personas que ocupaban las mesas, y que parecían no escuchar nada, me sentí contrariado e inmediatamente impotente. Comprendí que estaba solo y nada podía hacer por más mal que me sintiera. La evidencia era clara: solo sufren quienes solos están, quienes a nadie tienen, quienes están condenados a morir de frío en la intemperie  de su abandono. Por eso ellos, los del restaurante, no sentían nada. Porque compartían sus causas, sus dolores, sus historias. Yo, en cambio, andaba sin rumbo por la vida, sin un puerto al cual llegar ni un refugio al cual volver. En cuestión de segundos, el estrépito de la máquina dejó de ser una molestia y se convirtió en un suave ronroneo felino que me acarició y se hizo mi mejor amigo. Ya no estaba solo. Ese ruido, antes maléfico y demoníaco, era entonces mi compañero, mi silencio.

Insospechadamente, el tipo apagó la máquina. La tribulación de la que fui testigo fue tan violenta que no me inmuté, y mis pupilas se dilataron, estrellándose contra la pared. Qué castigo tan horrible.

¡Cabrones!–grité- ¡vuélvanlo a prender!

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


miércoles, 16 de noviembre de 2016

Los nuevos acuerdos





Cuando el 2 de octubre, más de 6 millones de colombianos le dijeron NO a los primeros acuerdos de La Habana, estaba totalmente desesperanzado, pues las posibilidades de terminar el conflicto armado y solucionar nuestras diferencias por medio del diálogo, parecían perderse en el ocaso. “Ya no hay nada que hacer –dije- el problema es la gente, no la guerrilla ni los paramilitares”.

En el capítulo 7 del libro del Génesis, se cuenta que Dios, en su magnífica piedad, hizo llover sobre la tierra durante 40 días y 40 noches seguidas para erradicar toda la maldad humana, dejando únicamente a Noé, su familia, y su grandiosa arca, llena de lagartos, sabandijas, culebras y toda clase de animales, mamíferos y omnívoros, que habrían de reproducirse nuevamente para poblar la tierra, siempre y cuando estuvieran en paz y no se mataran los unos a los otros en ese claustro artesanal que construyó Noé, el sumiso impasible.

Y así fue. Pasaron 40 días de tormentas, en los que la tensión se hizo inaguantable, y la violencia parecía estar más cerca que nunca. Reuniones irreconciliables, listas interminables de propuestas inviables y una situación internacional que en nada ayudaba al contexto local. Con el aguacero se desbordaron ríos, que para esperanza nuestra, llevaban a miles ciudadanos unidos por una causa que es a la vez un deber y un utópico deseo: la construcción de una paz estable y duradera en Colombia.

El 12 de noviembre, luego de intensivas jornadas de negociaciones en la tierra de Raúl y Fidel, se dio a conocer en horas de la mañana el nuevo texto con el que se busca darle fin a esta guerra patrocinada por ricos y luchada por pobres. El cónclave se prolongó bastante, lo suficiente para no rebasar la profecía bíblica, dándole un ultimátum al secuestro de la paloma blanca, que metieron al arca, pero nada que la dejan salir.



Con 10 páginas de más, el acuerdo publicado por el equipo negociador del Gobierno Nacional y la Delegación de Paz de las FARC-EP, tuvo que enfrentarse a los fanatismos de las iglesias evangélicas más conservadoras, al uribismo, y al resentimiento mezclado con temor, infundado principalmente por los entes  ya mencionados. Así ya nadie, ni el ex procurador, ni el fiscal, ni Uribe, ni Pastrana, ni Holmes, ni Zuluaga, podrán decir que el acuerdo de paz los excluyó (a no ser que reclamen el hecho de no haber sido procesados por sus crímenes, bajo el modelo de la justicia transicional).

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

sábado, 5 de noviembre de 2016

La liberación



Resulta muy común que en reuniones, diálogos, sesiones académicas o conversaciones superficiales, notemos, sin haberlo buscado antes, algún contraste ideológico o, para no encasillarme en este concepto, diferencias irreconciliables en la concepción del mundo. Sin embargo, si somos los suficientemente inteligentes, optamos por dejar pasar esos detalles para evitar conflictos y pugnas inútiles, que no acaban en nada y que, al final, pueden terminar dañando amistades o relaciones de tiempo atrás.

A todos nos criaron, aunque de lejos no lo parezca, con criterios muy distintos los unos de los otros. Ni siquiera se puede hablar de un mismo método o proceso educativo entre hermanos, puesto que cada persona es un caso distinto y lo que funciona para uno puede no aplicar para el otro. De hecho, cuando los hijos crecen, se evidencian diferencias muy notables en cada uno de ellos. Unos se parecen más al papá, otros a la mamá y otros al lechero. Hay casos en los que ni siquiera el hijo en cuestión sabe cómo llegó a ser como es, si nada tiene que ver con sus padres, ni con los principios, creencias o prejuicios de sus progenitores. Nada está escrito, y ningún sistema de crianza puede asegurar la obtención de un producto planificado en la mente, o más bien, en la imaginación.

Algún filósofo de la modernidad dijo que el ser humano, al crecer, tiene dos caminos: la continuación del legado de los padres o encargados de la crianza, en cuyo caso podríamos hablar de cierta herencia de identidad; o la modificación de una parte considerable de dicho legado, desaprehendiendo los baluartes de la educación infantil, para adoptar y asumir una concepción alternativa del mundo. 

Existen innumerables casos en que el producto de la crianza es la antítesis del ente orientador ¿Cuántos hijos no son el opuesto de sus padres hasta el punto de parecer de otra familia? La verdad es que son muchos, y lo que es más interesante, la mayoría coincide con un grupo de características comunes y predominantes. Los casos más frecuentes tienen que ver con una educación rígida y autoritaria, en la que son los aspectos morales  los que sientan las bases para una formación orientada a las tendencias hegemónicas. Así, por ejemplo, la filiación doctrinaria, incuestionable y, en casos fanática a una religión por parte de la familia, termina generando rechazo por parte del hijo pródigo que prefirió probar otros caminos espirituales (o antiespirituales) antes que el presentado por los congéneres.

Para Freud y la tradición del psicoanálisis, muchos de los complejos presentes en la vida de las personas, tienen una relación directa con problemas presentados en las etapas infantil y puberal, justo cuando las ansias de libertad se chocan con las riendas controladoras de los padres que, con el mismo instinto de sus procreadores, cuidan y protegen su semilla, que es una inversión de muchos años, y que sería una lástima que se echase a perder por caprichos mundanos. Es común que cuando ha habido excesiva influencia por parte de los padres, especialmente, y no sé por qué, de la madre, el individuo termine generando serios problemas de inseguridad, pues la falta de autonomía en momentos tan críticos de la formación, termina por ser una insuficiencia de algo fundamental, como lo podría ser una vitamina o un nutriente.

De lo anterior surgen varios dilemas de distintos tipos. Uno de los más importantes es el de la liberación, o para ser más exacto, el momento de la liberación. Tal vez sería más prudente decir independencia, separación o destete, pero el término liberación, aunque negado, no deja de ser una realidad en el sentir más profundo de las personas, especialmente durante los primeros meses, hasta que se dan cuenta que se sigue siendo esclavo de la vida, que ha sido corrompida por el dinero y, por tanto, del sistema, de la exclusión y de los requerimientos más arbitrarios, impuestos por una lógica capitalista que no deja títere con cabeza a la hora sentar sus bases en la sociedad. 

Ahí la plata hay que ganársela con el sudor de la frente, con el dolor de los hombros y con la resignación de la voluntad. Es un momento realmente contradictorio, ya que se termina un régimen convencional, aparentemente cerrado pero, al fin y al cabo, natural y necesario, para salir al aire donde nos espera el lobo, que no es natural ni cariñoso ni comprensivo, y que termina por absorber, si no nos percatamos de ese hecho, cualquier atisbo de libertad basada en ideales nobles, bellos y humanistas.

Así, parece que estamos perpetuamente condenados a los rigores de la vida en sociedad, que es cada vez menos social y más individualista, y que aspirar a algo tan puro y magno como la libertad es una ilusión generada por el sopor de la insatisfacción humana, incubada en una vida sumisa ante el modo dominante. 

Sin embargo, insisto, hay muchas maneras de generar cambio; y así como el sistema se acrecienta dejando montones de basura a nuestros alrededores, también nosotros podemos crecer y, sobre todo, pensar. Me refiero a tomar acciones efectivas y funcionales aprovechando las herramientas que se van quedando en el olvido del pasado y que entran en la monotonía del presente. Hablo del estudio de la historia, de la reflexión sentada en los hechos; en el análisis del contexto actual y, con cuidado, prudencia y sobriedad, la planificación orientada a un futuro evolutivo, reparador y consistente.

Es cierto que muchos han querido taparnos la boca diciéndonos que perdemos nuestro tiempo al pensar un mundo diferente, al cuestionar la realidad que nos rodea y al incomodarnos e incomodar a los demás con nuestras preguntas contestatarias e inconformes. Han querido oprimirnos con la imposición de una lógica excluyente, con la que pretenden darnos por impedidos al no cumplir con los requerimientos supuestamente necesarios para poder ejercer como actores de cambio y mejoramiento social. A veces, pretenden asustarnos, inyectarnos miedo, y enmarcarnos en una serie de estereotipos que le restan validez a nuestra causa y nuestro pensamiento. 

Siempre buscarán la ocasión para reprobar nuestras ideas, para ponernos en ridículo y disminuir nuestros ánimos. Pero es ahí cuando debemos demostrar nuestra inteligencia, no desperdiciando nuestras energías en confrontaciones someras que se lleva el viento y que nos desgastan psicológicamente. No caigamos en la trampa, no perdamos tiempo, no entremos a hacer parte de ese círculo vicioso que nos convierte en un engranaje más de la estructura social determinada por el régimen oligárquico.

Es tiempo, y así lo exige la naturaleza, de tomar decisiones, de conocernos a nosotros mismos, de medirnos y de actuar. Formémonos, organicémonos, intercambiemos ideas, propongamos y trabajemos. Aprendamos, y este es un punto importante, a convivir con los demás y sus respectivas diferencias. Adaptémonos a la realidad, sin adoptar ni naturalizar el salvajismo inconsciente al que nos han traído con empujoncitos tenues e hipnóticos. 

La decisión hoy queda en manos de cada uno de nosotros. ¿Seremos compuertas irrelevantes al servicio de lo invisible? O, por el contrario ¿Alzaremos en alto nuestras banderas para la consolidación de una mejor sociedad, solidaria, responsable y visionaria? No nos quedemos de brazos cruzados. El tiempo de la liberación ha llegado.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

sábado, 22 de octubre de 2016

Charly García, la genialidad hecha música



Han pasado tres años, y todavía resuenan en mis oídos las fatídicas palabras que pronunció un hombre de voz ronca, que anunció ante más de 5.000 personas que el mítico músico Charly García había sufrido un preinfarto, justo antes de llegar al Coliseo El Campín de Bogotá, donde el genial Fito Páez le había dejado listo el terreno para saltar al escenario.

Era un día mágico, de atmósfera atemporal, e inconsecuente con la monotonía de la rutina. La expectativa se convertía en ansiedad, pues en la noche de ese 15 de noviembre de 2013, dos genios del rock en español sacudirían a la multitud de fans colombianos con lo mejor de su repertorio. Fito Páez, amigo y discípulo del hombre que hoy llega a sus 65 años, ofreció un recital extraordinario, celebrando los dos lustros de su magnífico El amor después del amor. Dentro de sus temas seleccionados hubo cupo para homenajear al maestro; y acompañados del piano de Fito, cantamos, con la emoción de una buena tertulia, las Confesiones de invierno que Charly compuso junto a su compañero Nito Mestre en 1973.

La música de Charly García posee la mística cualidad de ser impermeable al tiempo, pudiendo aplicarse a casi cualquier contexto. Tiene una canción para cada momento de la vida: la nostalgia, la alegría, el amor, el desamor, la indignación, la represión o la frustración, por poner algunos ejemplos. En cuanto a mí, creo que lo he disfrutado más en la soledad que en compañía, pues siempre acabo conectado con la letra, el ritmo, la armonía, los arreglos y, en general, la esencia de sus composiciones.

A Charly muchos lo conocen por sus escándalos o la polémica que genera, pero, en realidad, eso es lo más insignificante en medio de una obra llena de genialidades, creatividad, rebeldía y, como dice una de sus canciones, aguante. Cada uno de los momentos de su vida, incluso los más traumáticos, los convirtió en música. Cuando fue recluido en un centro de rehabilitación para superar su adicción a las drogas, llegó a tal punto de exasperación que no conciliaba el sueño ni mantenía el apetito; sin embargo, con cierta dosis de humor, transformó en música su experiencia y grabó uno de sus temas más célebres: Raros peinados nuevos.

La versatilidad de este artista lo convierte en un todero musical, pues es un brillante multiinstrumentista que interpreta la guitarra, el bajo, la batería y los teclados, siendo el piano su aliado fundamental. Antes de lanzarse como solista, formó parte de cuatro bandas que ayudaron a forjar la escena del rock argentino: Sui Generis, PorSuiGieco, La máquina de hacer pájaros y Serú Girán.

Las líricas no se quedan atrás. En términos generales, son profundamente expresivas en cuanto representan momentos determinados de la vida de su autor y nos remiten a escenarios reales, de contextos sociales álgidos y recalcitrantes, como la horrenda y represiva dictadura de José Rafael Videla. Sus letras son una combinación de protesta social, abstracciones personales, poesía, desahogo, narrativa y humor.

Aquel mito del Charly loco, degenerado y senil, se derrumba ante la intempestiva respuesta de una obra consolidada, de brillante producción, innegable calidad y magníficos recursos. La lucidez de sus letras lo convirtió en visionario. Su prodigioso talento le pone el acento de genio creador. Su actitud, irreverente y contestataria, lo pone como referente en un mundo hipócrita y alucinado, para los jóvenes que sueñan con un mundo distinto, donde la música y el arte tengan más poder que las balas, y donde el valor de una persona no se mida por sus propiedades, sino por su capacidad de amar, crear, construir y expresar. La música de Charly nos invita a pensar, o aún mejor, a disfrutar pensando, mientras nuestra mente reposa y se enriquece en sus extraordinarias melodías.


Hoy, en su natalicio 65, lo recuerdo con cariño y respeto, reconociéndolo como uno de los personajes que más influencia han ejercido en mi vida. También le rindo este pequeño homenaje, basado en la memoria, pensando que algún día pueda llenar el hueco que quedó en mi corazón la noche que no pude verlo ni hacer parte de su locura en vivo. La semilla que Charly García sembró en mi vida está reflejada en las angustiosas horas que paso aquí sentado, tratando de hacer música con las palabras, respirando con potencia, y soñando que con esfuerzo y pasión las cosas pueden cambiar. Gracias a él hoy me encuentro más cerca de la revolución.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

lunes, 17 de octubre de 2016

El día que secuestraron la paz (Segunda parte)



De ahí en adelante todo fue de mal en peor. El Presidente Santos convocó una cumbre extraordinaria por la paz, a la cual los representantes de NO le dijeron NO, dejando todo patas arriba, con un avispero nublado amenazando todo el país. Así son ellos, tiran la piedra y esconden la mano, como el germen del paramilitarismo fecundado por rencores personales, que se materializan en mentiras, masas y falsas doctrinas de seguridad, orden y moral.

Comenzó la incertidumbre, la cual no se ha removido desde aquel día en que secuestraron la paz. Las brillantes propuestas de Uribe, Pastrana, Ordóñez, Marta Lucía Ramírez, Paloma Valencia, María Fernanda Cabal y la multitud que se les fue detrás, comenzaron a salir a flote. Mi propuesta favorita fue la de la amnistía,  que de hecho se  me pareció a la del acuerdo firmado en Cartagena. En cuanto a la obsesión por la ideología de género, concluí que lo que quieren es imponerla, para que el patriarcado heterosexual hegemónico continúe siendo la única forma de vida posible.

Con el pasar de los días, la indignación se acrecentó. Pero también la esperanza, pues las movilizaciones por parte de los grupos estudiantiles dejaron una consigna firme, clara y contundente: “Queremos paz. Ni un disparo más. Acuerdos YA”. Ver a miles de personas, de todas las edades, profesiones, oficios y ámbitos, fue, no solo un aliciente, sino un estímulo para continuar luchando por lo que queremos todos los colombianos, lo que ya teníamos y nos robaron: la paz.

El 5 de octubre, tres días después de la catástrofe, los ponentes de NO (el grupo de los EX –presidentes y procurador-), llegaron a la Casa de Nariño a renegociar lo que no entendían. Se demoraron tres horas, después de seis años de insolencia diplomática. Comieron galletitas en forma de paloma, no de Valencia sino de paz, y salieron a darle la cara a la opinión pública. Pastrana ya no estaba; llegó temprano y temprano se fue. A lo mejor quería terminar de conocer la Casa de Nariño, la cual dejó abandonada a su suerte en los cuatro años de su periodo presidencial, cuando Tirofijo lo dejó plantado, con la profética misión de frustrar lo que nunca logró.  

El mensaje de Uribe, en resumen, fue lo mismo: No vamos a ceder un palmo. Guardó la tableta y salió, abriéndose paso entre su equipo de prensa, toteado de la risa y ansioso, como con ganas de ir al baño. No se arregló nada y no le importó. Al fin y al cabo, hasta ese entonces, era el Gran Colombiano. Esa misma tarde salió desde el Planetario Distrital la primera movilización post-plebiscito que terminaría concentrada en la Plaza de Bolívar para exigir la implementación de los acuerdos: La tercera marcha del silencio.

Esa misma noche, cuando los ojos del mundo estaban concentrados en los ríos de gente que marchaban por la paz, Juan Carlos Vélez Uribe, promotor de la campaña del NO, confesó en entrevista con el diario La República, los nefastos métodos de propaganda con que engañaron a más de 6 millones de personas que salieron a votar emberracadas, tal como quería el Centro Democrático. Nadie le puso cuidado a la entrevista, hasta la mañana siguiente cuando las grandes emisoras pusieron el tema sobre la mesa; y Uribe, por su parte, dejó en su Twitter, del modo más descarado: “Hacen daño los compañeros que no cuidan las comunicaciones”.

A cada sector de la población le dijeron algo distinto. A los pensionados los horrorizaron con el cuento de que les quitarían el 7% de su pensión para pagarle a “los narco-terroristas de la FAR”. A los cristianos los escandalizaron con la calumnia de la ideología de género, tema que venía candente con el montaje de las cartillas de educación sexual. Y a los empresarios los amenazaron con la inminente expropiación de tierras que dejaría a Colombia en condiciones similares a las de Venezuela, aunque sin metro ni cable.

Los escenarios posibles para salvaguardar el acuerdo logrado en La Habana eran muy pocos. Todo estaba muy enredado y Santos, que apostó y perdió su capital político, junto con su tranquilidad personal y familiar, gobernaba por inercia, desesperado por el ambiente que se respiraba en el país. Y así, cuando todo se veía perdido, el viernes 6 de octubre, a la madrugada, se conoció una noticia que le cambió la cara al país y, sobre todo, al Presidente Santos. Era el nuevo Nobel de Paz.

La decisión tomada por la Academia Noruega fue recibida con júbilo. El espaldarazo que la comunidad internacional le brindó a Colombia, y especialmente al Gobierno Nacional, fue muy significativo. El sector de la oposición, que se sentía triunfante en la confusión de sus juegos hermenéuticos, se pronunció con soberbia, intentando quedar bien ante todo el país, sin dejar de lado su chantaje democrático, con el que le hacían pistola a cualquier posibilidad de acuerdo inmediato. La envidia corrompe, pero es mejor despertarla que sentirla.

A pesar de todo, las buenas noticias prosiguieron. El 10 de octubre el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más grande de nuestro país, anunció, como muchos lo anhelábamos, el inicio de los diálogos con el Gobierno Nacional a partir del 27 de octubre en Quito, Ecuador. La primera condición para iniciar el proceso fue la demostración de voluntad de paz del ELN, por medio de la liberación de sus secuestrados. Pablo Beltrán y sus muchachos están listos para dar el paso que dieron las FARC-EP, a sabiendas de los riesgos inminentes, luego de firmar un acuerdo bilateral. Ojalá no les saboteen el proceso.

En fin, Colombia es un país impredecible, lleno de sorpresas agradables y conmociones desastrosas. La paz no está muerta, está secuestrada, y no sabemos cuánto tiempo más vaya a ser capaz de sobrevivir así. No se sabe qué pueda pasar en los próximos días, pero, bajo ninguna circunstancia, debemos resignarnos a la deriva. Aprendamos de las lecciones que nos deja este momento histórico, y no nos olvidemos de la responsabilidad que tenemos, en la vida práctica, para la construcción de una paz estable y duradera.


Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


domingo, 16 de octubre de 2016

El día que secuestraron la paz (Primera parte)



Después de días de espera y vigilia, con la clara intención de permear con mis acciones el nuevo capítulo que habría de comenzar en la historia de Colombia, llegó el momento de salir, en medio de nubarrones grisáceos que desprendían toneladas de agua, a sufragar, como lo haría menos de la mitad del país ese día y que para mí era la primera vez que lo hacía. Recibí la cédula apenas tres semanas antes sin contar con la fortuna de ser designado como jurado de votación, algo que me hubiera gustado mucho para poder observar de cerca la dinámica de las urnas y el comportamiento de los electores.

Desde muy temprano encendí el televisor para estar al tanto de la jornada electoral que decidiría el futuro de nuestra nación, después de 52 años de conflicto armado interno. Estaba impaciente, caminaba por toda la casa y evocaba las imágenes que me produjo la lectura previa de la novela que llevó a Colombia a formar parte de las letras universales, de la mano de Gabriel García Márquez: Cien años de soledad.

Apenas una semana antes había visto, con emoción y júbilo, el solemne acto en que se firmaron los acuerdos pactados entre el secretariado general de las FARC-EP y el equipo negociador del Gobierno Nacional. El evento se llevó a cabo en Cartagena de Indias, la ciudad de donde datan muchas de las crónicas coloniales que dan cuenta de la historia de este país y la violencia que lo acongoja desde hace siglos, cuando aún no se llamaba Colombia.

Timochenko y Santos fueron los protagonistas el día de la firma. El comandante de las Farc se llevó un gran susto con los aviones que le mandó el Presidente de la República con el fin de saludarlo y no de bombardearlo, como acostumbraba  hace menos de diez años. Aunque muchos se burlaron y aprovecharon la anécdota para atacar al guerrillero, yo me compadecí y, en contra de las buenas costumbres patrióticas, alabé el discurso de Jefe del Estado Mayor de las FARC-EP, que más tarde mostraría, no la vehemencia de sus opositores, sino el equilibrio de su experiencia, en la semana más crítica e inestable que haya acontecido en la vida desenfrenada de este pueblo mío.

Me miré al espejo, sonreí, tomé aire y me prometí que a partir de ese día, en consecuencia con mi voto, contribuiría a la consolidación de una paz estable y duradera, como rezaba el tarjetón del plebiscito, poniendo al servicio de la comunidad mi energía, mi tiempo y las facultades afianzadas en la universidad y en mis interminables horas de lectura. Así las cosas, me vestí, teniendo como primera referencia la camiseta de la Selección Colombia, la misma que usó Daniel Torres el día que nos eliminaron de la Copa América y que dejó de usar el día que peló el cobre como evangélico fanático, para impregnar de animismo primitivo ese día que, hasta hoy, ha repercutido en la memoria de quienes sentimos, con dolor y euforia, la patria que nos parió.

Salí con mi familia, con la cédula lastimando las intersecciones de mis manos, impregnadas de humedad sudorípara, con la frente en alto y la proa orientada a lo lejos. Iniciamos el recorrido, con destino al Colegio Cristo Obrero, que no dejó de parecerme un nombre apropiado para la verdadera índole de Cristo: un revolucionario de tiempos pasados, que se opuso al statu quo de su contexto, y que las instituciones se han encargado de tergiversar, mostrándolo como un ser de poderes prodigiosos que andaba sobre el agua y le pasaba a los cerdos los demonios de los hombres.
La tarde se llenó de expectativa. Los canales nacionales se enfrascaron en transmitir lo que sería la legitimación del acuerdo mejor logrado en una sociedad latinoamericana y que terminó siendo el oprobio más grande de este país. Los analistas, los informantes, los Nostradamus; todos hablaban y mencionaban datos y estadísticas, y solo muy pocos acertaron.

Ese 2 de octubre, aunque se suponía que era un día para la paz, también hubo muchos atentados: el Frente Primero de las Farc dejó explosivos cerca de un puesto de votación; Uribe, en medio de su desesperación, hizo juegos de palabras sin conseguir un buen soneto, diciendo que “la paz es ilusionante; los textos de La Habana, decepcionantes”; Pacho Santos decidió que lo único que importaba era votar, así fuera por el SÍ; y Alejandro Ordoñez estuvo a punto de morir asfixiado tras atragantarse con ostias consagradas, como parte de un pacto con el Señor para salvar a Colombia del castro-chavismo homosexual ateo.

Por su parte, Matthew arrasó con todo lo que encontró a su paso, inclusive con los sufragios de miles de personas que se quedaron por fuera del marco electoral. Hasta el momento, es incierto el número de votantes potenciales que no pudieron ejercer su derecho por culpa de este huracán, que en pocos días dejó tanta muerte como los cinco lustros de guerra en Colombia. Lo peor fue que con él no se podía negociar ni firmar acuerdos, pero igual para qué, seguramente los colombianos hubieran dicho que no con el argumento de que esa era la voluntad de Dios y que con eso no se negocia. (Álvaro 3:11).

Ya con resignación, por los resultados de los boletines, que me dejaron más frío que Andrés Felipe Arias cuando lo cogieron en Miami, escuché entre los zumbidos de mi dolor, el Himno Nacional de Colombia, que no dejó germinar la paz, y que no sonó con flautas armoniosas sino con tambores de guerra. La noticia se supo y era como una pesadilla inaudita, producto de un sueño de guayabo de alcohol y drogas, en un país como este, que es hiperactivo, borracho marihuano bazuco.

“El problema no es ni la guerrilla ni los paramilitares” pensé, “es la gente de Colombia, que ya se acostumbró a la guerra y sigue creyendo en la Ley del Talión, reivindicada por la seguridad democrática. Que ahora las Farc hagan lo que quieran, pues todo el pueblo los acaba de legitimar, y de ahora en adelante yo no los voy a juzgar”. No hubo tiempo para una reflexión razonable o estadista. Todo era resentimiento, dolor, culpa, decepción y rabia.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

sábado, 1 de octubre de 2016

Visiones de paz



El pasado miércoles 21 de septiembre, se desarrolló en el Auditorio Hernán Linares de UNINPAHU un foro que llevaba como título “Visiones de paz”, el cual trataba de integrar, en un espacio inclusivo y democrático, las diversas perspectivas que se tenían en torno a los procesos de paz en nuestro país.


En la ponencia del profesor César Torres, un docente con más de 30 años de labor educativa, nos centramos en uno de los aspectos más importantes para la consolidación de la paz en Colombia: la educación. Durante las últimas semanas, arrastrados por la explosión mediática, nos hemos enfocado en aspectos superficiales y poco esenciales que nos han llevado a asumir posturas erróneas y carentes de reflexión, alimentando más y más esa actitud individualista y vengadora que, entre otras cosas, ha llevado a nuestra nación a un derramamiento de sangre inmiscuido con la corrupción y otras degeneraciones éticas presentes en la historia del país. Nos escandalizamos sobremanera porque se le darán 5 o 6 curules en el Congreso de la República a los líderes mejor estructurados de las Farc, y nos alzamos en huestes a decir que cómo así que les van a pagar a los guerrilleros de a 8 millones cada uno después de todo lo que han hecho. Y la verdad es que no salimos del concepto de la adquisición capitalista, de la posesión de bienes, de esa competencia desaforada para ver quién vale más por lo que tiene y no por lo que es.

De 102 senadores que conforman el Congreso de la República, no reconocemos a más de 15 que participen en debates de interés social y público, porque el resto va a calentar la silla. Entonces, ¿qué tiene de malo que nuevos senadores, de ideología radicalmente contraria a la convencional, tengan la posibilidad de participar en discusiones y debates? Todos salimos ganando; entre más ideas mejor. Que no se nos olvide pues, que si en la época del Frente Nacional se le hubiera permitido al sector de la izquierda hacer parte de la vida política del país, no hubiese tenido que recurrir a las armas para hacerse sentir, y lo que es peor: doler. No podemos seguir enfrascados en esa discusión tan baladí que mira desde el oprobio de una moralidad falsa, infundada por falsos próceres, que se intrigan al ver que ya no tendrán todos los beneficios que tenían antes, cuando eran los únicos mamones de la teta pública.

Es justamente esa la herencia de la cultura del narcotráfico que se acentuó en nuestro territorio: la de sufrir por las posesiones ajenas y hacer lo que sea por las propias. Solo valoramos lo cuantitativo, lo pasajero, e ignoramos la cantidad de beneficios que nos puede traer a todos el fin de las confrontaciones armadas para darle paso a las discusiones políticas. ¿No será que así esos senadores mediocres y parsimoniosos se pondrán las pilas para estar a la altura de las nuevas exigencias políticas que trae el fin de la guerra? Ya no será suficiente tildar de “narcoguerrillero”, “mamerto” o “paraco” a nuestros contendores políticos. No serán los adjetivos hiperbólicos los que validen un discurso u otro; serán las ideas, los constructos de pensamiento y las propuestas (con sus respectivas acciones) las que distingan a un partido de los demás, y le den el lugar que se merece dentro de la sociedad. Y esto no solo incluye a la clase política, sino a todos los ciudadanos, que de una u otra forma, tienen el deber de asumir y consumar el acuerdo pactado entre los dos bandos más temidos y poderosos de Colombia. Nos llegó la hora de construir, desde la diferencia, lo que siempre hemos querido y con lo que soñamos todas las noches: un país más normal, un territorio en el que se puedan expresar, sin miedo a la muerte, las ideas, opiniones e ideologías, libre y democráticamente.

Según el historiador Edgar Ferez, cuya ponencia se centró en la importancia del lenguaje en el actual contexto colombiano, hemos llegado tarde a dicho tema, pues seguimos destruyendo a las personas por medio de las palabras, entorpeciendo cada vez más los procesos de comunicación, fundamentales para la edificación de seres sociales, activos en la dinámica de su país.

El conflicto que hemos tenido durante 52 años, radica en la incapacidad que tuvieron para escucharse los diferentes grupos políticos que conocemos, porque creían que lo mejor era opacar el pensamiento del otro, imponiendo el suyo por encima de los demás, generando así oligarquías excluyentes, con ínfulas dictatoriales, pero reguladas por entes democráticos. Ahí está el problema: en que solo nos escuchamos a nosotros mismos y nos creemos dueños de la verdad, pretendiendo que todos deben pensar como lo hacemos nosotros. Por eso exterminamos a todo un partido político, y legitimamos cada una de las muertes de sus simpatizantes, porque nos convencimos de que a los guerrilleros se les da de baja y a los militares se les asesina; porque naturalizamos la guerra y hasta nos acostumbramos a celebrar los operativos militares que, bombardeando la selva, apagaron cientos de vidas que no estaban dispuestas a ceder un palmo hasta no consolidar un patrimonio político, negado e ignorado lustros atrás.

Nunca antes en la historia de Colombia, habíamos estado tan cerca de la democracia, porque si bien esa es la forma de gobierno que identifica a nuestro país, siempre estuvimos limitados a ver solo una cara de la moneda, a excluir a los que piensan diferente y a condenar al olvido a todo lo que no nos parece. Hoy, con el recuerdo de millones de vidas perdidas por este conflicto, es un día para perdonarnos, reconciliarnos, abrazarnos y, lo más importante, escucharnos. Que no nos vuelva a pasar, que no nos vuelvan a callar. Colombia ha entrado en una nueva era, se ha humanizado y ha crecido como nunca. La estirpe de los guerreros solitarios se ha extinguido, y la nación que quiso el libertador se ha puesto en marcha.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Saludando se hace la paz



Como colombianos muchas veces nos preguntamos cuál es la razón que genera tanta violencia en nuestro país. Devolvemos las hojas, revisamos las páginas, miramos documentales y, al final, coincidimos en que todo tiene su origen en la confrontación de ideologías políticas y sociales irreconciliables: entre la derecha y la izquierda. Y sí, este es un problema grave, pero no el único. Existen, aunque poco conocidos, casos en los que dos o más perspectivas antagónicas son capaces de convivir en un solo contexto sin tener que recurrir a los golpes, a las balas o a las masacres. De hecho, grandes intelectuales han entendido que pueden nutrirse de concepciones distintas a las suyas para retroalimentar sus ideas y ponerlas en común. Pero todo parte de un punto fundamental: la cordialidad.

Sin importar qué tan diferentes seamos unos de otros y cuántos contrastes se nos vean desde lejos, hay algo que no podemos ignorar ni violentar: el respeto. Cuando reconocemos que cualquier persona es digna y merecedora de respeto, sin importar quién sea (profesor, estudiante, creyente, ateo, policía, guerrillero, indígena, blanco, negro, doctor, vigilante, etc…), entendemos que hay unos límites que no podemos violar porque, de lo contrario, estaríamos agrediendo al otro. No se trata de no discutir ni debatir, o de oponerse pacíficamente y con argumentos a una propuesta y cosmovisión distinta. El debate y la crítica constructiva nos permiten crecer y aprender, siempre y cuando sepamos mantener a raya nuestros prejuicios, y ser cordiales con nuestros contendores.

Y, para ser franco, lograr y mantener unos niveles mínimos de cordialidad para mejorar la convivencia, no es tan difícil. Todo comienza por un saludo. Saludar es un acto de suprema importancia para la vida en común. Cuando saludamos reconocemos al otro y le damos importancia; ¿qué tan difícil puede ser responder el saludo de alguien en la mañana o en la tarde?, la verdad no es mayor cosa y puede resultar muy grato, pero ¿cuántos conflictos, discordias, peleas y tragedias no se han desatado a causa de pasar de largo, ignorando o negando un saludo?

Muchos de los asesinos relámpago o en serie que se han convertido en personajes por sus espantosos alcances, confiesan que esa furia suya nació del sentirse marginados, rechazados o ignorados por la sociedad. “Si tan solo hubieran respondido a mi saludo”, dicen muchos de ellos. En el gigante acervo cultural del mundo, conformado por religiones, tradiciones, civilizaciones y valores, no hay ni una sola cultura –hasta donde se sabe- que haya rechazado el saludo como forma esencial de interacción entre seres humanos. Se hace de muchas formas: con un apretón de manos, por medio del Námaste (saludo tradicional oriental), sacando la lengua (como los monjes tibetanos) o sencillamente con una pregunta: ¿cómo está usted hoy? Y sin importar la diversidad de ellos, todos tienen el mismo fin: hacer posible la vida en común, mejorar la convivencia, y hacer más armoniosa la vida por medio del reconocimiento del otro.

En plena era de reconciliación, perdón y diálogos, en el contexto del posconflicto y los acuerdos de paz, debemos ser, más que nunca, conscientes de nuestra responsabilidad frente a las relaciones interpersonales de las que somos parte. Muchos de los excombatientes armados que pasaron, si no toda, media vida en la guerra, intentarán reintegrarse a la vida civil. Y a lo que voy es que no solo debemos ser cordiales en nuestro trato con ellos, sino que debemos ser un ejemplo de convivencia en la vida cotidiana. Para ello, podemos empezar por nuestros espacios más cercanos: nuestro colegio, nuestra familia, nuestro barrio, nuestro trabajo, el círculo de amigos del que hacemos parte y demás ambientes sociales en que nos desarrollamos como individuos y miembros de una comunidad.

¿Cómo sería el ambiente de nuestra universidad si los estudiantes saludaran a sus docentes no solo en el aula sino cuando se los encuentran en la calle, si fueran más cordiales con sus compañeros, o, si los docentes respondieran al saludo de sus colegas, saludaran a las personas encargadas de hacer el aseo, preparar la comida, y de la seguridad de la institución? No nos limitemos únicamente a cumplir con los deberes académicos o laborales, o con un horario de trabajo o estudio. Seamos agentes de cambio, de mejoramiento y progreso en la dinámica social de nuestro país. Tan solo hay que parar, saludar y respirar.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores