miércoles, 28 de septiembre de 2016

Saludando se hace la paz



Como colombianos muchas veces nos preguntamos cuál es la razón que genera tanta violencia en nuestro país. Devolvemos las hojas, revisamos las páginas, miramos documentales y, al final, coincidimos en que todo tiene su origen en la confrontación de ideologías políticas y sociales irreconciliables: entre la derecha y la izquierda. Y sí, este es un problema grave, pero no el único. Existen, aunque poco conocidos, casos en los que dos o más perspectivas antagónicas son capaces de convivir en un solo contexto sin tener que recurrir a los golpes, a las balas o a las masacres. De hecho, grandes intelectuales han entendido que pueden nutrirse de concepciones distintas a las suyas para retroalimentar sus ideas y ponerlas en común. Pero todo parte de un punto fundamental: la cordialidad.

Sin importar qué tan diferentes seamos unos de otros y cuántos contrastes se nos vean desde lejos, hay algo que no podemos ignorar ni violentar: el respeto. Cuando reconocemos que cualquier persona es digna y merecedora de respeto, sin importar quién sea (profesor, estudiante, creyente, ateo, policía, guerrillero, indígena, blanco, negro, doctor, vigilante, etc…), entendemos que hay unos límites que no podemos violar porque, de lo contrario, estaríamos agrediendo al otro. No se trata de no discutir ni debatir, o de oponerse pacíficamente y con argumentos a una propuesta y cosmovisión distinta. El debate y la crítica constructiva nos permiten crecer y aprender, siempre y cuando sepamos mantener a raya nuestros prejuicios, y ser cordiales con nuestros contendores.

Y, para ser franco, lograr y mantener unos niveles mínimos de cordialidad para mejorar la convivencia, no es tan difícil. Todo comienza por un saludo. Saludar es un acto de suprema importancia para la vida en común. Cuando saludamos reconocemos al otro y le damos importancia; ¿qué tan difícil puede ser responder el saludo de alguien en la mañana o en la tarde?, la verdad no es mayor cosa y puede resultar muy grato, pero ¿cuántos conflictos, discordias, peleas y tragedias no se han desatado a causa de pasar de largo, ignorando o negando un saludo?

Muchos de los asesinos relámpago o en serie que se han convertido en personajes por sus espantosos alcances, confiesan que esa furia suya nació del sentirse marginados, rechazados o ignorados por la sociedad. “Si tan solo hubieran respondido a mi saludo”, dicen muchos de ellos. En el gigante acervo cultural del mundo, conformado por religiones, tradiciones, civilizaciones y valores, no hay ni una sola cultura –hasta donde se sabe- que haya rechazado el saludo como forma esencial de interacción entre seres humanos. Se hace de muchas formas: con un apretón de manos, por medio del Námaste (saludo tradicional oriental), sacando la lengua (como los monjes tibetanos) o sencillamente con una pregunta: ¿cómo está usted hoy? Y sin importar la diversidad de ellos, todos tienen el mismo fin: hacer posible la vida en común, mejorar la convivencia, y hacer más armoniosa la vida por medio del reconocimiento del otro.

En plena era de reconciliación, perdón y diálogos, en el contexto del posconflicto y los acuerdos de paz, debemos ser, más que nunca, conscientes de nuestra responsabilidad frente a las relaciones interpersonales de las que somos parte. Muchos de los excombatientes armados que pasaron, si no toda, media vida en la guerra, intentarán reintegrarse a la vida civil. Y a lo que voy es que no solo debemos ser cordiales en nuestro trato con ellos, sino que debemos ser un ejemplo de convivencia en la vida cotidiana. Para ello, podemos empezar por nuestros espacios más cercanos: nuestro colegio, nuestra familia, nuestro barrio, nuestro trabajo, el círculo de amigos del que hacemos parte y demás ambientes sociales en que nos desarrollamos como individuos y miembros de una comunidad.

¿Cómo sería el ambiente de nuestra universidad si los estudiantes saludaran a sus docentes no solo en el aula sino cuando se los encuentran en la calle, si fueran más cordiales con sus compañeros, o, si los docentes respondieran al saludo de sus colegas, saludaran a las personas encargadas de hacer el aseo, preparar la comida, y de la seguridad de la institución? No nos limitemos únicamente a cumplir con los deberes académicos o laborales, o con un horario de trabajo o estudio. Seamos agentes de cambio, de mejoramiento y progreso en la dinámica social de nuestro país. Tan solo hay que parar, saludar y respirar.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

viernes, 23 de septiembre de 2016

La tregua olímpica



Cuando empiezan los Juegos Olímpicos se generaliza un espíritu de entusiasmo: la gente sigue, desde la madrugada hasta ya entrada la noche, las transmisiones que realizan los canales nacionales e internacionales de las competencias multidisciplinarias, en que miles de atletas representan a sus respectivos países. Hablamos de datos, de rasgos, de estrategias; y comenzamos a jugar también nosotros, haciendo apuestas olímpicas, y lanzando gritos de pódium para que nos escuchen y así podamos celebrar algo ese día.

Hoy, cuando dirigimos nuestra mirada hacia las pantallas y apreciamos los avances tecnológicos aplicados a las olimpiadas, ignoramos que, en un pasado remoto, estas competencias tenían un enfoque, si no contrario al de ahora, diferente. En primer lugar, existía una motivación religiosa: la clara intención de rendirle homenaje a Zeus, el dios de los dioses. No se sabe si por compromiso moral, tradición o miedo, pero el caso es que los griegos tenían dos pilares humanos fundamentales en los cuales basaban sus actividades: la virtud y la belleza. Las riquezas materiales quedaban en un segundo plano; se veían más como un recurso artificial, útil para la elaboración de bienes comunes, destinados al perfeccionamiento del hombre y al enaltecimiento de los dioses, que no eran más que brillantes representaciones de las dimensiones humanas y , a la vez, referentes superiores de vida.

Al igual que ahora, las olimpiadas se celebraban cada cuatro años y contaban con la participación de varios representantes de las polis griegas. Como Grecia no era un Imperio, no centralizaba sus riquezas en una ciudad específica, sino que le permitía a cada una establecer sus propias leyes, pensadas independientemente para la construcción de una sociedad justa y floreciente. Seguramente, cada ciudad tendría cierto nivel de especialidad en una disciplina específica, pero todas eran comunes durante el desarrollo de los juegos. Inicialmente, las disciplinas fueron cinco: carrera, salto, lanzamiento de jabalina, lanzamiento de disco, y lucha. Cada una de estas competencias estaba contenida en la gran prueba del Pentatlón, que le daba la gloria y el honor a quien resultara ganador, junto con la posibilidad de elegir una (o varias, dependiendo del apetito del atleta) de las griegas más hermosas, que quedaban atónitas con las capacidades deportivas y morales de los vencedores.

Lo del oro, la plata y el bronce no era muy común por esos tiempos; tampoco se les pagaban con grandes sumas de dinero a los deportistas. El máximo premio –en términos materiales- era una corona de hojas de olivo, fabricada por los mismos dioses, y que significaba el máximo honor para un atleta. El ideal era honor y gloria, no éxito y dinero. Por eso los griegos se esmeraban tanto en alcanzar la perfección estética y deportiva: para asemejarse más a sus dioses, para sentirlos más cerca, algo que poco tiene que ver con la tradición judeo-cristiana de la que somos parte.
Uno de los aspectos más llamativos de los Juegos Olímpicos en la antigüedad, radica en que durante las competencias se establecía una tregua general en todas las polis griegas. Dicha tregua era inviolable, y cualquier confrontación bélica tenía que ceder, al menos durante la celebración de los olímpicos. Lo curioso es que esta característica fue quedando relegada al olvido cuando la celebración deportiva tomó un carácter global, pues muchos conflictos internacionales han mantenido la misma intensidad sin importar que se encuentren o no en los Juegos Olímpicos. Siria, por ejemplo, es el referente más impactante para demostrar lo anterior: los bombardeos continuaron, las muertes se sucedieron una tras otra, y la violencia no ha disminuido un palmo, al contrario, el conflicto cada vez se agudiza más y el número de víctimas se incrementa.

Y no solamente me refiero a las guerras, sino a las situaciones críticas que viven los países en términos económicos, políticos o culturales. Tenemos el caso de Brasil, anfitrión de la última edición de los olímpicos, que realizó dicha celebración deportiva mientras su presidenta se encontraba suspendida por cargos de corrupción y una porción amplia de los ciudadanos se oponía al desarrollo de las olimpiadas en su país, pues no podían asimilar la alta inversión que estos significaban, justo cuando más dinero se requería en educación, infraestructura pública, salud y empleo. En ciertos puntos de las ciudades la situación se volvió casi incontrolable, pues la violencia en las favelas había llegado a niveles alarmantes y, por consiguiente, hubo que reforzar la seguridad en hoteles y escenarios deportivos. A lo anterior se le pueden sumar las amenazas enviadas por el grupo ISIS, pocos días antes de la inauguración, lo cual generó un ambiente de tensión e incertidumbre.


Caso contrario, podemos mencionar a Colombia, nuestro país, que por esas fechas ya estaba oficializando el acuerdo final entre las FARC y el Gobierno Nacional. No solo se estaba pactando una tregua temporal, sino permanente; un cese al fuego bilateral por parte de estos dos sectores, enfrentados desde hace más de 50 años. He ahí un reflejo de la paz: la mejor participación del país, cuantitativamente, en las justas olímpicas. No sé si será casualidad, causalidad o, sencillamente una ilusión animista por el contexto actual de Colombia, pero estoy seguro de no ser el único que lo notó. Ahora entiendo mejor a los griegos y su manera de ver las cosas, su respeto por los pactos y su devoción por la paz –aunque eran grandes guerreros-. Todo cobra sentido, está relacionado. Colombia lo sabe y también sus deportistas y ciudadanos. Vale la pena hacer una tregua, una permanente, olímpica. ¡Qué golazo!

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

jueves, 15 de septiembre de 2016

Lo que sentí en el Parque Nacional



Dedicado a Daniela Varela, Karen Tórres, Lucía Pineda y Nicolás Méndez

Cuando llegué estaba agitado, confuso, perdido, porque no recordaba con exactitud que ese día la cita era en Parque Nacional. Ese parque en donde confluye la historia y la actualidad, el amor y la violencia, los blancos y los negros, los indígenas y los mulatos, los paisas y los costeños. Ese lugar místico en donde tantas violaciones se han llevado a cabo y de donde han salido las marchas para rechazar los abusos y defender los derechos. Aquel lugar, predilecto para fumar marihuana o predicar el evangelio que, a lo mejor, es consecuencia de lo primero; y también para iniciar el amor, aunque también para terminarlo. Sí, por eso se llama Parque Nacional, porque allí se identifica el pueblo, la tierra, la gente.

Hacía apenas unos minutos, estaba conversando con la profesora Rosalba, quien me contó aspectos interesantes de su vida como estudiante universitaria y su experiencia con la literatura, que la hizo sufrir al principio, porque estaba muy confiada y se estrelló con la realidad. Cuando terminamos de hablar, concluyendo con el tema de un blog que escribo en Internet, al cual ella le deseo éxitos, me dirigí hacia el aula donde habitualmente desarrollamos la clase de crónica, pero no encontré a nadie, ni un compañero ni un profesor, estaba más solo que una Iglesia en un pueblo de ateos. Al poco tiempo sentí la vibración de mi celular en mi muslo izquierdo, que se contrajo por la incertidumbre de la llamada, que podía ser de mi mamá o del director del programa de radio en que trabajo, quien por esos día estaba muy afanado y podía requerir de mí para hacer algún contacto o actualizar el portal de noticias. Contesté el teléfono, me pareció oír la voz de Daniela, pero era Karen, así que tuve que disculparme porque la confundí y me dio pena. Karen me dijo que qué había pasado,  que por qué no había llegado, que me estaban esperando; le respondí que estaba solucionando un asunto importante, y que ya iba para allá, subiendo por la calle 39, sobre la avenida Caracas.

Caminé rápido, pensando en que quizá, si el profesor no estaba de humor, me pondría falla en la lista de asistencia, y terminaría con un promedio regular. Afortunadamente, tan solo hasta ese momento, se habían dado algunas instrucciones, y todos mis compañeros estaban deambulando por el parque, buscando alguna historia que contar, alguna rara avis que llamara la atención sobre todo lo demás. Vi de lejos a mi grupo, en una parte las tres chicas: Daniela, Karen y Lucia; y como a 10 metros de ellas a Nicolás, que observaba inmutado la inscripción del reloj del parque, del cual se dice que no funciona desde hace más de diez años, y que dejó de observar cómo el mundo se desvanece entre injusticias y guerras, y cómo cada día nos hacemos más viejos, sin hacer un alto en el camino para poder notarlo.

“Y así se hizo Colombia” le dije a Nicolás, que aún no me había visto, por estar embelesado con la inscripción del viejo marcatiempo. Me volteó a mirar, y sin mostrar mucha sorpresa, me replicó con la cabeza que sí. En ese momento fuimos al encuentro de nuestras amigas y del profesor, que estaba no muy lejos de ellas. Las saludé, les insinué un coqueteo descarado y propuse caminar por el parque, solo observando, conversando, respirando, para descansar, que luego nos saldría algo para escribir. Estábamos cansados, era jueves y veníamos de jornadas intensas, de modo que decidimos tomarnos ese tiempo para conversar y descansar. Caminamos hacia la fuente y nos quedamos un rato hablando de amistades perdidas, de esas que dicen que serán para siempre, y luego se escurren como jabón entre las manos.

Escuchamos un ruido, como de chapuceo; volteamos a mirar qué era y nos encontramos con una sorpresa grata. Un hombre, de piel más blanca que morena, de cabello largo hacia abajo pero con entradas en el frente, muy flaco por la falta de alimentos, se estaba bañando con el agua helada de la alberca de la que beben las palomas. Resoplaba, no de calor sino de frío, y se reía como si el líquido le produjera una sensación de cosquilleo, que se expandía por su cuerpo, haciendo picardías en sus axilas o su cuello, o cualquier otra zona erógena, más sensible en mujeres que en hombres, pero el sexo es el sexo, y siempre es susceptible. Lo saludamos de lejos, al notar que su mirada se dirigía, inevitablemente, hacia nosotros. Daniela, que es siempre tan cautelosa, nos murmuró entre dientes que mejor nos fuéramos, que no era muy bueno quedarnos a hablar con un extraño, que podía ser peligroso. Yo pensé en que podía tener razón, pero de todos modos éramos cinco, y el hombre estaba solo, con una sonrisa, feliz como un perro que se revuelca en el agua en medio de un día caluroso.

Me acerqué a él, lo saludé, y de inmediato me sentí en confianza, notando que existía un vínculo como familiar, cercano. Me dijo que el agua estaba rica, que qué alivio. Me reí un poco y le estreché la mano; él accedió y me pidió algo de comer, pero sin ese tono intimidante que tienen algunos en la calle, amenazante, como de “deme o le doy”. Le dije que no tenía efectivo, pero que tenía comida en mi maleta. Saqué de mi morral unas galletas y una caja de jugo. Mientras le entregaba la comida le pregunté de dónde era, pues su acento no era de por acá, de la Sabana cundiboyacense, sino de por allá, de los montes cafeteros, del eje. Efectivamente, el hombre era de Armenia, y lo mejor de todo es que había llegado a Bogotá caminando, como cuando el filósofo antioqueño Fernando González se fue a pie hasta Manizales, partiendo de su natal Envigado.

Lucía también le ofreció comida, mucha más de la que yo le di. Ella es muy generosa y poco se guarda para sí misma, siempre nos invita, nos abre las puertas de su casa y de su corazón; a veces le digo que no se deje dar tanto el sol, porque los caramelos se derriten y luego es un problema despegarlos del suelo. A veces se expone mucho, siempre por dar lo mejor de sí o, mejor dicho, por darse a sí misma, sin garantías ni prestaciones. Gracias a la amistad de Lucía uno puede respirar cuando se viene ahogando en problemas, en desasosiegos o incertidumbres. Ahí sentí algo raro, como si por primera vez hubiera sido capaz de notar la generosidad de Lucía, y cómo su índole le brindaba al mundo una nueva oportunidad de confiar y de renovarse. Sentí un peso místico, desorbitante, que provenía del aura de ese espeso lugar, donde meses antes había estado tocando la guitarra y cantando con mi viejo amigo Maicol, que se cambió de universidad y también de amigos; pero ni que yo fuera bobo, yo también tengo amigos y muy buenos.

Me quedé conversando con el hombre, quien me contó que en Armenia estaban haciendo limpieza, no de la buena sino de la cruel, de la que se hace a oscuras, cuando casi todo el mundo está dormido, y que desaparece, de la noche a la mañana, los rostros que la gente, aunque no lo note mucho, se acostumbra a ver en la calle. Bogotá no era la excepción, y por eso nuestro querido caminante estaba pensando para dónde coger, porque aquí en Bogotá nos creen tan ingenuos a los ciudadanos, que pretenden ocultarnos la infamia de las injusticias, de la autoridad. Todos los días, cuando me dirijo a la universidad, observo a los habitantes de la calle cuando se levantan en la 39, después de una noche fría y mordaz, y ahora andan por toda la ciudad, los mismos que sacaron del Bronx y que le dieron a nuestro amado Alcalde gringo una buena razón para decir que es mejor que Petro, el comunista. Al final, cuando ya se había vestido y colgado su maleta, le di un abrazo, le desee suerte, buen viento y buena mar, como decíamos en el Colegio de la Armada. Le pregunté su nombre y le dije que pronto lo volvería a ver, para charlar y contar historias. Hasta ahora no he cumplido mi promesa, pues no he vuelto por allá. Así soy yo: me emociono, digo cosas, prometo y, cuando se me pasa, no cumplo, se me olvida todo. Sin más, volví con mis amigos, me senté con ellos, le di la cara al sol y me quedé viendo a los músicos negros que grababan un video de música salsa, riendo y cantando.


Fue por esos amigos que resolví seguir adelante, asumir el riesgo, continuar con entusiasmo mis estudios, pues por esos días me sentía opacado, perdido. No había logrado ajustar un orden, veía oscuro. Fue ahí arriba donde reconocí el valor de mis compañeros, que me han sostenido y aguantado todos estos meses, me han dado consejos y me han prestado sus oídos para desembocar mis angustias y mis inseguridades, a pesar de que me repiten que siempre me perciben muy seguro. Yo nunca les digo nada, o muy poco. Me da miedo exponerme tanto; me gusta blindarme, proteger mi corazón. Los quiero, pero no se los digo. Solo lo siento, lo asimilo, lo guardo y lo escribo, así como guardé el nombre del hombre que se bañaba en la fuente: Carlos Andrés, paisano mío, a tres horas de Manizales en carro, amigo lejano, amante de la vida, aventurero, rey de su existencia. “Nos vemos pronto, lo saludo mi hermano, abrazos”.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores