Un espacio para los inconformes, los idealistas, los soñadores, los locos, los que se resisten a la mediocridad contemporánea, los que no ven una sola realidad, los que no aceptan verdades absolutas, los delirantes, los angustiados, los entusiastas.
Aquí hablo de lo que amo y de lo que puedo llegar a odiar, de lo que invoca mis pasiones, de lo que abstrae mis sueños y de lo que se hace un lugar en algún rincón de la mente.
Faltan
diez minutos para salir y la billetera no aparece. El afán sofoca, pero así no
se puede ir. Entonces, comienza usted a esculcarse por todos lados, se saca los
bolsillos, se palpa las nalgas, se quita la chaqueta, y vuelve a repetir ese mismo
procedimiento dos o tres veces más. Nada. Que revise pues el abrigo que tenía
puesto ayer, sugieren desde el otro cuarto, pero allí tampoco hay nada. Queda
entonces la maleta. A sacar todo lo que ya tenía listo a ver si encuentra los
documentos, pero lo que empiezan a salir son papeles viejos, arrugados, rayados
e impúdicos poemas de bus con súbitas interpretaciones de la sexualidad en el
transporte público. La billetera tampoco está allí y las posibilidades
comienzan a agotarse. La desesperación es inminente y la sola idea de pensar
que perdió los documentos en la calle le resulta insoportablemente angustiante.
La
cuestión es cruel pero simple: si usted no tiene sus papeles no es nadie, no
existe y no tiene ninguna posibilidad de defenderse ante cualquier
eventualidad. No puede entrar a ningún sitio, nadie le va creer nada, está
bloqueado. No queda de otra, a segur buscando. Siga tocándose, tóquese todo el
cuerpo, suba, baje, atrás, adelante, a los lados; tóquese hasta que se excite,
pero no se consienta porque no tiene tiempo, no alcanza y tampoco lo va a
disfrutar. Mientras no sea nadie no lo va a poder disfrutar porque el sujeto
que lleva a cabo el acto en la imaginación tiene que ser alguien, y sin cédula
eso no es posible.
Sin
embargo, como es usted un tipo de terquedad empedernida, no se podrá resistir y
dirá que lo necesita, que el estrés se lo está tragando y que así no puede
continuar su búsqueda. Se mete entonces al baño, cierra la puerta y respira
agitadamente. Con los dedos temblorosos y las uñas recién cortadas desabrocha
desesperadamente su cinturón y se desabotona también el jean. Desinhibidamente, en la
privacidad de ese territorio que no es de nadie pero de momento es trono suyo,
se saca la herramienta y se da al gratificante ejercicio de liberar cuanto haya
de reprimido en el menudo movimiento del cinco contra uno.
Cuando
haya terminado, si algo de pudor tiene, va a limpiar lo que dejó. Nada difícil.
Sin embargo, a pesar de haber liberado algunas pulsiones, su problema prevalece:
sigue sin ser nadie. Se apoyará de brazos contra el mesón del lavamanos y
tomará un suspiro que deje entrever lo solo que se siente, lo vulnerable que
es. Se volverá a arreglar la ropa y tratará de encontrar ánimo. Pero cuando
levante la vista y encuentre su propia imagen en el espejo, ya desgastada por
los años y los atropellos de la existencia, sentirá un estupor profundo que le
arda en el corazón, pero luego le dará igual porque sabe que no importa. No
importa porque solo es un reflejo y eso no es nada. Y para rematar es el
reflejo de un don nadie. Es la nada de nadie, la nada de nada.
Dubitativo,
tratará de reconocer la efigie que tiene en frente suyo, pero ya no le
encontrará ningún sentido. Eso que estará viendo no será más que una imagen
trastocada por el tiempo, un mamarracho innoble que se burla de su pasado que
ya no es suyo y que jamás va a volver a tener. Se acordará de su presente y,
sin que el tiempo pueda ya afectarle, con un montón de reproches desparramados
y aglutinados en el reflejo, dirá, muy al modo de Vallejo, “¿Quién es este
viejo hijueputa? ¿Quién es? No lo reconozco. ¿Quién es este viejo hijueputa que
estoy viendo ahí?”.
Bajo
la monotonía inerte del trajinado devenir, perdí la sonrisa que me armaba
contra las inclemencias de la existencia. La escasa paciencia que habitaba en
mí se fue perdiendo al igual que el rumbo que creía tener. La visión borrosa
del mundo me confundió sobre una realidad que no encontré nunca y ahora no me
importa más. Harto de trastornos y locuras decidí que ya nada existía, que
jamás hubo luz en ninguna parte ni momento de la vida. Tal vez solo hacía falta
despertar, salir del sueño profundo en el que había caído sin notarlo y sin que
nadie me consultara. Al fin y al cabo el viaje iba a continuar y yo no estaba
dispuesto a seguir.
Conversando
con un viajero, comprendí que también hay alegría más allá de las sonrisas.
Poco encaja esta alegría en la sociedad ultrarazonada que metió todo en un
pedantesco catálogo de almacén. Con el tiempo pasando bajo mis piernas y aquel
caminante vivo enfrente mío, me detuve un momento, embalsamado por la angustia
de mis visiones, y me entregué al abandono de las metas y los proyectos que la
ilusión propaga en los instantes del inicio. El viento arreciaba con su
cigarrillo y se llevaba los fragmentos de su placer. El rojo tintineante del
cigarro se prendía con más frecuencia y lo que antes fuera sólido ahora se desvanecía
en el aire.
El
viento también arreció conmigo, con mi pasado, pero trajo hacia mí un manojo de
hojas nuevas cuyo aroma podría hacer recordar cualquier cosa. Los sonidos
demenciales de la tragedia contemporánea se extendían rimbombantes por el espacio,
y hubiese podido caminar con los ojos cerrados convencido de no caer ni
resbalar. Eso era lo peor de todo: un camino tan sabido que había perdido su
función. El camino no es camino si se conoce, si no puede uno ir descubriéndolo
en la medida que lo recorre. Nada hay que descubrir en la estrechez de esos
senderos. En ellos me perdí y nunca regresé para contarlo.
De
mis textos inacabados solo van quedando fragmentos, y fragmentos son también
todos mis recuerdos. La memoria es una película infame que se quiebra en la
inoperancia de su dinamismo y su tajante selectividad. Esos recuerdos no son
testimonio fiel, pero se propagan como verdades y se adornan como doncellas. No
son mentiras, pero tampoco verdades; actúan por sí solos y se desarrollan a su
propio ritmo; nosotros somos el médium, el transmisor, y nuestra tarea consiste
en codificar verbalmente lo que la caprichosa memoria y la cadenciosa
imaginación han generado como realidad y como mensaje.
Poco
o nada queda por decir, antes de que la tentación de recordar me gane la partida
y quiera testificar en su nombre y voluntad.
Hace
dos semanas quería morirme, todo me causaba dolor y perdía por completo el
deseo de vivir. Hoy el mundo es el mismo, nada en verdad ha cambiado y, como
dice un grupo bogotano de rock, nunca hay nada nuevo bajo el sol.
Sin
embargo, luego de haber tomado riesgos y de haberme permitido cambiar, he
reunido valor, fuerza, energía. Tengo hoy un gran deseo: conocer cuanto sea
capaz, acumular y cuidar recuerdos, experimentar, explorar. Ese es mi sueño:
viajar por el mundo; leer; hablar; escuchar; besar; abrazar; reír; llorar; caer
en desgracia y volverme a levantar; mirar por la ventana de un hostal viejo en
un pueblo perdido; caminar por los senderos de la soledad, la lujuria, la
camaradería, el amor; escuchar mil veces la misma canción hasta hacerla mía;
conversar con sujetos misteriosos que me encuentro en el camino; dormitar en
una noche oscura sin más cobijo que la luz de la luna y las almas de los
perros; caminar por calles donde no entienda un ápice del idioma que la gente
habla; dejarme llevar por los sentidos de la melodía que suena dentro de mí; y
morir sabiendo que me despido del horror de la vida para entrar en la
cavilación oscura de la muerte.
No
es sentido lo que busco: ese embeleco ya pasó de moda. Es un instinto profundo,
un sendero impuesto por el sinsentido en
el que nací y en el que estoy condenado a morir. Nada hay seguro y no busco
protección; te busco a ti para que me
acompañes en este viaje nuevo que emprendo, sin la certeza de poderlo concretar
y con el vago recuerdo de mi pasado. No te prometo más que mi propia nada. Es
lo único que puedo darte; lo demás no importa. Entrarás conmigo a un universo
perdido del que quizás no salgas nunca. Solo es una invitación, el ir o no ir está
en tus manos. De todos modos te llevaré conmigo, en mi corazón.
La
bruja, una vieja drogadicta, tenía monitoreados, por medio de cámaras, varios
kilómetros a la redonda de su casa, ubicada en las montañas del Urabá. La bruja
es un decir, un alias. Le decían la bruja porque desaparecía a sus víctimas
como por arte de magia. Su casa era en realidad una gran bodega de narcóticos
con un laboratorio de cocaína que funcionaba cuando la base principal de clan
del Golfo era intervenida por los agentes de la Fiscalía.
Una
mañana, cuando la bruja tramitaba desde sus equipos un encargo para exportar,
vio que a no más de tres kilómetros de su casa, habían dos muchachos
discutiendo. Al parecer estaban haciendo labores de agrimensura y tomando
fotografías del terreno. Pasaron dos horas y los muchachos se dispusieron a
volver por donde venían, pues ya habían terminado sus actividades y muy
seguramente volverían al otro día, ya en compañía de otras personas como
arquitectos o ingenieros civiles, alguien que materializara sus planes.
Uno
de los muchachos sacó un celular del bolsillo de su jean y comenzó a levantarlo
cual cura eleva el cuerpo de Cristo, y lo movía en todas las direcciones, pero
parecía no tener resultado. El otro joven, muy parecido a él, comenzó a
agarrarse a la cabeza, agitando sus manos intempestivamente, dejando ver sus manillas
de colores, bien distribuidas en sus dos muñecas. Los dos muchachos entraron en
pánico, el uno estrello su móvil contra una piedra, y el otro no se retractó
por lo que había dicho, algo muy ofensivo.
Perdidos,
sin un ápice de ubicación, decidieron caminar buscando el norte –donde por lo
demás hay excelentes contratistas- y al cabo de dos horas vieron a lo lejos una
cabaña. Desconfiados, pero muertos del hambre y la ansiedad, se dispusieron a
buscar ayuda en la casita. Llegaron pero nadie les respondió. La puerta de
enfrente estaba entreabierta y los muchachos decidieron entrar. Al ver que no
había nadie, llevados por su curiosidad, se pusieron a mirar lo que había en el
living de la dizque humilde cabaña: un sofá de terciopelo con acabados
renacentistas detrás del cual había una pintura extravagante de algo así como
un tigre blanco en posición de cazar; una mesa toda hecha de cristal con
ceniceros de plata encima y varias revistas pornográficas; dos instalaciones de
aire acondicionado y un ventilador de lo más de lindo que colgaba del techo.
Pero con hambre uno no ve un carajo. Buscaron a tientas la cocina con la
esperanza de comer algo y luego pagárselo a su dueño. Entraron a la cocina y
sí, había algo de comer, pero muy burdo para el extasiado gusto estético del
habitante de la cabaña. Solo había de esa sopa instantánea para hacer con agua
hirviendo y una caja de tostadas.
Por
lo demás, ya que el hambre apremia tanto más que el tiempo, los dos muchachitos
estaban otra vez dispuestos y con la barriga llena, eso sí no como estaban
acostumbrados, pero llena al fin. Con la visión restablecida, pudieron ver
ambos que la cocina, aunque en ese momento tenía la pobre e insípida sopa para
preparar, era en efecto una cocina, pero no de las que usan para las artes
culinarias, es decir para preparar alimentos, sino una cocinita tan solo para
cocinar. Pero, ¿cocinar qué?
“Meta,
meta, meta, llegamos a la meta y llegamos todos juntos”, dijo la bruja saliendo
de las sombras. “¿Y qué carajos hacen ustedes aquí tomándose lo único que puedo
tomar en mi senil y mueca vejez?” La vieja se encorvó todavía más pero levanto
la cabeza. Los dos jovenzuelos quedaron aterrados: “Disculpe señora, ya nos
íbamos. Estamos perdimos, muertos del hambre, y como no había nadie…”, dijo el
mayor de los muchachos con las pupilas no menos dilatadas que las de su
hermano. “Pues bien puedan y tomen asiento. Ya entrados en gastos… Además, ¡vaya!
que se ven muy hambrientos los pollos y necesitan reponerse. Seguro quedaron
muy cansados luego de medir el terreno del sector”. El muchacho se quedó
pasmado, intentó hablar, pero no le salían las palabras. Estaba, como se dice,
trabado.
“Los
esperaba con ansias. Sabía que para aquí vendrían y les dejé lista la cena”,
dijo la horrible bruja. “Pero, por favor no me digan señora, que de eso no
tengo sino el sexo de mi apodo. Bien se podrán dar cuenta de que no tengo
tetas, y eso que vivo muy agachado. Ya oyeron: aga-cha-do”. Perplejos como
estaban los muchachos no pudieron hacer más que obedecer y ceñirse a las
palabras de la bruja, quien con una sonrisa pícara pasaba de un rostro al otro
de los muchachos.
En
un esfuerzo por recuperar la voluntad, el menor de los dos dijo que ya estaban
bien, que muchas gracias, que hasta luego, pero la bruja estiró la quijada y
levantó las cejas, quiero decir la piel de la frente, donde deberían estar las
cejas que ya no tenía. “Muy sola me he sentido en los últimos años y no los
dejaré ir ahora, además hay mucho para compartir”, exclamó la bruja ensanchando
sus brazos queriendo mostrar lo mucho que había en su casa. Es que los
muchachos no se habían dado cuenta, seguramente por su ingenuidad, es que eran
lo que se dice, unos buenos muchachos. Marihuana aquí, bazuco allá, perico
acullá. La bruja se relamió los labios y frotó sus manos. Ya se imaginarán
ustedes lo que pasó después del gesto acucioso de la bruja. No lo pongo acá
porque para qué. No lo digo por lo mismo que no es bueno contar plata delante
del pobre ni fornicar delante del impotente.
Trabados
como estaban, con los ojos rojos, los brazos pinchados y la nariz blanca,
quedaron tirados en el suelo. Qué vuelo, qué sueño, qué desvelo. Ya las puertas
estaban cerradas y cerradas otra vez las venas por donde había entrado la
heroína. Pasaron las horas, cantó el gallo y cesó la horrible noche. La bruja
ya se había levantado, se había cambiado de camiseta y hecho una cola de
caballo. En cuanto a los dos muchachos, se despertaron tres horas después,
moviendo débilmente sus ojos y queriendo volver a su bella casa, a la que muy
seguramente ya no volverían jamás. Por lo débiles que estaban no se dieron
cuenta de que estaban amarrados y apenas si podían sentir el hambre. El aire
olía como a huevos fritos, y eso fue lo único que los estimuló a sacudirse de
su letargo marihuanero. “Por Dios. ¡Qué pasó! ¿Por qué nos hace esto? Déjenos
salir. ¿Usted no sabe quién soy yo?” dijo el hermano mayor. Cojonuda risotada
soltó la bruja y trajinadas sus palabras: “Claro que sé quién es usted
hijueputica, por eso mismo es que está ahí amarrado” El joven se retorció
tratando de liberarse pero fue inútil. Estaba peor de cansado que ayer y poco o
nada entendía lo que estaba pasando.
“Abra
pues la boca, o es que se piensa dejar morir de hambre”, le dijo la bruja de
horrible aliento al pobre y buen muchacho que, con su hermano, había caído en
sus garras y cedido a su tentación. “Ya verá como viene mi papá a buscarme y a usted
le tendrá que caer to-do el pe-so de la ley” fue lo único que alcanzó a decir
el muchacho antes de que quedar atragantado con huevo y salchicha de dudoso
proceder.
Pasaron
así los días, y a punta de huevo y salchicha la bruja mantuvo a los muchachos.
“Miren la televisión. Los están buscando, y su querido papá ofrece una jugosa
recompensa por ustedes. Está bien emberracado. Dizque me va a dar en la cara,
marica. ¡Ja! Ese sí que no sabe quién soy yo”. Les escurrían las lágrimas a los
muchachos, pero no era de nostalgia ni de dolor, es que ya se les había acabado
la bolsa de heroína. Prosiguió la bruja, “Yo aquí tan cómoda viendo televisión
y a ustedes ya se les acabó el suero. Qué pesar ome, no por ustedes sino por mi
economía. Si no llegan rápido los refuerzos, pronto se me va a acabar la
materia y ustedes se me van a morir, y después, ¿qué carajos le cobró a su
papá?” Pasaron y pasaron las horas, y los refuerzos, los que protegerían a la bruja
en su brillante operativo, no llegaban. La pobre bruja se desesperó, empezó a
maldecir, a blasfemar y perdió la noción del espacio-tiempo del que, por lo
demás, es más bien relativo como diría Einstein y comprobaría la física
cuántica. Pero qué física cuántica ni qué nada; la brujita, para pasar las
penas, como estaba acostumbrada, se dio a la tarea de cocinar para
entretenerse; y después de cocinar, ¡claro, la cena! Incontrolable sobredosis
se metió la puta bruja, y cayó en un hoyo negro –de esos de los que habla la
física cuántica. Pasaron así horas y horas; al despertar, no solo no habían
llegado los refuerzos sino que los rehenes ya no estaban. La puerta estaba
abierta y las sogas cortadas: los muchachos se habían ido.
Indescriptible
fue la desesperación de la bruja, incontrolable e irascible. No tuvo que
meditar mucho para saber lo que le venía encima. Tomó una maleta de su cuarto y
salió por la parte de atrás. Alcanzó a correr unos diez minutos cuando la
fatiga la alcanzó y se fue de bruces contra el suelo. Pobrecita viejecita, ya
no tiene que fumar. Escuchó a lo lejos un helicóptero y rápido se incorporó
para adentrase en el bosque, pero pronto sonaron los primeros disparos y la
bruja se sobresaltó todavía más, pero, para su suerte, aún no la habían visto.
Llevada por su instinto de supervivencia
corrió otros cuantos metros y trepó varias rocas, pero tenía la extraña y
horrible sensación de no avanzar nada, aunque nunca se volvió para mirar.
No
había ya lugar para maledicencias. Correr o morir, o peor, ser atrapada. “Por
allá, por allá”, escuchó detrás suyo y reconoció la voz del muchacho, el menor.
Un disparo dio directo en el tronco del árbol que tenía en frente y ahí supo
que estaba atrapada. “¡Al piso, con las manos en la nuca!”, fue la orden de un
militar al que no le vio la cara. Sin saber muy bien que hacer, la bruja se
quedó quieta, y a los pocos segundos fue aprehendida por dos soldados. La
llevaron casi arrastrada, a palos, hasta la casa. Allí la arrestaron y la
golpearon sin piedad. La bruja, ensangrentada y magullada, refunfuñaba desde su
boca sin dientes, como si recitara un conjuro maligno.
Aparecieron
los dos muchachos, con su chaleco antibalas cada uno y dijeron al unísono “Ese
es”. De inmediato los soldados cerraron las puertas y se dio la orden de
inspeccionar la casa. Lo encontraron todo, uno de los botines de droga más
grandes de todo el país, ahora descubierto y con su responsable arrestado. La operación de rescate había sido más
exitosa de lo pensado, y el botín, económico y moral, ahora sería para el
Ejército.
Pero,
para desgracia de los furibundos soldados de la Patria y de Dios, sonó un
estruendo en la pared contigua a la salida. Se armó la balacera. Eran los
refuerzos, los de la bruja, claro. Llegaron tarde, pero llegaron. La bruja
aprovechó y se soltó; corrió hacia el cuarto donde estaban los barriles de
cocaína y allí se escondió. Los refuerzos, amenazantes, se quisieron tomar la
casa, y lo lograron, pero habían, con tanta bala, provocado una fuga de gas en
la cocineta, justo cuando llegaban a la meta. La casa se llenó de gas y claro,
pasó lo que tenía que pasar: todo se explotó, se voló, se toteó. Solo se
salvaron los dos muchachos y sus guardaespaldas que alcanzaron a salir en el
helicóptero. Desde arriba vieron el desastre: una bola de fuego de varios
colores (verde, azul, morado y rojo) cuyo aroma los puso a aluciar
inmediatamente. El botín se había quemado toditico y ya no servía para nada, ni
para hacer el varillo más barato.
Volvieron,
adictos pero “sanos” y salvos, los muchachos a la ciudad. Volvieron con su papá
y salieron por televisión llorando y riendo, aunque con los ojos desorbitados y
diciendo disparates de vez en cuando al ser entrevistados. Ya estaban
enviciados, no había nada que hacer, la heroína corría por sus venas y por eso
eran caso perdido. Pero bueno, sanos y salvos, dije.
Pasaron
dos años y los muchachos antaño perdidos, antaño atrapados, estaban muy
felices. Estaban otra vez en televisión, tenían los dos la cara demacrada y los
dientes marchitos, pero vestían trajes y repartían fotos y saludos a diestra y
siniestra, como el papa. El titular de la noticia decía “El lugar de la
pesadilla hecho un sueño realidad”. Claramente se trataba del lugar donde los
muchachos se perdieron y luego fueron a dar a la casa de la bruja. No sabía muy
bien de qué se trataba y esperé unos instantes a que el reportero aclarara mis
dudas: los muchachos, con la plata de su padre, habían construido un centro comercial.
“El mundo que hemos creado es un producto de nuestros
pensamientos; no podemos cambiarlo si no cambiamos nuestra forma de pensar”. (Albert Einstein).
La
construcción de la realidad, si lo pensamos detenidamente, es un proceso de múltiples
posibilidades, de las cuales apenas podemos retener un puñado sin una certeza
clara sobre su naturaleza y sus dinámicas evolutivas. Hay varios niveles de
realidad, es lo que nos dicen algunos de los académicos más respetados del
mundo como Berger y Luckman en su Construcción
social de la realidad (1966). Para
ellos, en un primer nivel, es innegable la existencia de una realidad física y
material en la cual todo y todos nos encontramos. Es, prácticamente, una verdad
general, pues representa un terreno firme y sólido para el resto de las
hipótesis.
Pero
es adagio popular el que dice que cada persona es un mundo y vive de acuerdo a
su propia naturaleza. Aunque compartamos el mismo espacio –la realidad física-
no lo asimilamos de la misma manera. No todos vemos lo mismo, aunque estemos
mirando una misma cosa y, por ello, las posibilidades de interpretación sobre
un objeto determinado son prácticamente infinitas al exponerlas a la
observación de multitudes. No se
equivocaba Umberto Eco al decir en sus apostillas al Nombre de la Rosa que una novela es una máquina de generar
interpretaciones. Pues bien, parece que todo en el universo genera sus propios
efectos de sentido.
Es
mediante esos procesos de interpretación, personales y colectivos, que
empezamos a tejer lo que, posteriormente, llamaremos “realidad” y que, en
últimas, será un conjunto de todo lo que nos rodea a partir de la visión
general de los intereses de la comunidad. Eso en su sentido más general. Por
otra parte, para facilitar el proceso y establecer un orden que permita una
catalogación más precisa de los elementos, las personas acuden a la utilización
de etiquetas. Las etiquetas, por acercarnos a una definición más o menos
aceptada, son juicios de valor que les damos a las cosas y a partir de las cuales
les damos una significación y un lugar en el imaginario social.
“Nothing
is either good or bad, but thinking makes it so” (William Shakespeare).
La
mecánica cuántica, también llamada la física de las posibilidades, nos brinda
un panorama mucho más amplio de la realidad. Sabemos que estamos condicionados
por la capacidad de nuestros sentidos para percibir la realidad. Pero el hecho
de que nuestros sentidos no alcancen ciertos niveles de la realidad, no
significa que por ello no existan. Tampoco significa que no tengamos nada que
ver con ellos.
Para
la física cuántica hay una condición básica presente en todo el universo: todo
es energía. Cada objeto, cada persona, cada animal, cada planta, cada palabra,
cada pensamiento, es energía. Lo único que cambia entre una cosa y otra es el
nivel de vibración, que es lo que define su forma y sus rasgos característicos.
Se sabe que todo en el espacio es propenso al cambio, a la mutación. Pues bien,
hay, en general, dos tipos de transformaciones: la física y la química. Esto es
porque todo está en constante movimiento. Recordemos, la energía no es
estática, posee sus propios ritmos de movimiento y dinamismo.
Pero
no solo lo visible está sometido a este principio. También las ideas, los
pensamientos, las palabras –la fuerza del lenguaje- y las distintas formas de
expresión. Todo tiene su propia vibración e implica una afectación en el campo
energético universal. Y eso es porque, al estar todo constituido de una misma
esencia, todo está conectado y sometido a los procesos de causa y efecto que se
producen desde el pensamiento hasta las acciones.
“La energía mental es la esencia de
la vida” (Aristóteles).
Si
nos fijáramos mejor en la relación existente entre nuestros pensamientos y la
realidad que percibimos a diario, encontraríamos la evidencia de la
responsabilidad adyacente en la vida de cada uno de nosotros. No se puede vivir
sin pensar, así sea en los niveles más bajos o vulgares, y cada pensamiento
está ligado a la realidad que percibimos y que contribuimos a construir cada
día. Es por ello que no podemos evadir el flujo, el impulso de vida, el nodo
universal, el pensamiento inevitable.
La
lectura es una fuente maravillosa de sensaciones, un medio por el cual podemos
trascender la experiencia de la vida y penetrar el misterio de lo ajeno desde
el hecho propio. La riqueza humana que encontramos en ella es la máxima muestra
de la exuberancia emocional e intelectual a la que accedemos al tomar un buen
libro.
Las
novelas y los cuentos reflejan hechos y condiciones innegables de la realidad
(desde el ámbito de la ficción) en los que nos encontramos con circunstancias
impactantes, excitantes o tormentosas. Para dimensionar mejor el postulado
principal de esta nota, dejo planteada la siguiente pregunta: ¿es la literatura
una imitación de la vida, o es la vida una imitación de la literatura?
Por
literatura, aunque parezca paradójico, entendemos varias cosas. Al parecer,
cuando cruzamos los umbrales de las librerías o revisamos sus catálogos,
cualquier cosa puede ser literatura: literatura médica, literatura política,
literatura económica, de mercadeo, etc. ¿Qué sigue?, ¿literatura literaria? A
lo mejor, para no alejarnos más de nuestro tema de interés, lo anterior puede
ser producto de una confusión entre los conceptos de bibliografía y de
literatura, pero ese es tema de otra conversación.
Quedamos
pues ante el concepto humanista, que liga íntimamente el valor intrínseco de la
vida (y su relación con la muerte) al acto de plasmar, mediante códigos
lingüísticos, los caminos de la existencia, reales o potenciales, en un texto.
Hay quienes dicen, y en gran parte tienen razón, que una novela se puede
entender mejor si antes hemos experimentado situaciones similares a las
narradas en la obra. Sin embrago, y hablo muy subjetivamente, para equilibrar
un poco la balanza, también es válido sostener que la lectura puede llegar a
ser un mecanismo de anticipación de los hechos palpables; esto como una especie
de simulación que, tras un proceso mental, nos conduce a la experimentación
imaginada, orientada por palabras, de un hecho concreto.
Los
seres humanos, desde nuestra más tierna infancia, tenemos una fuerte tendencia
a la exploración, un deseo implacable de conocimiento y experiencia. Todo lo
queremos palpar, oler, saborear, mirar, escuchar, incluso –curiosamente con
mayor fuerza- lo que nos es vedado. Y desde muy pequeños también nos dicen,
casi siempre con buenas intenciones, cuál es el camino que hay que seguir, por
donde no nos haremos daño y seguiremos una línea segura y confiable. Pero nada
vale: la avidez por la exploración del mundo es una avalancha imparable que,
cuando se ve limitada en sus posibilidades fácticas, recurre a la creatividad y
la simulación.
Es
un hecho: el deseo debe ser saciado, satisfecho, por algún medio, el que sea.
Podemos vivir por medio de letras, o mejor, de personajes, y darles rienda
suelta. Nos ponemos en sus zapatos y compartimos sus aventuras, sus tragedias,
sus placeres, sus locuras. No con ello digo que la experiencia sea idéntica a
la real en el sentido de lo palpable o físico del término (el único posible
dentro de una definición general) ni que se deban equiparar las dos
posibilidades de conocimiento con propósitos comparativos.
Como
dicen por ahí, a la vida hay que sacarle jugo, pero si por alguna razón no se
puede, sí se puede leer, saciar el deseo de explorar, aprehender, conocer. Se
puede calmar, imaginar, replantear. Por eso leer es una forma de vida y la
literatura un camino complejo. Además, atendiendo aquella ley de que los libros
nos hablan de otros libros, nunca nos hará falta algo para leer.
¡Bum!
¡Bum! ¡Bum! La cabeza del joven, mi cabeza, rebotaba contra el encuadernado
viejo y sucio del libro, contra la dura pasta, el texto, inmensa caja de
resonancia de mi curiosidad…
Único
es el ritmo de Vallejo, musical, como el de Schubert o Mozart que ejecuta en el
piano. Un ritmo precioso, preciso, que no decrece jamás, que nos contagia y nos
absorbe. Afirma, como se puede constatar en varias de sus entrevistas, que la
literatura es ritmo, lo cual no se puede pasar por alto, aunque, según él, la
mayoría de los escritores en la actualidad lo haga.
No
hay ritmo mejor que aquel que se extrae de lo más profundo del alma (concepto
por lo demás abstracto y manipulable), que rige la secuencia de los hechos rescatados
por la memoria en batalla desenfrenada contra el olvido. Y ahí, en ese punto
fundamental para la escritura, no se puede ceder, no hay lugar para las
complacencias. Y si alguien se siente complacido es por pura, puritica
casualidad. Vallejo cuenta, solo cuenta, no propone ni mucho menos argumenta. Y
al lector es al que le corresponde leer, pero no leer por leer, sino
críticamente y siendo capaz de transportarse a donde lo lleva el narrador, más
allá de sus prejuicios. Si no es capaz de ello no es merecedor de leer. Para la
obra de Vallejo la más oportuna frase de Kafka: “Si el libro que leemos no nos
despierta de un puñetazo en el cráneo ¿para qué leerlo?... Un libro tiene que
ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro”.
Vallejo
se reconstruye a sí mismo, rehace su entorno, recuerda, se devuelve, viaja: va
y viene con el ritmo incesante del tiempo; es su voz la que lleva el compás,
tiene la última palabra, y también la primera. No concede, y eso es lo que
muchos no soportan. No se concede ni a sí mismo. Cuenta con la energía de sus
pasiones, con el ánimo de su vida, pero muy preciso siempre, y muy detallista,
como el cineasta que es, que fue, y que para muchos sigue siendo. Es un
observador agudo, integral, perspicaz, con “ojos de búho y de lechuza”. Sus
párrafos son imágenes, cuadros animados, guiados por una sola voz. Vallejo es
como el tiempo, su principal protagonista: desenfrenado, continuo, ligero, pero
nunca indiferente. Deja huella, pero no como un tornado ni un huracán; su
huella es espesa, puntual y global: arde sin haber llegado tarde.
"Lo que llaman felicidad, ahora
lo sé, no existe: es un espejismo del recuerdo". (Entre fantasmas, 1993)
En
Los días azules (1985) Vallejo nos
presenta su universo, el cual lo (nos) acompañará en el porvenir de su obra.
Fernando nos lleva por la carretera que conduce de Medellín a su tierra
prometida, la finca de su abuela Raquel, Santa Anita. Y en ese camino, feliz
por el esplendor de la niñez y la alegría de la que no se es consciente hasta
cuando ya no está, escuchamos la voz de Vallejo hablarle a su perra Bruja, su
interlocutora (oyente, nada más) perpetua. Aparece, por momentos, fugaz pero
brillante, Fernando González Ochoa, el filósofo paisa, el poeta de Otraparte y
somos testigos del transcurrir de las vidas que se salvaron del “Machete de
filo y sangre, machete de sangre y muerte, Alma Negra, Sangre Negra, Capitán
Veneno, Cortador de Cabezas, Rey del Reino de Thánatos, Señor de Colombia”. Volamos
dulcemente como los globos de papel china que se elevaban en la Medellín de ese
entonces: impulsados por el humito de las letras, por los chorizos de palabras
que nos da Vallejo, y cuando caemos, cuando cerramos el libro, la realidad, al
igual que los camajanes que tanto detesta Fernando, nos recibe con hostilidad y
nos escalabra con el afán de su incesante devenir y su furibunda agonía. Furibunda
como su primo Gonzalo, quien emprendía una carrera esplendorosa para darse a
cabezazos contra el piso del patio a la voz de “Mayiya”, quedando siempre
repleto de chichones por sus rabietas desaforadas: “Mayiya cornuda”.
¿Y
por qué será que Mayiya, perdón, Gonzalo, se hacía tanto daño? Ah sí, ya me
acordé, porque el mundo no hacía su voluntad, no funcionaba tal cual él quería;
entonces, dándole rienda suelta al caos de su condición humana y a los
desbarajustes de la mente, se golpeaba a sí mismo en el cráneo con la furia de
mil demonios. Todos somos a lo mejor una especie de mayiyita, y que ni nos
contradigan y mucho menos nos digan lo que somos. “¡Mayiya brava!”
"El hombre por toda la
superficie de la tierra lleva adentro, contenida, una bestia asesina"
(Entre fantasmas, 1993).
¿Y
Colombia, Fernando? Colombia, a lo mejor sin quererlo, o con toda la intención
del caso, fluye por todo El río del tiempo.
Fluye como sus torrenciales ríos, tan distintos a los de Grecia y México. No
fluye: arrasa. Se lleva todo lo que
encuentra a su paso, y se lleva también en la sangre. Colombia será nuestro
fantasma eterno, nuestra primera etiqueta, nuestra cara, nuestra carta. “Métetelo bien en la cabeza, ahora que estás
aquí, gran ingenuo: en estos vallecitos y montañas quiméricos, en esas
encrucijadas de bruma, en esos barrios de tango, en esas cantinas alucinadas,
llueva o truene o resplandezca el sol, con el machete del campesino o con el
puñal del atracador o con el rifle del bandolero o con el fusil del guerrillero
o con la metralleta del asaltabancos o con la pistola del detective o con el
revólver del policía, Colombia te matará” (El fuego secreto, 1987). Y con la
censura del hipócrita, porque, para vergüenza de nuestra amada patria, a
Vallejo le censuraron varias de sus películas por mostrar en ellas la
brutalidad de la violencia en el país. Y les apuesto a que si hoy se pudiera y
dependiera de ciertas personas, sus libros también serían censurados.
Y
no es que Vallejo odie a Colombia, contrario a lo que muchos creen. Que Vallejo
se fue para México y renunció a su ciudadanía colombiana, que Vallejo no hace
sino hablar mal de Colombia, que Vallejo critica al país despiadadamente… Pues
sí, Vallejo ha dicho muchas cosas, pero que yo sepa jamás ha puesto una bomba
ni ha secuestrado a nadie ni ha robado dinero del erario ni ha dicho algo que
no sea verdad. Desenmascarar a los tiranos, a los rufianes y a los ampones del
país no es atacar a Colombia. Lo que pasa es que muchos quieren seguir tapando
el sol con un solo dedo repitiendo mentiras como la de que Colombia es el país
más feliz del mundo, negándose a reconocer la decadencia y la miseria nacional.
Y aunque sé que no debería meterme hasta allí, me atrevo a decir que si Vallejo
se ha empecinado tanto en hablar de estas cosas es justamente porque le duelen
y porque las siente tan propias que le es imposible ignorarlas.
“Pobre país de insania que camina a
pie limpio, amargado, desarrapado, con un puñal escondido, hacia la vejez” (El
fuego secreto, 1987).
El fuego secreto es una de las piezas literarias más apasionantes de
Vallejo. El descubrimiento juvenil de una ciudad clandestina, oculta entre las
sombras de la tradición visible, revela lo que para muchos es un absoluto tabú,
y lo hace sin atenuantes ni formalismos o estructuras. Dice Javier Murillo en
el prólogo al Río del tiempo: “El
fuego secreto evidencia el surgimiento de la intimidad como una fuerza creadora
y devastadora, de un yo que se yergue sobre sí mismo, potente e inconcluso”.
Habla de ese fuego que habita en los rincones más recónditos de la vida y que
enciende lo más sublime desde las profundidades del espíritu.
“Amigo, todos los caminos llevan a
Roma. Así ha sido siempre y así siempre será. Por algo es la capital del
Imperio” (Los caminos a Roma, 1988).
En
busca de un nuevo lenguaje que le permitiera contar lo que quería, Vallejo se
fue a Roma para aprender cine. En Roma se instaló y vio a Sartre de lejos en un
conocido café de la Plaza Navona, acompañado de su esposa Simone de Beauvoir.
De tren en tren, viajando por Europa, Fernando fue llenando su pasaporte de
amores, de amores fugaces, de bellezas, hasta su nostálgico regreso a una
tierra que ya no era la misma y que nunca más lo volvería a ser. "Palabrería. Marihuanadas. El amor es
una gonorrea del alma. Con perdón." (Los caminos a Roma, 1988).
De
su pasión por lo que Vallejo denomina el embeleco del siglo XX, quedaron dos
cortometrajes: Un hombre y un pueblo (1968), Una vía hacia el desarrollo (1969),
y tres largometrajes: Crónica roja (1977), En la tormenta (1980) y Barrio de
campeones (1981). Además, es el guionista de la película que se basa en su
novela: La virgen de los sicarios (2000). “Ahora
sé que el cine no se salva ni a sí mismo. Envejece como las personas. Se pasan
de moda sus fundidos, sus sobreimpresiones, sus disolvencias, sus grandilocuencias,
sus truquitos de narrar, sus mañas de actuar, y se hace viejo, payaso,
ridículo. Como los muchachos, ¡qué le vamos a hacer! De los armoniosos
muchachos no quedarán más que huesos: en un saco de arrugas un desbarajuste de
huesos” (Los caminos a Roma, 1988).
En
la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2013, Vallejo pronunció uno de
los discursos más fascinantes que, estemos o no de acuerdo con él, lleva el
imponente título de “El sermón del Anticristo”. Podría decirse que en
intervenciones como estas se resume el pensamiento de Vallejo y las posturas
que tiene frente a diversos temas. Sus discursos han sido objeto de duras
críticas y, de hecho, algunos medios lo
han instado, a través de caricaturas y mensajes, a callarse, a que se limite
únicamente a escribir. ¿Habríase visto algo más atrevido? En pleno siglo XXI
quieren satanizar a un hombre cuya única arma ha sido la palabra, solo porque
no responde a intereses comerciales ni políticos. ¿Pero saben qué? “Levanten sus culos al aire, viejas del
Aquelarre: Yo soy el Diablo. Soy y soy y soy y siempre he sido” (Años de
indulgencia, 1989). Al fin y al cabo, ¿en qué se diferencia Dios del
Diablo?
En
Años de indulgencia Vallejo retrata
una época difícil de su vida: su estadía en Nueva York, una ciudad hostil que
recibe a los colombianos para que laven retretes y barran calles. Pocos son los
motivos de felicidad, y la nostalgia es una constante en medio del tedioso frío
del invierno norteamericano. Entre viajes de recuerdos a noches todavía más
oscuras en Bogotá, la tensión va creciendo hasta soltar su chispazo final en
medio de un edificio de cartón que se inflama con lenguas de fuego retadoras y
malditas. Un incendio magistral.
“El soberbio no era sólo Lucifer: era
también el Otro, el que lo expulsó de su reino” (Entre fantasmas, 1993).
Como
el tiempo no pasa en vano y todo lo que puede se lo va llevando, los muertos se
cuentan por millares y apenas sobreviven algunos en la memoria. Entre fantasmas da cuenta de muchos de
ellos, ya en México tras el terremoto que sacudió del letargo a este país en
1985. Brujita, la perra, sigue escuchando, muy fiel y dócil, las palabras de su
amo. Aquí nos unimos a la fiesta de renegar: del bautismo, de la confirmación,
de la misa, de los curas, de la Iglesia, de los santos, y de ese ser misterioso
del que dicen está en todas partes, todo lo ve, todo lo oye, todo lo siente,
todo lo huele, como un humano de mil cabezas que experimenta el resultado de su
propia creación en el más soso de los pasatiempos, aunque sin pecar, pero
siendo el responsable de todo lo que ocurre en el mundo, incluido el
sufrimiento de los animales, de los humanos, las catástrofes, la muerte, el
dolor, la enfermedad, la vejez y la vida. “No
puede haber un Ser de tanta perversidad en el universo”.
“La religión es fuente de infinitas
angustias, Peñaranda. No robarás, no matarás, no fornicarás, no desearás la
mujer de tu prójimo… Todo es no, como en Cuba. ¿Quién puede respirar así, con
semejante carga de prohibiciones? “No respirarás” es lo que quiere decir en
última instancia el decálogo. De ahí nuestros incontables males respiratorios,
herencia de esa religión circuncisa de Moisés” (Entre fantasmas, 1993)
Hay
quienes dicen que Vallejo es un viejo cascarrabias que repite las mismas cosas,
que se le acabó la cuerda y ahora se dedica a repetir lo que ha dicho desde que
empezó a escribir. Se equivocan: “Cuando Fernando Vallejo escribe la escritura
es en sus manos un instrumento de autoafirmación y revancha contra los
balbuceos de la mediocridad y el aburrimiento” (Javier Murillo en el prólogo al
Río del tiempo). No es de extrañar,
pues, que a algunos les resulte molesto.
Tomando
la opinión de Antonio Caballero, Vallejo lo que hace es afirmar la verdad, su
verdad, que se limita a unas cuantas palabras pero que es completamente sincera
y real; otra cosa es inventar. Para William Ospina, lo que Vallejo hace es
insistir “como tiene que ser”, e insistiendo Vallejo nos ha cautivado, ha
logrado la atención de sus más recalcitrantes detractores y nos conmueve con la
nobleza sublime de su irreverencia, con su risa fantástica, con sus memorias,
con sus historias y con su lenguaje.
Ir
a Rock al Parque se ha convertido en una especie de tradición, en un patrimonio
cultural que no se puede postergar y que, como todo gran festival, tiene una
forma particular de vivirse. Rock al Parque tiene vida propia, vibra por sí
solo y posee una atmósfera tan única como irreemplazable: es un fin en sí
mismo. Sin ánimos de construir perífrasis literarias colmadas de hipérboles y
clichés, lo que no quisiera dejar de lado es recalcar la magia que tiene el
festival. Digo magia en su relación con lo fascinante, lo encantador, lo
hechizante. Hay que experimentarlo para poderlo decir, para poderlo recordar,
para poderlo amar.
Como
todo en el mundo, el festival no es exento de críticas, de las cuales algunas
son constructivas y otras destructivas. Es más, criticar a Rock al Parque es
tan antiguo y tradicional como el festival mismo. No bien se han anunciado
todas las bandas en el cartel oficial y ya medio mundo de pretendidos críticos
y expertos en logística están renegando del evento, pero eso sí allá están
todos muy bonitos disfrutando de las bandas. Claramente, no hay nada perfecto y
puede que se presentenalgunos errores, pero no por eso se puede
desprestigiar el valor de un festival como este, más cuando cientos de miles de
personas lo disfrutan anualmente y dan vivo testimonio del placer de asistir.
Componente académico
Como
si fuera poco, Rock al Parque va más allá de los tres días de música en vivo en
el Parque Simón Bolívar. Hay, a lo largo de la semana, un componente académico
bastante interesante del cual se puede sacar mucho provecho teniendo en cuenta
que músicos, expertos y grandes conocedores del rock brindan conferencias y
conversatorios alrededor de temas que aportan al conocimiento de los asistentes
y a la construcción cultural del festival y la ciudadanía.
El
pasado 30 de junio se realizó en el Centro Ático de la Universidad Javeriana un
conversatorio sobre el Black Metal noruego y el Ultra Metal de Medellín. El
moderador de la charla fue el periodista Juan Sebastián Barriga, de Noisey, y
los participantes fueron el noruego Kjetil Esten Haroldsson Manheim (ex
baterista de Mayhem, actual baterista de Order), Víctor Raúl “Piolín”
Jaramillo” (líder de Reencarnación) y Carlos Mario “La Bruja” Pérez (ex
guitarrista de Parabellum, actual líder de Organismos). El conversatorio se
basó principalmente en el documental de Noisey “Parabellum: El Diablo nació en Medellín”, que cuenta la historia de una de las bandas de Metal Extremo
colombiano que más ha influido en la escena mundial.
Lo
impresionante del encuentro fue el haber encontrado tantos puntos en común
entre las bandas, estando en diferentes continentes y contextos. Queda claro que el metal es un
género de talla mundial que une y comunica personas, siendo un punto de
encuentro para diversas personalidades y perspectivas. Y que no se nos quede
por fuera el hecho de que el rock y el metal son estilos musicales con una
amplia historia, la cual vale la pena conocer para romper estigmas y gozar
plenamente de la música, el arte más grande en la historia de la humanidad.
Día del metal
El
primer día de cada Rock al Parque siempre se ha consagrado a la música extrema.
El metal es el género que tradicionalmente le da apertura al festival. Bandas
nacionales e internacionales son las encargadas de poner el ritmo metalero en
Rock al Parque y mover los mejores pogos del festival.
A
continuación realizaré algunas anotaciones puntuales al respecto de las bandas
que tuve la fortuna de ver y escuchar en los tres escenarios (Plaza, Bio y
Eco).
Fénix
(Cartagena): Agrupación con una fuerte influencia de bandas de vieja escuela.
Oscila entre el Groove Metal y el Death Metal. Tienen una excelente sincronía y
muy buenos guitarristas. Supieron ganarse el cariño de la gente.
Head
Tambó (Bogotá): Su fusión entre ritmos colombianos y metal resultó ser muy
motivante. El trabajo rítmico de la banda dota sus canciones de fluidos
alternativos y muy buenas composiciones. El concierto terminó con un Wall of Death.
Organismos
(Medellín): Banda liderada por el guitarrista Carlos “La Bruja” Pérez. Tienen
canciones de fuerte crítica social, y su puesta en escena es interesante. El
grupo, en cuanto a género, se ubica entre el Death Metal, el Grindcore y el
Ultra Metal.
Reencarnación
(Medellín): La experiencia y el performance de Víctor Raúl “Piolín” Jaramillo
es fundamental para la integralidad del grupo. La bajista Laura Corrales hace
un gran aporte. Tocaron algunos de sus temas clásicos: Utopía, Funerales del norte, 888 Metal, El vuelo del ancla, El octavo
mantra, Pensamiento uniformado, y canciones que harán parte de su próximo
álbum.
Nervosa
(Brasil): Las chicas de Nervosa dieron un show extraordinario con temas de sus
primeros discos y canciones de su última producción, Agony. Con un excelente Thrash Metal, las brasileras presentaron a
su nueva baterista: Luana Dammeto. Una banda de mujerestan bellas como
talentosas formada desde 2010; expresaron su cariño por Colombia.
¡Grandes!
Herejía
(Bogotá): Muy buena banda de Death Metal con elementos sinfónicos. Su actuación
en escena fue bastante completa.El sonido
sinfónico les da muy buena caracterización. En cuanto a las percusiones, fueron
una de las mejores bandas. Su último álbum titula Renascentia in Tenebris.
Lamb
of God (Estados Unidos): Este cordero de Dios puso a poguear al mismísimo Diablo
en el cierre del primer día de Rock al Parque en el Escenario Plaza. No en vano
esta es reconocida como una de las mejores bandas de metal en la actualidad.
Formados desde mediados de los 90’, contribuyeron a la consolidación del
Metalcore. Su puesta en escena es extraordinaria.
El pogo
Lo
más probable es que usted haya visto uno, de cerca o por televisión, y le haya
parecido espantoso. Es común oír comentarios negativos sobre el pogo, pero
déjeme decirle algo: al igual que la música tropical o la salsa, el rock y el
metal también gozan de un baile propio. Sí, baile, eso dije. Por medio de esta
manifestación física en sincronía con la música, los asistentes danzan al ritmo
de sus bandas favoritas. El pogo va mucho más allá de dar puños y patadas. En primer
lugar, aunque el mosh pit (así
llamado en inglés) suele ser agresivo y aparatoso, no tiene como objetivo
lastimar o lesionar a los participantes. Tómese más como una descarga colectiva
de energía. Además, y esto es lo más bello del asunto, existen ciertas reglas
no escritas que son inviolables y llenan de valor este baile: al compañero que
se caiga lo ayudamos a levantar, y por nada del mundo se le pisotea o lastima.
El pogo es amistoso, es una fraternidad extrema, una manifestación hermosa y
una gran oportunidad para sentirnos más cerca del otro.
Lo
malo: La polémica previa
al festival por la invitación y posterior retiro de Paul Gillman del cartel.
Rock al Parque no puede volver a protagonizar un escándalo de censura tan
controversial, y mucho menos por cuestiones políticas. Ante todo está la
libertad de expresión. Ojalá
hayamos aprendido la lección.
Bonus
track: Queda por decir que uno
de los aspectos más loables del festival en su vigésima tercera edición fue el
protagonismo de las mujeres en las tarimas. Poco a poco, luego de un proceso
largo, las chicas han ido tomando la vocería en distintos estilos del rock,
demostrando que pueden ser tan buenas como los hombres a la hora de tocar y
talentosas para componer. Durante los tres días de Rock al Parque, mujeres
cantantes, bateristas, guitarristas y bajistas sorprendieron al público bogotano
y dejaron el precedente de que las mujeres también saben rockear y que lo hacen
muy bien.