domingo, 16 de abril de 2017

Reseña: Hiroshima, John Hersey



El 31 de agosto de 1946, la revista norteamericana The New Yorker publicó Hiroshima, un año después de que el Enola Gay lanzara una bomba atómica sobra la ciudad japonesa de Hiroshima. Su autor, John Hersey, era corresponsal conjunto de las revistas Time y The New Yorker en Shangai, China. Estuvo tres semanas en Japón haciendo lo que conocemos como trabajo de investigación para, dos meses después, presentar un documento de 150 páginas a sus editores de Estados Unidos. El editor ejecutivo del The New Yorker, William Shawn, estaba preocupado por la ausencia de lo humano en las publicaciones que habían sobre Hiroshima y, con Hersey en Asia, las cosas se dieron para la realización del reportaje. Inicialmente, los editores sugirieron que el texto se publicara en cuatro partes, pero Shawn insistió en que se publicara completo en una sola edición. Y así fue, Hiroshima ocupó todas las páginas de la edición y se convirtió, como lo reconocería la historia, en el artículo más famoso del mundo. De hecho hay varias historias y anécdotas alrededor de la publicación, pues llegó a ser reseñada como libro, traducida a muchos idiomas, y Albert Einstein ordenó mil copias, solicitud que nunca fue atendida.

Hersey construye su reportaje a partir de seis personajes: Hatsuko Nakamura, Doctor Terufumi Sasaki, Padre Wilhem Kleinsorge, Toshiko Sasaki, Doctor Masakazu Fujii, y Kiyoshi Tanimoto. El autor utiliza la técnica del relato alternado, saltando de un personaje a otro, permitiendo que cada uno lleve a cabo su rol en la historia. En algunos casos los personajes coinciden y se cruzan, unos con más relevancia en la vida de los demás que otros, pero todos víctimas de uno de los más grandes atentados contra la vida en la historia de la humanidad.

La estructura general del texto consta de cinco capítulos que dan cuenta de los acontecimientos posteriores a la explosión de la bomba atómica. Se describe hábilmente, con una visión enfocada desde el relato de los personajes, la atmósfera oscura y confusa que rodeó a Hiroshima, envuelta en un manto de dolor y muerte, que contrastaba con la reacción de los japoneses, más resignados que iracundos.

Resulta interesante la manera en que el desarrollo del primer capítulo, “Un resplandor silencioso”, se ajusta perfectamente al nombre del episodio. Todo parece ocurrir mientras el tiempo se congela, la gente se calla, y todo pasa en un instante de silencio fulminante, un silencio que se lleva por delante un puñado de vidas cuyos gritos terminaron enterrados en un vacío ruidoso, tal vez demasiado, para la memoria de Japón. El cielo brilla, estalla, resplandece; la gente no se inmuta ante semejante espectáculo de luz que, sin ceder una milésima de segundo, saca a volar todo aquello cuyo brillo, absolutamente penetrante, alcanza a iluminar.

Con la luz llega el fuego que, paulatinamente, regresa el sonido a las calles de Hiroshima. Regresa con gritos, lamentaciones y llamados de urgencia. Ante cada paso que dan los supervivientes del ataque, se encuentra la presencia del peligro, la inminencia de la muerte. Pero no es únicamente el fuego que consume las casas, los edificios y los vehículos el que se propaga en la ciudad; el fuego del dolor, de las quemaduras que dejan en carne viva los rostros de los habitantes de Hiroshima, se extiende con mayor fulgor por los barrios, parques y ruinas de un territorio fácilmente confundible con el mismo infierno, la combinación de los nueve círculos.

Con el pasar de los días, sin estabilizarse del todo, la población de Hiroshima se convierte en la cuna de múltiples hipótesis de lo que pudo haber sido la causa del desastre. Comienzan a proliferar teorías con las que mucha gente se satisface: “… no era para nada una bomba; era una especie de fino polvo de magnesio que habían rociado sobre la ciudad entera, y que explotaba al entrar en contacto con los cables de alta tensión del sistema eléctrico de la ciudad”. Lo curioso del asunto es que esta teoría, por ejemplo, se tenía por muy cierta por proceder de un periodista, de lo que se puede inferir que, al menos en esa época, el periodismo en Japón gozaba de gran prestigio.

Se hablaba mucho de los daños, las estadísticas, los funerales de los muertos, pero casi nada de la bomba, o mejor, de las causas y consecuencias de ella. No se problematizaba mucho el tema de la guerra. Es más, para sorpresa nuestra, muchos japoneses decían que su sufrimiento era causa de no haber estado lo suficientemente preparados para el ataque. Casi todos veneraban al emperador, incluso se conmovieron más al oír la voz del emperador por radio que al ver los cuerpos de sus familiares deformados por la bomba. Había un nacionalismo exacerbado, que hacía que la gente sobreviviera no por instinto sino por orgullo, por patriotismo.

No dejó de llamarme la atención que el cristianismo fuera un tema predominante a lo largo de la historia, pues tres de sus personajes estaban vinculados directamente con el credo (un cura, un pastor y una monja). Lo digo porque en el imaginario que tenemos de Japón son otras las creencias religiosas que se practican allí, como el taoísmo, el sintoísmo o el budismo. Pues bien, aquí tenemos un buen ejemplo para observar algo distinto. Que cada quien saque sus propias conclusiones.

Hiroshima es un libro para reflexionar, para ubicarnos por un momento en una ciudad que sufrió la brutalidad de la guerra, que prácticamente se extinguió y tuvo que resurgir de sus cenizas. Es, inevitablemente, un texto con tanta vigencia hoy como en 1946, cuando fue publicado. En estos días, cuando se habla de una posible III Guerra Mundial, deberíamos detener nuestros ojos en las páginas del reportaje de Hersey, pues echando un vistazo atrás podríamos pensar mejor lo que estamos haciendo y lo que estamos viviendo. Será mejor leer Hiroshima a tiempo para evitarle a las próximas generaciones la lectura de un libro como este, pero con otro nombre.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

viernes, 7 de abril de 2017

Nadie debería ser obligado a ser algo que no quiere



Hace ya varios siglos la Iglesia llevó a Giordano Bruno a una hoguera ubicada en la plaza pública de Roma por haber afirmado, según sus convicciones, que Jesús no era ningún mesías, sino un mago muy especial que había viajado por Pakistán, y que María no era virgen. Primero, Giordano fue persuadido para que declara públicamente el error de sus afirmaciones, pero él, con un espíritu claro y una conciencia pura, respondió que no tenía nada de qué arrepentirse, y así, fue sentenciado. Lo quemaron, a él y a sus libros, en frente de todo el mundo, para que así todos vieran lo que significaba cuestionar la ley del divino, que, al parecer, estaba muy ocupado para apagar las llamas que fundieron el cuerpo de Bruno y despegar los clavos que atravesaron las manos de Cristo.

No hay mejor ejemplo que Bruno para demostrar que la diferencia y la originalidad siempre han sido considerados delitos en el poder del Statu Quo. A Sócrates lo obligaron a beber cicuta; a Jesús lo crucificaron; a Bruno lo quemaron; a Gaitán, Galán y Garzón los balearon; a Allende lo asesinaron brutalmente; y al Ché le cortaron ambas manos antes de enterrar su cuerpo en cualquier hueco cavado en la espesa selva boliviana.

Tal vez, con la implementación de los derechos humanos, la mortandad de genios y seres distintos ha disminuido considerablemente. Sin embargo, existen muchas otras formas de silenciar y enterrar el mensaje de los que no representan la ideología dominante. Se inventan normas, arman escándalos, dicen mentiras y denigran la humanidad de las personas que quieren acabar. A través del lenguaje, por medio de insultos y términos destructivos, se ha procurado la afectación moral de quienes son diferentes en una sociedad aparentemente homogénea: “marica”, “mamerto”, “loca” y otros cuantos que resultarían chillantes en un escrito como este. Sí, es más difícil matarte, pero es muy fácil marcharte.

No fue hace mucho, apenas el año pasado, que un gran concilio de iglesias evangélicas, con el apoyo del catolicismo, convocó una marcha en contra de algo que ellos mismos engendraron y bautizaron en la pila de alguna de sus iglesias: “la ideología de género”. Según el concejal por Bogotá del partido Opción Ciudadana, Marco Fidel Ramírez, esto consiste en una serie de ideas que niegan la naturalidad de los seres humanos, dejándoles la opción a las personas de elegir su orientación, confluyendo todo en la degradación moral del país. Eso es la ideología de género. Y esa ha sido la bandera, el caballito de batalla de los pastores y los curas que están desesperados por la crisis de fe que afronta su religión. Y por eso han decidido entrar a operar en la plataforma política, porque saben que allá hay otros intereses con lo que se puede jugar para llegar al poder y consumar sus luminosos credos.

La neofobia no es propiamente una actitud personal, sino que es más de carácter social, determinando así la conducta de una masa de individuos que mezclan intereses heterogéneos en un amasijo uniforme que sirve de barrera o red de contención. De manera infame se combate, con argumentos y palabras repetidas, la diferencia, la originalidad. Se nos niega constantemente la posibilidad de aportar algo distinto a la sociedad. Se nos obliga a vestirnos como la “gente de bien” se debería vestir, no vaya y sea que lo tomen por “marica” o “marihuanero satánico”. Y no es una exageración; es así.

Ahora, ¿qué puede pasar al interior de una sociedad cuando el actor porno más reconocido del mundo dice que apoya el cambio de género de su hija? Se pueden hacer varias cosas: abordar el tema con prudencia y objetividad; escuchar la versión del protagonista; permitir un diálogo abierto y la argumentación seria; y, ante todo, respetar los distintos puntos de vista. Sin embargo, al llegar a determinados contextos, esta información se convierte en causa de caos y objeto/sujeto de acusación: “No es posible; la corrupción de la moral ha llegado a sus límites. Es el sonido de la séptima trompeta” sería la respuesta de un líder conservador de fundamentos cristianos.

No decimos con esto que las posiciones cristiana, conservadora, musulmana o reaccionaria carezcan de valor. Ellos también merecen respeto y tienen la libertad de profesar sus doctrinas libremente sin que nadie los ataque por ello. El problema llega cuando, utilizando dichos argumentos, interfieren en los procesos sociales de los demás, que no piensan como ellos. Ahí es cuando inician los conflictos, porque se mezclan contextos contrarios que nunca han debido encontrarse.

Por eso es tan necesario que la Constitución diga como dice, que Colombia es un Estado laico que reconoce la diversidad de culturas y cultos. Constitucionalmente todos deberíamos regirnos a ese principio pues nos favorece a todos y no le da preferencia a nadie en especial, incluso cuando la mayoría de los ciudadanos profesa el catolicismo, seguido del protestantismo. Pero se devuelven ellos con lo mismo: que la verdadera ley está decretada por el Señor, gobernador de todas las naciones y que por su derecho a la libertad religiosa pueden arremeter contra lo que no quiere su religión. Ahí uno debe responderles lo que respondió Nacho Vidal en entrevista con La W: que cada quien críe a sus hijos según sus creencias y principios, al interior del hogar, con normas de conducta familiares y privadas, pero que de puertas para afuera el mundo es distinto y hay muchas más familias, de las cuales no todas son iguales y se componen de acuerdo a sus propios principios y creencias. La verdad, eso no es nada difícil de entender y de aplicar. Nadie les está diciendo que renuncien a su fe ni que traicionen sus creencias, simplemente se les pide que respeten a los otros como ellos exigen respeto. Simple ¿no?


Hay múltiples estudios (demasiados, en realidad) que tratan de explicar si uno nace o se hace homosexual, heterosexual o cualquier otro género. Unos afirman que todo es cuestión genética y se nace; otros que, de acuerdo con las experiencias de la persona, el género se desarrolla, entonces se hace; y así sucesivamente. Sin embargo, sea cual sea la causa, lo primero es reconocer que el fenómeno es real. Ya con eso, no podemos negar a la persona ni su situación. Como segundo momento, nos llega la pregunta (a todos nos llega) de si eso es bueno o malo, y ahí entra a jugar la empatía, cualidad ligada a la inteligencia psicológica que unos tienen más desarrollada que otros. Nada que hacer, debemos ponernos en los zapatos del otro (nótese la aplicación humanista) y tratar de entender el mundo desde ahí. Y así, cuando hayamos realizado dicho ejercicio comprenderemos que no se trata de querer transformar al otro de acuerdo a mis convicciones, sino de entenderlo, comprenderlo y reconocerlo.

En cuanto al rol de género las cosas han cambiado bastante. Tal vez si cuando apenas habían diez habitantes en la tierra cinco eran gays, era comprensible que se viera eso como un problema, porque se ponía en riesgo la continuación de la especie. Pero en el mundo de ahora, donde la superpoblación es una crisis, y países como China han determinado tomar medidas de restricción de la natalidad, probablemente  tener hijos no es necesidad de primera mano. De hecho, muchas personas consideramos que cerrar el ciclo reproductivo, es decir, no tener hijos, es una forma de salvar el mundo. De modo que el rol hombre/mujer tradicional pierde su sentido como necesidad biológica. Además uno puede hacer y ser muchas cosas más aparte de padre o madre y contribuir a la sociedad: ingeniero ambiental, biólogo marino, filósofo, psicólogo, docente, comunicador, músico, poeta o político (de los buenos, que piensan en la gente).

En fin, ya para concluir, es necesario recordar que pocos asuntos hay tan importantes como el sentido de la existencia. Todos somos distintos y le damos a nuestra vida un sentido y una motivación distinta pues cada uno tiene sueños e ideales que estimulan el deseo de vivir. Por eso no le podemos negar a nadie la posibilidad de elegir sobre su propia vida (sexualidad, profesión, gustos, etc.), porque, de lo contrario, le estaríamos cerrando las puertas a encontrar un sentido de vida, es decir, lo estaríamos matando en vida. Todos tenemos derecho a vivir, a elegir libremente y a expresarnos sin que nos insulten, asesinen o discriminen. En palabras del mismo Nacho Vidal: “nadie debería ser obligado a ser algo que no quiere”.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores