martes, 28 de noviembre de 2017

¿Quién es?

Sebastián Guerrini: The Brands of Life

Faltan diez minutos para salir y la billetera no aparece. El afán sofoca, pero así no se puede ir. Entonces, comienza usted a esculcarse por todos lados, se saca los bolsillos, se palpa las nalgas, se quita la chaqueta, y vuelve a repetir ese mismo procedimiento dos o tres veces más. Nada. Que revise pues el abrigo que tenía puesto ayer, sugieren desde el otro cuarto, pero allí tampoco hay nada. Queda entonces la maleta. A sacar todo lo que ya tenía listo a ver si encuentra los documentos, pero lo que empiezan a salir son papeles viejos, arrugados, rayados e impúdicos poemas de bus con súbitas interpretaciones de la sexualidad en el transporte público. La billetera tampoco está allí y las posibilidades comienzan a agotarse. La desesperación es inminente y la sola idea de pensar que perdió los documentos en la calle le resulta insoportablemente angustiante.

La cuestión es cruel pero simple: si usted no tiene sus papeles no es nadie, no existe y no tiene ninguna posibilidad de defenderse ante cualquier eventualidad. No puede entrar a ningún sitio, nadie le va creer nada, está bloqueado. No queda de otra, a segur buscando. Siga tocándose, tóquese todo el cuerpo, suba, baje, atrás, adelante, a los lados; tóquese hasta que se excite, pero no se consienta porque no tiene tiempo, no alcanza y tampoco lo va a disfrutar. Mientras no sea nadie no lo va a poder disfrutar porque el sujeto que lleva a cabo el acto en la imaginación tiene que ser alguien, y sin cédula eso no es posible.

Sin embargo, como es usted un tipo de terquedad empedernida, no se podrá resistir y dirá que lo necesita, que el estrés se lo está tragando y que así no puede continuar su búsqueda. Se mete entonces al baño, cierra la puerta y respira agitadamente. Con los dedos temblorosos y las uñas recién cortadas desabrocha desesperadamente su cinturón y se desabotona  también el jean. Desinhibidamente, en la privacidad de ese territorio que no es de nadie pero de momento es trono suyo, se saca la herramienta y se da al gratificante ejercicio de liberar cuanto haya de reprimido en el menudo movimiento del cinco contra uno.

Cuando haya terminado, si algo de pudor tiene, va a limpiar lo que dejó. Nada difícil. Sin embargo, a pesar de haber liberado algunas pulsiones, su problema prevalece: sigue sin ser nadie. Se apoyará de brazos contra el mesón del lavamanos y tomará un suspiro que deje entrever lo solo que se siente, lo vulnerable que es. Se volverá a arreglar la ropa y tratará de encontrar ánimo. Pero cuando levante la vista y encuentre su propia imagen en el espejo, ya desgastada por los años y los atropellos de la existencia, sentirá un estupor profundo que le arda en el corazón, pero luego le dará igual porque sabe que no importa. No importa porque solo es un reflejo y eso no es nada. Y para rematar es el reflejo de un don nadie. Es la nada de nadie, la nada de nada.


Dubitativo, tratará de reconocer la efigie que tiene en frente suyo, pero ya no le encontrará ningún sentido. Eso que estará viendo no será más que una imagen trastocada por el tiempo, un mamarracho innoble que se burla de su pasado que ya no es suyo y que jamás va a volver a tener. Se acordará de su presente y, sin que el tiempo pueda ya afectarle, con un montón de reproches desparramados y aglutinados en el reflejo, dirá, muy al modo de Vallejo, “¿Quién es este viejo hijueputa? ¿Quién es? No lo reconozco. ¿Quién es este viejo hijueputa que estoy viendo ahí?”. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores