Dedicado a Daniela Varela, Karen Tórres, Lucía Pineda y Nicolás Méndez
Cuando
llegué estaba agitado, confuso, perdido, porque no recordaba con exactitud que
ese día la cita era en Parque Nacional. Ese parque en donde confluye la
historia y la actualidad, el amor y la violencia, los blancos y los negros, los
indígenas y los mulatos, los paisas y los costeños. Ese lugar místico en donde
tantas violaciones se han llevado a cabo y de donde han salido las marchas para
rechazar los abusos y defender los derechos. Aquel lugar, predilecto para fumar
marihuana o predicar el evangelio que, a lo mejor, es consecuencia de lo
primero; y también para iniciar el amor, aunque también para terminarlo. Sí,
por eso se llama Parque Nacional, porque allí se identifica el pueblo, la
tierra, la gente.
Hacía
apenas unos minutos, estaba conversando con la profesora Rosalba, quien me
contó aspectos interesantes de su vida como estudiante universitaria y su
experiencia con la literatura, que la hizo sufrir al principio, porque estaba
muy confiada y se estrelló con la realidad. Cuando terminamos de hablar,
concluyendo con el tema de un blog que escribo en Internet, al cual ella le
deseo éxitos, me dirigí hacia el aula donde habitualmente desarrollamos la
clase de crónica, pero no encontré a nadie, ni un compañero ni un profesor,
estaba más solo que una Iglesia en un pueblo de ateos. Al poco tiempo sentí la
vibración de mi celular en mi muslo izquierdo, que se contrajo por la
incertidumbre de la llamada, que podía ser de mi mamá o del director del
programa de radio en que trabajo, quien por esos día estaba muy afanado y podía
requerir de mí para hacer algún contacto o actualizar el portal de noticias.
Contesté el teléfono, me pareció oír la voz de Daniela, pero era Karen, así que
tuve que disculparme porque la confundí y me dio pena. Karen me dijo que qué había
pasado, que por qué no había llegado,
que me estaban esperando; le respondí que estaba solucionando un asunto
importante, y que ya iba para allá, subiendo por la calle 39, sobre la avenida
Caracas.
Caminé
rápido, pensando en que quizá, si el profesor no estaba de humor, me pondría
falla en la lista de asistencia, y terminaría con un promedio regular.
Afortunadamente, tan solo hasta ese momento, se habían dado algunas
instrucciones, y todos mis compañeros estaban deambulando por el parque,
buscando alguna historia que contar, alguna rara
avis que llamara la atención sobre todo lo demás. Vi de lejos a mi grupo,
en una parte las tres chicas: Daniela, Karen y Lucia; y como a 10 metros de
ellas a Nicolás, que observaba inmutado la inscripción del reloj del parque,
del cual se dice que no funciona desde hace más de diez años, y que dejó de
observar cómo el mundo se desvanece entre injusticias y guerras, y cómo cada
día nos hacemos más viejos, sin hacer un alto en el camino para poder notarlo.
“Y
así se hizo Colombia” le dije a Nicolás, que aún no me había visto, por estar
embelesado con la inscripción del viejo marcatiempo. Me volteó a mirar, y sin
mostrar mucha sorpresa, me replicó con la cabeza que sí. En ese momento fuimos
al encuentro de nuestras amigas y del profesor, que estaba no muy lejos de
ellas. Las saludé, les insinué un coqueteo descarado y propuse caminar por el
parque, solo observando, conversando, respirando, para descansar, que luego nos
saldría algo para escribir. Estábamos cansados, era jueves y veníamos de
jornadas intensas, de modo que decidimos tomarnos ese tiempo para conversar y
descansar. Caminamos hacia la fuente y nos quedamos un rato hablando de
amistades perdidas, de esas que dicen que serán para siempre, y luego se
escurren como jabón entre las manos.
Escuchamos
un ruido, como de chapuceo; volteamos a mirar qué era y nos encontramos con una
sorpresa grata. Un hombre, de piel más blanca que morena, de cabello largo
hacia abajo pero con entradas en el frente, muy flaco por la falta de alimentos,
se estaba bañando con el agua helada de la alberca de la que beben las palomas.
Resoplaba, no de calor sino de frío, y se reía como si el líquido le produjera
una sensación de cosquilleo, que se expandía por su cuerpo, haciendo picardías
en sus axilas o su cuello, o cualquier otra zona erógena, más sensible en
mujeres que en hombres, pero el sexo es el sexo, y siempre es susceptible. Lo
saludamos de lejos, al notar que su mirada se dirigía, inevitablemente, hacia
nosotros. Daniela, que es siempre tan cautelosa, nos murmuró entre dientes que
mejor nos fuéramos, que no era muy bueno quedarnos a hablar con un extraño, que
podía ser peligroso. Yo pensé en que podía tener razón, pero de todos modos
éramos cinco, y el hombre estaba solo, con una sonrisa, feliz como un perro que
se revuelca en el agua en medio de un día caluroso.
Me
acerqué a él, lo saludé, y de inmediato me sentí en confianza, notando que
existía un vínculo como familiar, cercano. Me dijo que el agua estaba rica, que
qué alivio. Me reí un poco y le estreché la mano; él accedió y me pidió algo de
comer, pero sin ese tono intimidante que tienen algunos en la calle,
amenazante, como de “deme o le doy”. Le dije que no tenía efectivo, pero que
tenía comida en mi maleta. Saqué de mi morral unas galletas y una caja de jugo.
Mientras le entregaba la comida le pregunté de dónde era, pues su acento no era
de por acá, de la Sabana cundiboyacense, sino de por allá, de los montes
cafeteros, del eje. Efectivamente, el hombre era de Armenia, y lo mejor de todo
es que había llegado a Bogotá caminando, como cuando el filósofo antioqueño
Fernando González se fue a pie hasta Manizales, partiendo de su natal Envigado.
Lucía
también le ofreció comida, mucha más de la que yo le di. Ella es muy generosa y
poco se guarda para sí misma, siempre nos invita, nos abre las puertas de su
casa y de su corazón; a veces le digo que no se deje dar tanto el sol, porque
los caramelos se derriten y luego es un problema despegarlos del suelo. A veces
se expone mucho, siempre por dar lo mejor de sí o, mejor dicho, por darse a sí
misma, sin garantías ni prestaciones. Gracias a la amistad de Lucía uno puede
respirar cuando se viene ahogando en problemas, en desasosiegos o
incertidumbres. Ahí sentí algo raro, como si por primera vez hubiera sido capaz
de notar la generosidad de Lucía, y cómo su índole le brindaba al mundo una
nueva oportunidad de confiar y de renovarse. Sentí un peso místico,
desorbitante, que provenía del aura de ese espeso lugar, donde meses antes
había estado tocando la guitarra y cantando con mi viejo amigo Maicol, que se
cambió de universidad y también de amigos; pero ni que yo fuera bobo, yo
también tengo amigos y muy buenos.
Me
quedé conversando con el hombre, quien me contó que en Armenia estaban haciendo
limpieza, no de la buena sino de la cruel, de la que se hace a oscuras, cuando
casi todo el mundo está dormido, y que desaparece, de la noche a la mañana, los
rostros que la gente, aunque no lo note mucho, se acostumbra a ver en la calle.
Bogotá no era la excepción, y por eso nuestro querido caminante estaba pensando
para dónde coger, porque aquí en Bogotá nos creen tan ingenuos a los ciudadanos,
que pretenden ocultarnos la infamia de las injusticias, de la autoridad. Todos
los días, cuando me dirijo a la universidad, observo a los habitantes de la
calle cuando se levantan en la 39, después de una noche fría y mordaz, y ahora
andan por toda la ciudad, los mismos que sacaron del Bronx y que le dieron a
nuestro amado Alcalde gringo una buena razón para decir que es mejor que Petro,
el comunista. Al final, cuando ya se había vestido y colgado su maleta, le di
un abrazo, le desee suerte, buen viento y buena mar, como decíamos en el Colegio
de la Armada. Le pregunté su nombre y le dije que pronto lo volvería a ver,
para charlar y contar historias. Hasta ahora no he cumplido mi promesa, pues no
he vuelto por allá. Así soy yo: me emociono, digo cosas, prometo y, cuando se
me pasa, no cumplo, se me olvida todo. Sin más, volví con mis amigos, me senté
con ellos, le di la cara al sol y me quedé viendo a los músicos negros que
grababan un video de música salsa, riendo y cantando.
Fue
por esos amigos que resolví seguir adelante, asumir el riesgo, continuar con entusiasmo
mis estudios, pues por esos días me sentía opacado, perdido. No había logrado
ajustar un orden, veía oscuro. Fue ahí arriba donde reconocí el valor de mis
compañeros, que me han sostenido y aguantado todos estos meses, me han dado
consejos y me han prestado sus oídos para desembocar mis angustias y mis
inseguridades, a pesar de que me repiten que siempre me perciben muy seguro. Yo
nunca les digo nada, o muy poco. Me da miedo exponerme tanto; me gusta
blindarme, proteger mi corazón. Los quiero, pero no se los digo. Solo lo
siento, lo asimilo, lo guardo y lo escribo, así como guardé el nombre del
hombre que se bañaba en la fuente: Carlos Andrés, paisano mío, a tres horas de
Manizales en carro, amigo lejano, amante de la vida, aventurero, rey de su
existencia. “Nos vemos pronto, lo saludo mi hermano, abrazos”.
Juan Hernany Romero C.