lunes, 26 de noviembre de 2018

Sin humor no hay irreverencia


El humor y el sarcasmo, por lo menos en una proporción significativa, son elementos inherentes a la literatura. Incluso en tramas obscuras y tormentosas, como las de Kafka. Y esto es posible, seguramente, porque casi todo puede ser objeto de risa, sobre todo las cosas más serias. Es más, el verdadero humor solo es posible a partir de lo realmente serio. Todo lo demás no es otra cosa que la reproducción de las simplicidades y torpezas del ser humano en busca de la satisfacción de su necesidad de risa por razones de salud mental.

Y esta risa, llamémosle risa literaria, es un conducto a la crítica y la liberación de los dogmas más ocluyentes y totalizantes. Por medio de la sátira de lo que algunos acertarán en llamar “historia oficial”, se puede deconstruir toda una tradición de verdades impuestas, en muchos casos absurdas y con un grado muy bajo de sustentación y evidencia. Es entonces cuando el humor llega al rescate y comienza a exponer, de la manera más fina, los vacíos que un dogma puede contener en sí mismo, y lo hace risible. Cuando esto ocurre, la autoridad de lo que antes fuera verdad única comienza a desmoronarse, dejando un reguero de inconsistencias y desencantos por lo absurdo de su contenido. 


En Mark Twain tenemos un ejemplo magnífico y preciso de lo anterior. Sus Escritos irreverentes representan una de las compilaciones de textos más provocativas para el lector profano y más provocadoras para el venerador de lo divino. El autor de personajes tan fascinantes como Tom Sawyer o Huckleberry Finn, asume la voz de personalidades bíblicas que dan su testimonio de lo que aparece en los textos sagrados con una espontaneidad que ya se quisieran los obispos y los santos en sus epístolas grandilocuentes. Y lo hacen despojados de los rasgos característicos que han fijado en ellos para convertirlos en simples metáforas y simbolismos al servicio del poder eclesial y su mantenimiento durante siglos en casi todo el planeta.

La primera parte del texto, y también la más extensa, son las Cartas de Satán desde la Tierra. Aquí, por medio de once cartas, el arcángel Satán (todavía no convertido en el Diablo tras su destierro eterno del cielo), les comunica a sus colegas, los arcángeles Miguel y Gabriel, sus observaciones sobre la naturaleza humana en un remoto lugar llamado Tierra que surgió de la palma de la mano de Dios en una explosión tremebunda y atosigante de la que salieron galaxias, soles y millones de planetas.


Día tras día, Satán se muestra más sorprendido ante lo que ve, pues les asegura a sus compañeros que la raza humana está plagada de complejidades y contradicciones irreconciliables que ningún ser divino, desde su providencial inteligencia, sería capaz de comprender. Pero lo que más llama su atención es la postura del hombre frente a la religión. Satán escudriña en los detalles de la Biblia y se muestra perplejo ante, por ejemplo, la crueldad de un Dios Padre que elimina a todos los seres vivos, producto de su creación, mediante un diluvio apocalíptico en el que mata miles de millones de inocentes por cuenta de unos cuantos réprobos. Y lo que lo deja aún más perplejo es que, a pesar de hechos como este o como el exterminio de diversos pueblos por orden de Dios, los humanos lo llamen Padre Eterno, Padre Bondadoso, Dios Todopoderoso.


No cabe duda de que Twain muestra un escepticismo recalcitrante en estos escritos, donde no solo realiza una crítica a la institución religiosa como tal sino a sus cimientos históricos más antiguos, partiendo de la teología y, hasta cierto punto, de la hermenéutica. Por supuesto, el humor es su arma más letal, la punta de su espada. No concibe que en el libro que es para casi toda la humanidad una carta de navegación haya lagunas que demuestren la arbitrariedad de los relatos bíblicos y la imposibilidad de demostrar su veracidad, como en toda la historia del Arca de Noé y el diluvio universal, objeto de la furibunda crítica de Satán que comienza a mostrarse indignado en el transcurso de sus mensajes. 


En estas cartas, como en el resto de los escritos de Twain, se demuestra que el mejor argumento contra la Biblia es la Biblia misma. El carácter tiránico de Dios, las temibles manifestaciones de su poder (cuando dice ser el origen del amor), sus celos enfermizos y las contradicciones en sus mandatos, dejan claro que “el enemigo más implacable y obstinado del género humano es su Padre Celestial”, en palabras del autor. Aquí tenemos un claro ejemplo del viejo precepto que dice que un buen ateo lleva siempre una Biblia bajo el brazo.


Al libro lo complementan los Apuntes de la familia de Adán, donde personajes como Matusalén, el longevo hombre bíblico, deja entrever nuevamente, desde la risa rotunda del lector, los más empecinados absurdos de las Escrituras desde el punto de vista científico y cualquier lógica aterrizada. Pero la Autobiografía de Eva es el punto culmen de esta obra, pues la visión virgen de la primera mujer de la Tierra, madre de la humanidad, constituye una narración estupenda del personaje más vilipendiado del judeo-cristianismo, por ser considerada la causa de todo el padecimiento humano a raíz de la omisión del mandato de no comer del fruto prohibido. Eva no es culpable de nada; el culpable es Dios por crear las tentaciones a las que sometió a sus criaturas y desencadenar todo el mal que él mismo pudo haber evitado. Eva, entonces, es no solo la primera mujer sino la primera filósofa, por ejercer la deliciosa actividad del pensamiento y exprimir el jugoso fruto de la duda. 


Por último, está la Carta desde el Cielo, un simpático documento en que un “ángel archivero” lleva la contabilidad moral de un comerciante de Nueva York y lo clasifica con puntajes según sus buenas obras y su conducta cristiana, llevando un seguimiento sistemático de sus plegarias, sus actos caritativos y los deseos secretos de su corazón.

Así son los Escritos irreverentes de Mark Twain, un monumento a la lucidez intelectual, constituida por una dosis de humor precisa y candorosa que dice no a todo lo que pretende encallar su entendimiento en creencias inaceptables que, sin embargo, han imperado por centurias y condicionado la vida de la humanidad. Para Twain la reverencia no es un camino ni el silencio una alternativa. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores