jueves, 21 de julio de 2022

Satanismo y pragmatismo

 


Si hay un concepto susceptible de ser relativizado es, sin lugar a dudas, el satanismo. Esto porque puede ser aprehendido como una postura filosófica que, en su corpus, se acerca más al ateísmo, pero utiliza, lejos de toda iconoclasia, una simbología con la que se busca enarbolar la libertad del hombre y la rebeldía contra todo lo que convencionalmente ha sido denominado sagrado. Esta interpretación del satanismo se expandió con relativo éxito durante la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos, llegando a otras partes del mundo. Colombia no se quedó del todo por fuera.

Hay otro satanismo que no niega la existencia de deidades o entidades sobrenaturales. Hay allí multiplicidad de caminos y ramificaciones que los verdaderos iniciados sabrán diferenciar. Sin embargo, haciendo alusión a las síntesis hegelianas o a los consensos kantianos (tanto Hegel como Kant bebieron de sus predecesores filósofos para presentar nuevos postulados) creo que puede llegarse a una interpretación del satanismo que combine lo simbólico con lo práctico (entendiendo esto último desde una concepción mística) pues, al final, desde una subjetividad bien condimentada de cultura y formada en un criterio sólido se pueden establecer nuevas interpretaciones prácticas que contribuyan al mejoramiento de la vida de quien piensa y hace.

Pero en cualquiera de los dos casos mencionados (ahora tres) el sentido común debería imperar en todo momento. Si a Satanás se le ha identificado con alguna cualidad a lo largo de la historia, esta es sin duda la astucia. El satanismo bien aplicado, en cualquiera de los niveles en que se haga, debería llevar a la persona a abrir caminos prácticos para la realización de sus propósitos. Sobre esto último, resulta prudente anotar que, si bien el satanismo se aleja de toda moral de origen religioso, no debería dejar de lado la ética, una ética civil que facilite la convivencia entre los seres humanos y su relación con su entorno vital.

Contrario a ese pragmatismo y a esa ética civil (muy pragmática si se le observa bien) es el radicalismo y la necedad de quienes ven en el satanismo una excusa para comportarse como inadaptados sociales, incapaces de toda conciliación, intolerantes a la diferencia y, con toda seguridad, con un desarrollo personal tan nulo que se escudan en un concepto complejo para ganar algún tipo de notoriedad.

De allí que el llamado de algunos a rechazar el “Dios te bendiga” de una mamá o un abuelo me parezca inaceptable. ¿Un verdadero satanista, inteligente, estaría dispuesto a dañar las relaciones con familiares y seres amados solo para mostrarse como alguien irreverente y especial? La respuesta es clara: no. Un satanista, primero, no ofendería a un ser amado, pues reconoce el valor de la lealtad por encima de todo y, segundo, no complejizaría inútilmente sus relaciones sociales; por el contrario, busca hacerlas más fáciles, prácticas y, en la medida de lo posible, felices.

Un “Dios te bendiga”, para un satanista ilustrado y lúcido, no es una ofensa. Es, sencillamente, la manera en que un creyente en dios le hace saber a un semejante que le importa, que lo ama o que le desea lo mejor. Si alguien quiere acercarse al satanismo, pero no es capaz de asimilar algo tan sencillo como lo anteriormente mencionado, mejor que no quebrante sus ojos ni su menguado entendimiento en otras cuestiones que, como es natural, exigirán bastante de la comprensión y del intelecto del “iniciado”, acudiendo a palabras más cercanas al hermetismo, por donde debería comenzar todo, al menos en un sentido espiritual.

Juan Hernany Romero C. 
@SectaDeLectores


martes, 14 de junio de 2022

La trascendente banalidad de pensar

 

La barca de Caronte, según J. Benlliure (Mueso de Bellas Artes, Valencia)

“Las palabras son las mariposas del cerebro” (Víctor Raúl Jaramillo).

A Víctor Raúl Jaramillo lo conocí en 2017 en Bogotá cuando vino a participar de un conversatorio sobre la relación entre el Ultra Metal de Medellín y el Black Metal noruego. No tenía yo entonces el pelo largo de ahora ni algunas experiencias que hoy me permiten hacer una exégesis distinta de ‘Pensar la muerte y la vida y otras banalidades’, texto editado por La Valija de Fuego, el cual me vine a encontrar en la más reciente Feria del Libro de Bogotá.

Aunque ya había leído a ‘Piolín’ –así se le conoce en la escena del metal- en ‘Erótica como ética’, es en el texto mencionado más arriba que el poeta antioqueño establece una categorización más amplia de conceptos y asume un tono más profético, desembocando en un rugido que pide, con devoción, un cambio y un viro de la humanidad hacia la bondad. En eso me recordó a Rusell y su ‘Credo del hombre libre’, texto que le hubiera gustado mucho a Cándido, aquel personaje de Voltaire que tan vívimante retrató el literato de la Ilustración.

Lo primero que menciona Jaramillo es que se puede incurrir en un pleonasmo o, cuando menos, un sinsentido cuando se exige o se pide alguna transformación de la realidad. “Siempre estamos transformando”, afirma y en ello se acerca a Nietzsche, que habló de las dinámicas vitales, de la necesidad de las muertes para dar paso a otras vidas, a otras creaciones, a otros movimientos. Contrario a quienes, en un reduccionismo vergonzoso, afirman que Nietzsche representa el nihilismo, habrá que recordar que más vitalista que el filológo de Röcken no ha habido.

Ahora bien, que haya una transformación constante no quiere decir necesariamente que esta responda a un interés evolutivo o constructivo. Por ello, creo, insistió Jaramillo en plantear una invitación al final del texto. Una invitación a subvertir los valores tradicionales por unos más empáticos; a dudar de los discursos hegemónicos que, de una u otra manera, han propiciado ambientes violentos y represivos en el mundo; a promover la solidaridad, la generosidad, el humanismo. Una invitación al cambio.

Si todos los escritores (se supone) tienen un mensaje sobre la vida y la existencia, ¿cuál es el de Víctor Raúl Jaramillo? Más allá de sus frases elaboradas y su cercanía conceptual a la filosofía, yo me atrevo a decir que el poeta ofrece un camino pragmático para vivir mejor, más cerca de nosotros mismos, con más posibilidades de realización. Pero eso sí, una realización no necesariamente sujeta a los estándares oficiales del éxito, la prosperidad y el progreso.

“Pretendemos continuidad a cualquier precio y no aceptamos que hay cosas que no dependen de nosotros y debemos dejarlas pasar de largo. Pero hay otras que sí y entonces hay que tomar cartas en el asunto. Saber la diferencia es lo que yo siento que es la libertad”, señala Víctor Raúl, recordándome a otro pragmatista, no solo de la vida sino de su idioma, Ernest Hemingway, quien hablaba de la importancia de entrenarse en no preocuparse sino en buscar soluciones y que, si algo no tenía solución, ¿entonces para qué preocuparse?

Fernando Savater es uno de los divulgadores filosóficos que, en español, ha reconocido que el ideal del Nietzsche en torno al ‘Übermensch’, o Superhombre, es casi imposible y absolutamente intransigente con quien lo asuma. De ahí que resulte tan lógico irse a transitar por los senderos de Dionisio, que a veces atrapa a la gente en las sórdidas y esplendorosas calles de la zona de tolerancia de Bogotá o en las cantinas más efusivas de Antioquia, donde el trago se toma con la verraquera de los montañeros que abren monte a punta de machete y alpargata.

Tanta razón (razón de ciencia, de instinto filosófico, de pensamiento) debería, en últimas, ser compensada por buenas dosis de hedonismo que, entre las virtudes cultivadas, haga resonar la invitación de Baudelaire: embriágate, de lo que sea, de vino, de poesía, de virtud. ¡Pero embriágate!

Es común oír cómo muchos justifican en los excesos de la embriaguez o el disfrute de la vida por medio de los sentidos con la locura de alguien. (Qué cerca volvemos a estar de Nietzsche). Locura es el otro concepto que se engloba en el microuniverso que tejió Piolín para su análisis de la muerte, la vida y otras banalidades de esas. Llama la atención que observe en la locura no un estado patológico de la mente, sino un estado transitorio que facilite la observación de la realidad desde perspectivas no experimentadas cotidianamente. La locura como lucidez extrema y estimulada. La locura como acceso de un genio intermitente que se revela cuando así lo considere. La locura, aunque algo trillado el tema, de Don Quijote. O de Nietzsche, que enloqueció por el dolor del mundo, de un caballo.

La muerte no es vista en este caso como el hecho trágico al que muchos, entre quienes me incluyo, le temen. La muerte es el aderezo más importante de la vida. “Sin la muerte no habría filosofía ni artes ni ciencia; no habría posibilidad de movimiento, no tendríamos el ánimo de ir tras nuestros sueños. Y lo más importante, no existirían amantes dulces e ingrávidos circulando por los terrenos del ardor y el entusiasmo”, afirma. 

Por estas y otras palabras alguna vez que pidieron a Piolín que hiciera las veces de Papa Negro, de pastor del rebaño oscuro. Pero, ¿qué sentido podría tener la vida y la obra de un hombre si es solo para representar la continuidad de un legado, por más valioso que este sea? (La vigencia de las letras de Héctor Escobar Gutiérrez es un hecho al menos constatable en mi propio interés). Razón tuvo el esteta de Sonsón en rechazar aquel ofrecimiento y seguir adelante, tecleando, cantando, existiendo.

Juan Hernany Romero C. 

@SectaDeLectores