martes, 23 de enero de 2018

¿Era más grande el muerto?



Hasta cierto punto yo soy de ese sentir que proclama que cada libro que leemos nos habla de forma directa porque nos habla de nosotros mismos, así sea solo por los lados. Y esto puede no ser otra cosa que el sutil mecanismo de leer siempre con el ojo de la necesidad, como diría Estanislao Zuleta, tratando de buscar soluciones a los enredos que tenemos en la mente. Por eso, así uno no lo quiera y mucho menos lo reconozca, la lectura se vuelve un asunto utilitario, así como la escritura, que busca siempre sus propios caminos.

Y eso es lo que hacen los habitantes de Villalinda, buscar caminos o permanecer en ellos, si es que ya los encontraron. Pero siempre en medio del caos que impone el miedo, en medio de una organización anárquica que se abrió un camino a las malas pero que se asentó como la única realidad posible.

Siguiendo también su camino, aunque sin mucha idea de cómo, trastabillando, Manuel nos va indicando el sendero, un sendero de recuerdos y memorias de gente que una vez  pasó por su lado y le cambió la vida. Recuerdos de zapatos, amigos, motos y fiestas, que terminaron aplastados por su propio peso y que a fuerza de contarnos el cuento no lo aplastaron a él.

Pero no crean ustedes que esos recuerdos fluyen de manera trascendental, como si todo lo que se recuerda fuera para llorar y emborracharse. No. Cada recuerdo nos remonta a los hechos con una agilidad y una precisión que ya se quisieran los diarios de memorias. Tampoco hace falta un lenguaje artificioso y sofisticado para contar lo que pasa en un pueblo que, sin ser común, abarca todos los elementos de la monotonía que solo es posible sentir cuando se vive allí.

Les decía pues que los libros nos hablan casi siempre de manera directa. Esto lo digo no solo en singular sino también en plural, siendo ese nosotros un país, un pueblo, una ciudad. El eco de los estallidos de las bombas que explotan en una fábrica, en un supermercado o en un parque es el mismo eco de las voces de las víctimas que han perecido en esta guerra por el poder y el dinero. Es el eco también de las canciones que suenan en los buses, las cantinas y los burdeles, a la salida de la iglesia, al ladito de los colegios, en la plaza de mercado. Entonces uno no solo lee con los ojos, sino también con los oídos, y guarda esas vocecitas para uno, en la mitad del corazón.

Y es ese cúmulo de voces lo que nos ofrece Luis Miguel Rivas en Era más grande el muerto, una de las experiencias literarias más amenas que he tenido. Con una fluida construcción de diálogos que no entorpecen el ritmo de la narración, las voces se entremezclan sin confundirse, como en la música los instrumentos.

Esta novela nos habla también y sobre todo de la amistad, la forma más pura del amor. La amistad que salva, que redime, que llena de sentido. La amistad que da vueltas y vueltas sin saber el porqué de ellas para mantenernos alejados de la muerte y el dolor, así como alguna vez dijo García Márquez, “morir es no estar nunca más con los amigos”. Y también porque con los amigos de verdad uno no necesita apariencias. Los amigos son amigos y punto, con ropa de vivo o de muerto.

No se pierdan pues la posibilidad de leer este libro lleno de sabor y contento, bohemia y realidad. Pásense por Villalinda de la mano Manuel y Luis Miguel, y sientan la inefabilidad fascinante de las canciones que allí retumban, ahogando los gritos de la muerte. Y conozcan la pluma de uno de los escritores más suspicaces de Colombia, que la van a pasar tan bueno que no se van a querer ir.

Solo me queda una pregunta… ¿sí era más grande el muerto?

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores