martes, 14 de junio de 2022

La trascendente banalidad de pensar

 

La barca de Caronte, según J. Benlliure (Mueso de Bellas Artes, Valencia)

“Las palabras son las mariposas del cerebro” (Víctor Raúl Jaramillo).

A Víctor Raúl Jaramillo lo conocí en 2017 en Bogotá cuando vino a participar de un conversatorio sobre la relación entre el Ultra Metal de Medellín y el Black Metal noruego. No tenía yo entonces el pelo largo de ahora ni algunas experiencias que hoy me permiten hacer una exégesis distinta de ‘Pensar la muerte y la vida y otras banalidades’, texto editado por La Valija de Fuego, el cual me vine a encontrar en la más reciente Feria del Libro de Bogotá.

Aunque ya había leído a ‘Piolín’ –así se le conoce en la escena del metal- en ‘Erótica como ética’, es en el texto mencionado más arriba que el poeta antioqueño establece una categorización más amplia de conceptos y asume un tono más profético, desembocando en un rugido que pide, con devoción, un cambio y un viro de la humanidad hacia la bondad. En eso me recordó a Rusell y su ‘Credo del hombre libre’, texto que le hubiera gustado mucho a Cándido, aquel personaje de Voltaire que tan vívimante retrató el literato de la Ilustración.

Lo primero que menciona Jaramillo es que se puede incurrir en un pleonasmo o, cuando menos, un sinsentido cuando se exige o se pide alguna transformación de la realidad. “Siempre estamos transformando”, afirma y en ello se acerca a Nietzsche, que habló de las dinámicas vitales, de la necesidad de las muertes para dar paso a otras vidas, a otras creaciones, a otros movimientos. Contrario a quienes, en un reduccionismo vergonzoso, afirman que Nietzsche representa el nihilismo, habrá que recordar que más vitalista que el filológo de Röcken no ha habido.

Ahora bien, que haya una transformación constante no quiere decir necesariamente que esta responda a un interés evolutivo o constructivo. Por ello, creo, insistió Jaramillo en plantear una invitación al final del texto. Una invitación a subvertir los valores tradicionales por unos más empáticos; a dudar de los discursos hegemónicos que, de una u otra manera, han propiciado ambientes violentos y represivos en el mundo; a promover la solidaridad, la generosidad, el humanismo. Una invitación al cambio.

Si todos los escritores (se supone) tienen un mensaje sobre la vida y la existencia, ¿cuál es el de Víctor Raúl Jaramillo? Más allá de sus frases elaboradas y su cercanía conceptual a la filosofía, yo me atrevo a decir que el poeta ofrece un camino pragmático para vivir mejor, más cerca de nosotros mismos, con más posibilidades de realización. Pero eso sí, una realización no necesariamente sujeta a los estándares oficiales del éxito, la prosperidad y el progreso.

“Pretendemos continuidad a cualquier precio y no aceptamos que hay cosas que no dependen de nosotros y debemos dejarlas pasar de largo. Pero hay otras que sí y entonces hay que tomar cartas en el asunto. Saber la diferencia es lo que yo siento que es la libertad”, señala Víctor Raúl, recordándome a otro pragmatista, no solo de la vida sino de su idioma, Ernest Hemingway, quien hablaba de la importancia de entrenarse en no preocuparse sino en buscar soluciones y que, si algo no tenía solución, ¿entonces para qué preocuparse?

Fernando Savater es uno de los divulgadores filosóficos que, en español, ha reconocido que el ideal del Nietzsche en torno al ‘Übermensch’, o Superhombre, es casi imposible y absolutamente intransigente con quien lo asuma. De ahí que resulte tan lógico irse a transitar por los senderos de Dionisio, que a veces atrapa a la gente en las sórdidas y esplendorosas calles de la zona de tolerancia de Bogotá o en las cantinas más efusivas de Antioquia, donde el trago se toma con la verraquera de los montañeros que abren monte a punta de machete y alpargata.

Tanta razón (razón de ciencia, de instinto filosófico, de pensamiento) debería, en últimas, ser compensada por buenas dosis de hedonismo que, entre las virtudes cultivadas, haga resonar la invitación de Baudelaire: embriágate, de lo que sea, de vino, de poesía, de virtud. ¡Pero embriágate!

Es común oír cómo muchos justifican en los excesos de la embriaguez o el disfrute de la vida por medio de los sentidos con la locura de alguien. (Qué cerca volvemos a estar de Nietzsche). Locura es el otro concepto que se engloba en el microuniverso que tejió Piolín para su análisis de la muerte, la vida y otras banalidades de esas. Llama la atención que observe en la locura no un estado patológico de la mente, sino un estado transitorio que facilite la observación de la realidad desde perspectivas no experimentadas cotidianamente. La locura como lucidez extrema y estimulada. La locura como acceso de un genio intermitente que se revela cuando así lo considere. La locura, aunque algo trillado el tema, de Don Quijote. O de Nietzsche, que enloqueció por el dolor del mundo, de un caballo.

La muerte no es vista en este caso como el hecho trágico al que muchos, entre quienes me incluyo, le temen. La muerte es el aderezo más importante de la vida. “Sin la muerte no habría filosofía ni artes ni ciencia; no habría posibilidad de movimiento, no tendríamos el ánimo de ir tras nuestros sueños. Y lo más importante, no existirían amantes dulces e ingrávidos circulando por los terrenos del ardor y el entusiasmo”, afirma. 

Por estas y otras palabras alguna vez que pidieron a Piolín que hiciera las veces de Papa Negro, de pastor del rebaño oscuro. Pero, ¿qué sentido podría tener la vida y la obra de un hombre si es solo para representar la continuidad de un legado, por más valioso que este sea? (La vigencia de las letras de Héctor Escobar Gutiérrez es un hecho al menos constatable en mi propio interés). Razón tuvo el esteta de Sonsón en rechazar aquel ofrecimiento y seguir adelante, tecleando, cantando, existiendo.

Juan Hernany Romero C. 

@SectaDeLectores