sábado, 22 de octubre de 2016

Charly García, la genialidad hecha música



Han pasado tres años, y todavía resuenan en mis oídos las fatídicas palabras que pronunció un hombre de voz ronca, que anunció ante más de 5.000 personas que el mítico músico Charly García había sufrido un preinfarto, justo antes de llegar al Coliseo El Campín de Bogotá, donde el genial Fito Páez le había dejado listo el terreno para saltar al escenario.

Era un día mágico, de atmósfera atemporal, e inconsecuente con la monotonía de la rutina. La expectativa se convertía en ansiedad, pues en la noche de ese 15 de noviembre de 2013, dos genios del rock en español sacudirían a la multitud de fans colombianos con lo mejor de su repertorio. Fito Páez, amigo y discípulo del hombre que hoy llega a sus 65 años, ofreció un recital extraordinario, celebrando los dos lustros de su magnífico El amor después del amor. Dentro de sus temas seleccionados hubo cupo para homenajear al maestro; y acompañados del piano de Fito, cantamos, con la emoción de una buena tertulia, las Confesiones de invierno que Charly compuso junto a su compañero Nito Mestre en 1973.

La música de Charly García posee la mística cualidad de ser impermeable al tiempo, pudiendo aplicarse a casi cualquier contexto. Tiene una canción para cada momento de la vida: la nostalgia, la alegría, el amor, el desamor, la indignación, la represión o la frustración, por poner algunos ejemplos. En cuanto a mí, creo que lo he disfrutado más en la soledad que en compañía, pues siempre acabo conectado con la letra, el ritmo, la armonía, los arreglos y, en general, la esencia de sus composiciones.

A Charly muchos lo conocen por sus escándalos o la polémica que genera, pero, en realidad, eso es lo más insignificante en medio de una obra llena de genialidades, creatividad, rebeldía y, como dice una de sus canciones, aguante. Cada uno de los momentos de su vida, incluso los más traumáticos, los convirtió en música. Cuando fue recluido en un centro de rehabilitación para superar su adicción a las drogas, llegó a tal punto de exasperación que no conciliaba el sueño ni mantenía el apetito; sin embargo, con cierta dosis de humor, transformó en música su experiencia y grabó uno de sus temas más célebres: Raros peinados nuevos.

La versatilidad de este artista lo convierte en un todero musical, pues es un brillante multiinstrumentista que interpreta la guitarra, el bajo, la batería y los teclados, siendo el piano su aliado fundamental. Antes de lanzarse como solista, formó parte de cuatro bandas que ayudaron a forjar la escena del rock argentino: Sui Generis, PorSuiGieco, La máquina de hacer pájaros y Serú Girán.

Las líricas no se quedan atrás. En términos generales, son profundamente expresivas en cuanto representan momentos determinados de la vida de su autor y nos remiten a escenarios reales, de contextos sociales álgidos y recalcitrantes, como la horrenda y represiva dictadura de José Rafael Videla. Sus letras son una combinación de protesta social, abstracciones personales, poesía, desahogo, narrativa y humor.

Aquel mito del Charly loco, degenerado y senil, se derrumba ante la intempestiva respuesta de una obra consolidada, de brillante producción, innegable calidad y magníficos recursos. La lucidez de sus letras lo convirtió en visionario. Su prodigioso talento le pone el acento de genio creador. Su actitud, irreverente y contestataria, lo pone como referente en un mundo hipócrita y alucinado, para los jóvenes que sueñan con un mundo distinto, donde la música y el arte tengan más poder que las balas, y donde el valor de una persona no se mida por sus propiedades, sino por su capacidad de amar, crear, construir y expresar. La música de Charly nos invita a pensar, o aún mejor, a disfrutar pensando, mientras nuestra mente reposa y se enriquece en sus extraordinarias melodías.


Hoy, en su natalicio 65, lo recuerdo con cariño y respeto, reconociéndolo como uno de los personajes que más influencia han ejercido en mi vida. También le rindo este pequeño homenaje, basado en la memoria, pensando que algún día pueda llenar el hueco que quedó en mi corazón la noche que no pude verlo ni hacer parte de su locura en vivo. La semilla que Charly García sembró en mi vida está reflejada en las angustiosas horas que paso aquí sentado, tratando de hacer música con las palabras, respirando con potencia, y soñando que con esfuerzo y pasión las cosas pueden cambiar. Gracias a él hoy me encuentro más cerca de la revolución.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

lunes, 17 de octubre de 2016

El día que secuestraron la paz (Segunda parte)



De ahí en adelante todo fue de mal en peor. El Presidente Santos convocó una cumbre extraordinaria por la paz, a la cual los representantes de NO le dijeron NO, dejando todo patas arriba, con un avispero nublado amenazando todo el país. Así son ellos, tiran la piedra y esconden la mano, como el germen del paramilitarismo fecundado por rencores personales, que se materializan en mentiras, masas y falsas doctrinas de seguridad, orden y moral.

Comenzó la incertidumbre, la cual no se ha removido desde aquel día en que secuestraron la paz. Las brillantes propuestas de Uribe, Pastrana, Ordóñez, Marta Lucía Ramírez, Paloma Valencia, María Fernanda Cabal y la multitud que se les fue detrás, comenzaron a salir a flote. Mi propuesta favorita fue la de la amnistía,  que de hecho se  me pareció a la del acuerdo firmado en Cartagena. En cuanto a la obsesión por la ideología de género, concluí que lo que quieren es imponerla, para que el patriarcado heterosexual hegemónico continúe siendo la única forma de vida posible.

Con el pasar de los días, la indignación se acrecentó. Pero también la esperanza, pues las movilizaciones por parte de los grupos estudiantiles dejaron una consigna firme, clara y contundente: “Queremos paz. Ni un disparo más. Acuerdos YA”. Ver a miles de personas, de todas las edades, profesiones, oficios y ámbitos, fue, no solo un aliciente, sino un estímulo para continuar luchando por lo que queremos todos los colombianos, lo que ya teníamos y nos robaron: la paz.

El 5 de octubre, tres días después de la catástrofe, los ponentes de NO (el grupo de los EX –presidentes y procurador-), llegaron a la Casa de Nariño a renegociar lo que no entendían. Se demoraron tres horas, después de seis años de insolencia diplomática. Comieron galletitas en forma de paloma, no de Valencia sino de paz, y salieron a darle la cara a la opinión pública. Pastrana ya no estaba; llegó temprano y temprano se fue. A lo mejor quería terminar de conocer la Casa de Nariño, la cual dejó abandonada a su suerte en los cuatro años de su periodo presidencial, cuando Tirofijo lo dejó plantado, con la profética misión de frustrar lo que nunca logró.  

El mensaje de Uribe, en resumen, fue lo mismo: No vamos a ceder un palmo. Guardó la tableta y salió, abriéndose paso entre su equipo de prensa, toteado de la risa y ansioso, como con ganas de ir al baño. No se arregló nada y no le importó. Al fin y al cabo, hasta ese entonces, era el Gran Colombiano. Esa misma tarde salió desde el Planetario Distrital la primera movilización post-plebiscito que terminaría concentrada en la Plaza de Bolívar para exigir la implementación de los acuerdos: La tercera marcha del silencio.

Esa misma noche, cuando los ojos del mundo estaban concentrados en los ríos de gente que marchaban por la paz, Juan Carlos Vélez Uribe, promotor de la campaña del NO, confesó en entrevista con el diario La República, los nefastos métodos de propaganda con que engañaron a más de 6 millones de personas que salieron a votar emberracadas, tal como quería el Centro Democrático. Nadie le puso cuidado a la entrevista, hasta la mañana siguiente cuando las grandes emisoras pusieron el tema sobre la mesa; y Uribe, por su parte, dejó en su Twitter, del modo más descarado: “Hacen daño los compañeros que no cuidan las comunicaciones”.

A cada sector de la población le dijeron algo distinto. A los pensionados los horrorizaron con el cuento de que les quitarían el 7% de su pensión para pagarle a “los narco-terroristas de la FAR”. A los cristianos los escandalizaron con la calumnia de la ideología de género, tema que venía candente con el montaje de las cartillas de educación sexual. Y a los empresarios los amenazaron con la inminente expropiación de tierras que dejaría a Colombia en condiciones similares a las de Venezuela, aunque sin metro ni cable.

Los escenarios posibles para salvaguardar el acuerdo logrado en La Habana eran muy pocos. Todo estaba muy enredado y Santos, que apostó y perdió su capital político, junto con su tranquilidad personal y familiar, gobernaba por inercia, desesperado por el ambiente que se respiraba en el país. Y así, cuando todo se veía perdido, el viernes 6 de octubre, a la madrugada, se conoció una noticia que le cambió la cara al país y, sobre todo, al Presidente Santos. Era el nuevo Nobel de Paz.

La decisión tomada por la Academia Noruega fue recibida con júbilo. El espaldarazo que la comunidad internacional le brindó a Colombia, y especialmente al Gobierno Nacional, fue muy significativo. El sector de la oposición, que se sentía triunfante en la confusión de sus juegos hermenéuticos, se pronunció con soberbia, intentando quedar bien ante todo el país, sin dejar de lado su chantaje democrático, con el que le hacían pistola a cualquier posibilidad de acuerdo inmediato. La envidia corrompe, pero es mejor despertarla que sentirla.

A pesar de todo, las buenas noticias prosiguieron. El 10 de octubre el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más grande de nuestro país, anunció, como muchos lo anhelábamos, el inicio de los diálogos con el Gobierno Nacional a partir del 27 de octubre en Quito, Ecuador. La primera condición para iniciar el proceso fue la demostración de voluntad de paz del ELN, por medio de la liberación de sus secuestrados. Pablo Beltrán y sus muchachos están listos para dar el paso que dieron las FARC-EP, a sabiendas de los riesgos inminentes, luego de firmar un acuerdo bilateral. Ojalá no les saboteen el proceso.

En fin, Colombia es un país impredecible, lleno de sorpresas agradables y conmociones desastrosas. La paz no está muerta, está secuestrada, y no sabemos cuánto tiempo más vaya a ser capaz de sobrevivir así. No se sabe qué pueda pasar en los próximos días, pero, bajo ninguna circunstancia, debemos resignarnos a la deriva. Aprendamos de las lecciones que nos deja este momento histórico, y no nos olvidemos de la responsabilidad que tenemos, en la vida práctica, para la construcción de una paz estable y duradera.


Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


domingo, 16 de octubre de 2016

El día que secuestraron la paz (Primera parte)



Después de días de espera y vigilia, con la clara intención de permear con mis acciones el nuevo capítulo que habría de comenzar en la historia de Colombia, llegó el momento de salir, en medio de nubarrones grisáceos que desprendían toneladas de agua, a sufragar, como lo haría menos de la mitad del país ese día y que para mí era la primera vez que lo hacía. Recibí la cédula apenas tres semanas antes sin contar con la fortuna de ser designado como jurado de votación, algo que me hubiera gustado mucho para poder observar de cerca la dinámica de las urnas y el comportamiento de los electores.

Desde muy temprano encendí el televisor para estar al tanto de la jornada electoral que decidiría el futuro de nuestra nación, después de 52 años de conflicto armado interno. Estaba impaciente, caminaba por toda la casa y evocaba las imágenes que me produjo la lectura previa de la novela que llevó a Colombia a formar parte de las letras universales, de la mano de Gabriel García Márquez: Cien años de soledad.

Apenas una semana antes había visto, con emoción y júbilo, el solemne acto en que se firmaron los acuerdos pactados entre el secretariado general de las FARC-EP y el equipo negociador del Gobierno Nacional. El evento se llevó a cabo en Cartagena de Indias, la ciudad de donde datan muchas de las crónicas coloniales que dan cuenta de la historia de este país y la violencia que lo acongoja desde hace siglos, cuando aún no se llamaba Colombia.

Timochenko y Santos fueron los protagonistas el día de la firma. El comandante de las Farc se llevó un gran susto con los aviones que le mandó el Presidente de la República con el fin de saludarlo y no de bombardearlo, como acostumbraba  hace menos de diez años. Aunque muchos se burlaron y aprovecharon la anécdota para atacar al guerrillero, yo me compadecí y, en contra de las buenas costumbres patrióticas, alabé el discurso de Jefe del Estado Mayor de las FARC-EP, que más tarde mostraría, no la vehemencia de sus opositores, sino el equilibrio de su experiencia, en la semana más crítica e inestable que haya acontecido en la vida desenfrenada de este pueblo mío.

Me miré al espejo, sonreí, tomé aire y me prometí que a partir de ese día, en consecuencia con mi voto, contribuiría a la consolidación de una paz estable y duradera, como rezaba el tarjetón del plebiscito, poniendo al servicio de la comunidad mi energía, mi tiempo y las facultades afianzadas en la universidad y en mis interminables horas de lectura. Así las cosas, me vestí, teniendo como primera referencia la camiseta de la Selección Colombia, la misma que usó Daniel Torres el día que nos eliminaron de la Copa América y que dejó de usar el día que peló el cobre como evangélico fanático, para impregnar de animismo primitivo ese día que, hasta hoy, ha repercutido en la memoria de quienes sentimos, con dolor y euforia, la patria que nos parió.

Salí con mi familia, con la cédula lastimando las intersecciones de mis manos, impregnadas de humedad sudorípara, con la frente en alto y la proa orientada a lo lejos. Iniciamos el recorrido, con destino al Colegio Cristo Obrero, que no dejó de parecerme un nombre apropiado para la verdadera índole de Cristo: un revolucionario de tiempos pasados, que se opuso al statu quo de su contexto, y que las instituciones se han encargado de tergiversar, mostrándolo como un ser de poderes prodigiosos que andaba sobre el agua y le pasaba a los cerdos los demonios de los hombres.
La tarde se llenó de expectativa. Los canales nacionales se enfrascaron en transmitir lo que sería la legitimación del acuerdo mejor logrado en una sociedad latinoamericana y que terminó siendo el oprobio más grande de este país. Los analistas, los informantes, los Nostradamus; todos hablaban y mencionaban datos y estadísticas, y solo muy pocos acertaron.

Ese 2 de octubre, aunque se suponía que era un día para la paz, también hubo muchos atentados: el Frente Primero de las Farc dejó explosivos cerca de un puesto de votación; Uribe, en medio de su desesperación, hizo juegos de palabras sin conseguir un buen soneto, diciendo que “la paz es ilusionante; los textos de La Habana, decepcionantes”; Pacho Santos decidió que lo único que importaba era votar, así fuera por el SÍ; y Alejandro Ordoñez estuvo a punto de morir asfixiado tras atragantarse con ostias consagradas, como parte de un pacto con el Señor para salvar a Colombia del castro-chavismo homosexual ateo.

Por su parte, Matthew arrasó con todo lo que encontró a su paso, inclusive con los sufragios de miles de personas que se quedaron por fuera del marco electoral. Hasta el momento, es incierto el número de votantes potenciales que no pudieron ejercer su derecho por culpa de este huracán, que en pocos días dejó tanta muerte como los cinco lustros de guerra en Colombia. Lo peor fue que con él no se podía negociar ni firmar acuerdos, pero igual para qué, seguramente los colombianos hubieran dicho que no con el argumento de que esa era la voluntad de Dios y que con eso no se negocia. (Álvaro 3:11).

Ya con resignación, por los resultados de los boletines, que me dejaron más frío que Andrés Felipe Arias cuando lo cogieron en Miami, escuché entre los zumbidos de mi dolor, el Himno Nacional de Colombia, que no dejó germinar la paz, y que no sonó con flautas armoniosas sino con tambores de guerra. La noticia se supo y era como una pesadilla inaudita, producto de un sueño de guayabo de alcohol y drogas, en un país como este, que es hiperactivo, borracho marihuano bazuco.

“El problema no es ni la guerrilla ni los paramilitares” pensé, “es la gente de Colombia, que ya se acostumbró a la guerra y sigue creyendo en la Ley del Talión, reivindicada por la seguridad democrática. Que ahora las Farc hagan lo que quieran, pues todo el pueblo los acaba de legitimar, y de ahora en adelante yo no los voy a juzgar”. No hubo tiempo para una reflexión razonable o estadista. Todo era resentimiento, dolor, culpa, decepción y rabia.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

sábado, 1 de octubre de 2016

Visiones de paz



El pasado miércoles 21 de septiembre, se desarrolló en el Auditorio Hernán Linares de UNINPAHU un foro que llevaba como título “Visiones de paz”, el cual trataba de integrar, en un espacio inclusivo y democrático, las diversas perspectivas que se tenían en torno a los procesos de paz en nuestro país.


En la ponencia del profesor César Torres, un docente con más de 30 años de labor educativa, nos centramos en uno de los aspectos más importantes para la consolidación de la paz en Colombia: la educación. Durante las últimas semanas, arrastrados por la explosión mediática, nos hemos enfocado en aspectos superficiales y poco esenciales que nos han llevado a asumir posturas erróneas y carentes de reflexión, alimentando más y más esa actitud individualista y vengadora que, entre otras cosas, ha llevado a nuestra nación a un derramamiento de sangre inmiscuido con la corrupción y otras degeneraciones éticas presentes en la historia del país. Nos escandalizamos sobremanera porque se le darán 5 o 6 curules en el Congreso de la República a los líderes mejor estructurados de las Farc, y nos alzamos en huestes a decir que cómo así que les van a pagar a los guerrilleros de a 8 millones cada uno después de todo lo que han hecho. Y la verdad es que no salimos del concepto de la adquisición capitalista, de la posesión de bienes, de esa competencia desaforada para ver quién vale más por lo que tiene y no por lo que es.

De 102 senadores que conforman el Congreso de la República, no reconocemos a más de 15 que participen en debates de interés social y público, porque el resto va a calentar la silla. Entonces, ¿qué tiene de malo que nuevos senadores, de ideología radicalmente contraria a la convencional, tengan la posibilidad de participar en discusiones y debates? Todos salimos ganando; entre más ideas mejor. Que no se nos olvide pues, que si en la época del Frente Nacional se le hubiera permitido al sector de la izquierda hacer parte de la vida política del país, no hubiese tenido que recurrir a las armas para hacerse sentir, y lo que es peor: doler. No podemos seguir enfrascados en esa discusión tan baladí que mira desde el oprobio de una moralidad falsa, infundada por falsos próceres, que se intrigan al ver que ya no tendrán todos los beneficios que tenían antes, cuando eran los únicos mamones de la teta pública.

Es justamente esa la herencia de la cultura del narcotráfico que se acentuó en nuestro territorio: la de sufrir por las posesiones ajenas y hacer lo que sea por las propias. Solo valoramos lo cuantitativo, lo pasajero, e ignoramos la cantidad de beneficios que nos puede traer a todos el fin de las confrontaciones armadas para darle paso a las discusiones políticas. ¿No será que así esos senadores mediocres y parsimoniosos se pondrán las pilas para estar a la altura de las nuevas exigencias políticas que trae el fin de la guerra? Ya no será suficiente tildar de “narcoguerrillero”, “mamerto” o “paraco” a nuestros contendores políticos. No serán los adjetivos hiperbólicos los que validen un discurso u otro; serán las ideas, los constructos de pensamiento y las propuestas (con sus respectivas acciones) las que distingan a un partido de los demás, y le den el lugar que se merece dentro de la sociedad. Y esto no solo incluye a la clase política, sino a todos los ciudadanos, que de una u otra forma, tienen el deber de asumir y consumar el acuerdo pactado entre los dos bandos más temidos y poderosos de Colombia. Nos llegó la hora de construir, desde la diferencia, lo que siempre hemos querido y con lo que soñamos todas las noches: un país más normal, un territorio en el que se puedan expresar, sin miedo a la muerte, las ideas, opiniones e ideologías, libre y democráticamente.

Según el historiador Edgar Ferez, cuya ponencia se centró en la importancia del lenguaje en el actual contexto colombiano, hemos llegado tarde a dicho tema, pues seguimos destruyendo a las personas por medio de las palabras, entorpeciendo cada vez más los procesos de comunicación, fundamentales para la edificación de seres sociales, activos en la dinámica de su país.

El conflicto que hemos tenido durante 52 años, radica en la incapacidad que tuvieron para escucharse los diferentes grupos políticos que conocemos, porque creían que lo mejor era opacar el pensamiento del otro, imponiendo el suyo por encima de los demás, generando así oligarquías excluyentes, con ínfulas dictatoriales, pero reguladas por entes democráticos. Ahí está el problema: en que solo nos escuchamos a nosotros mismos y nos creemos dueños de la verdad, pretendiendo que todos deben pensar como lo hacemos nosotros. Por eso exterminamos a todo un partido político, y legitimamos cada una de las muertes de sus simpatizantes, porque nos convencimos de que a los guerrilleros se les da de baja y a los militares se les asesina; porque naturalizamos la guerra y hasta nos acostumbramos a celebrar los operativos militares que, bombardeando la selva, apagaron cientos de vidas que no estaban dispuestas a ceder un palmo hasta no consolidar un patrimonio político, negado e ignorado lustros atrás.

Nunca antes en la historia de Colombia, habíamos estado tan cerca de la democracia, porque si bien esa es la forma de gobierno que identifica a nuestro país, siempre estuvimos limitados a ver solo una cara de la moneda, a excluir a los que piensan diferente y a condenar al olvido a todo lo que no nos parece. Hoy, con el recuerdo de millones de vidas perdidas por este conflicto, es un día para perdonarnos, reconciliarnos, abrazarnos y, lo más importante, escucharnos. Que no nos vuelva a pasar, que no nos vuelvan a callar. Colombia ha entrado en una nueva era, se ha humanizado y ha crecido como nunca. La estirpe de los guerreros solitarios se ha extinguido, y la nación que quiso el libertador se ha puesto en marcha.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores