sábado, 28 de enero de 2017

No elegimos creer



Siempre se nos ha dicho que hablar de religión o política en encuentros familiares o reuniones de amigos es de mal gusto, de mala educación. Esto pasa porque nos hemos acostumbrado a ver la diferencia como algo malo, un peligro al que nos exponemos. Nos limitamos sencillamente a decir que respetamos la opinión del otro (aunque en el fondo no lo hacemos exactamente así) para evitar discusiones o confrontaciones desagradables. Dentro de todo, creo que hay algo de sensatez en esta conducta, pues para qué formarnos un mal ambiente pudiéndolo evitar a toda costa, habiendo muchos más temas para hablar. No tiene mucho sentido esto de debatir (o simplemente conversar) alrededor de un tema que sabemos nos va a separar y mostrar contrastes. Justo lo que no queríamos ver.

No digo que sea bueno buscarle pelea a la gente, ni ser puntilloso con estos temas, generalmente sensibles. Sino que es prácticamente imposible desconocer tales diferencias que existen entre nosotros y de las cuales, creo yo, lo más sano es reconocerlas. Pero ese reconocimiento debe darse a partir de una exploración, primero de nosotros mismos, y luego del otro, o mejor digamos del prójimo, porque si no suena muy feo.

Yo, como la gran mayoría de mis compatriotas, nací, crecí y me crie bajo los fundamentos y creencias de la religión católica. Aprendí desde muy temprano los valores intrínsecos a esta doctrina, las oraciones, el valor de las imágenes, la importancia de ir a misa todos los domingos y rezar antes de dormir. No fue algo que yo eligiera, simplemente fue así. Y asimismo, cada persona, dependiendo del contexto en que haya nacido, se forma una idea, una concepción del mundo, que desde muy pequeño, por obra y gracia de sus padres o encargados de su crianza,  se instala, como un chip, en su mente.

Con el paso de los años, y especialmente con la llegada de la adolescencia, las creencias adoptadas en los años infantiles pueden fluctuar, titubear un poco. Esto pasa porque la pubertad es por naturaleza una época de impulsos, de rebeldía, deseos de libertad y ganas de cambio. En esta etapa exploramos, no solo nuestro cuerpo, sino también nuestra mente. Es la edad de decidir sobre el proyecto de vida, lo que nos gustaría hacer en el futuro y, sobre todo, cómo nos vemos de ahí en unos cuantos años. Por eso se dan las crisis, porque llega el momento de confrontar lo previamente aprendido y creído, con lo nuevo, con lo que hay en los demás, con lo que, sin poder hacer mucho al respecto, vemos en nuestro entorno, y lo que es peor, nos llama y nos invita a seguir, degustar, probar, ser.

Sin embargo, cuando nos sentimos en peligro y tenemos miedo, como acto instintivo y natural, nos refugiamos, y no en cualquier cosa sino en lo que ya conocemos y nos parece seguro. Eso no tiene nada de malo ni creo que sea válido juzgarlo en términos filosóficos, pues como diría Abad Faciolince en El olvido que seremos (2006)

“No tendría sentido arrepentirse de algo que dependió tan poco de la voluntad y tanto de las circunstancias de haber nacido en este momento de la historia, en este rincón de la tierra, en ese entorno familiar, y no en otros. [...] En últimas, en asuntos de religión, creer o no creer no es sólo una decisión racional. La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro sentido, que es casi imposible de desaprender. [...] No creen en fantasmas o en personas poseídas por el demonio quienes los han visto, sino aquellos a quienes se los hicieron sentir y ver (aunque nos los vieran) desde niños”.

En consecuencia, casi todo lo que somos hoy es el resultado de una serie de condiciones que, no estando sujetas a nuestra voluntad, contribuyeron a la formación de cada uno. Aun así, si ponemos lo suficiente de nuestra parte, podemos modificar, o al menos moldear, aspectos con los que no estemos de acuerdo y, poco a poco, adoptar nuevas posturas con las que nos identifiquemos mejor, porque el cambio y la variación también son buenos, aunque estos sí dependan más de nosotros que de nuestras circunstancias. Es bueno tener la intención de variar y evolucionar, conociendo nuestras limitaciones iniciales para tener una mejor comprensión de lo que somos, y asumir con el mismo respeto y consideración al que no se nos parece tanto.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

viernes, 20 de enero de 2017

Entre la realidad y la ficción



La vida, en su constante devenir, nos va mostrando, casi siempre de modo saturado, un complejo sistema de realidades que, entre unas y otras, conforman la cosmovisión social o general de la realidad. Diariamente tenemos ante nosotros cualquier cantidad de realidades, tan distintas entre sí, que sencillamente no nos alcanzaría esta vida ni la próxima (si es que hay otra) para conocer los diferentes mundos que nos rodean y que pasan por nuestro lado, van en el bus con nosotros, viven al frente, a diez o 45 cuadras de nuestra casa, y que forman parte, al igual que nosotros, del engranaje social que le da forma a la vida tal y como la conocemos.

Los sociólogos Peter Berger y Thomas Luckmann, en su Construcción social de la realidad, plantean que existe una realidad, suprema e innegable, de la que ninguno se puede escapar: la de la vida cotidiana. Esa realidad la construimos a partir de un “aquí” y un “ahora”, siendo el cuerpo y el presente la materialización de estos elementos respectivamente. Así, la realidad que construimos en cada una de nuestras vidas, se encuentra determinada por la distancia en que nos encontremos de nuestros objetos de interés, llámense como se llamen. Si, por ejemplo, soy un estudiante de arquitectura, mis intereses estarán guiados por todo lo concerniente a esta materia de estudio y lo que a ella se refiere. Además, puesto que es una carrera universitaria y presencial, deberé relacionarme con otras personas y entrar a hacer parte de un conjunto específico (estudiantes, profesores, funcionarios de la facultad, etc.) Asimismo, siguiendo la dinámica regular de las universidades, el semestre académico llega a su fin, y, entre uno y otro, hay un periodo de dos meses. En ese tiempo, supongamos, he decidido realizar actividades completamente distintas a las que conforman mi rutina, porque he sentido la necesidad de cambiar de ambiente para descansar; decidí tomar clases de piano, ir al teatro una vez por semana, practicar natación y asistir a cuanta fiesta me inviten. Pasados los dos meses deberé regresar a mis deberes académicos, es decir, a mi realidad pues, sin decir que las pasadas vacaciones estaban fuera de ella, fueron más una variación temporal de mi cotidianidad; algo que todos, sin duda, necesitamos.

Las vacaciones son una forma de tomar distancia de la realidad (en su acepción de cotidianidad), sin salirse por ello de lo real, es decir, no forman parte de la ficción. La ficción, por definición, hace referencia al acto de fingir. Y fingir, por más bien que se haga, queda por fuera de toda intención que favorezca lo real. En ese orden de ideas, podemos decir, sin arriesgarnos mucho y siguiendo una lógica recta, que la realidad es justamente lo contrario de la ficción, porque si esta le da los elementos a aquella, aquella no podría igualar a esta, solo puede ser su reflejo. La ficción toma elementos de la realidad para poder conformarse, aunque no por ello se asume como una verdad inminente. El problema está cuando no somos capaces de distinguir entre la una y la otra, y creemos real la más pretenciosa de la ficciones. Dice Cervantes, en boca del cura que se obstina en sacar a Don Quijote de su locura: “… así como se consciente en las repúblicas bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para entretener a algunos que ni tienen ni deben, ni pueden trabajar, así se consciente imprimir y que haya tales libros –se refiere a los de caballería- , creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera ninguna destos libros”.

Una de las mejores cosas que tiene la realidad es que es algo flexible y variable, porque depende del contexto en que se encuentre (lo que era real ayer, hoy puede ser totalmente falso, y lo que hoy consideramos real, mañana puede ser una ridiculez) porque, al igual que la ficción, es una construcción de carácter social. De ahí que muchas ficciones se tengan como verdades, que antes tal vez lo fueron: porque no todos vemos la realidad de la misma manera, y aunque nuestros cuerpos se hallen en el presente, muchas mentes se quedaron en un punto de la historia, negándose a seguir avanzando, mientras que otras –aunque más pocas- se inclinan por mirar el porvenir. Y si cada contexto tiene su realidad, la cual debe cambiar junto con las épocas, ¿por qué muchas personas se siguen arraigando a los mismos principios morales y religiosos, dictados hace miles de años en circunstancias abismalmente distintas y en latitudes tan lejanas a la nuestra? ¿Por qué se sigue viendo a los “textos sagrados” como portadores de verdades absolutas, que regulan y determinan nuestra realidad inmediata, teniendo estos tan poca relación con nosotros? Creo que lo mejor sería realizar una lectura distinta, distante y sosegada, de estos libros, sean la Biblia, el Corán o el Gita. Así aprenderíamos más de ellos y nos evitaríamos cualquier cantidad de desengaños y tragedias que, por creer en ellos ciegamente, terminamos sufriendo.


Yo también quisiera que la realidad fuera distinta. Quisiera que Trump no hubiese sido elegido presidente de los Estados Unidos, y no haber tenido que oír su discurso egoísta, avariento y populista. Pero esas son realidades que no se pueden negar. Lo único que nos queda es oponer nuestra realidad a esa otra que nos mortifica, haciéndola valer como lo que es, para que la ficción sea el instrumento que nos ayude y no la trampa que nos engañe.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

sábado, 14 de enero de 2017

Fragmentos de la memoria



Pasaron muchas cosas antes de volver a experimentar la inigualable sensación de tranquilidad y armonía, que solo frente a un libro, en el silencio de un recinto y, de vez en cuando, con la compañía de la música, se puede vivir: la lectura sosegada de un libro que venía en lista y que, por razones distintas, no habíamos podido abrir, para regocijarnos en él, en su portada, su peso, la textura del papel, la fuente, las imágenes, el olor.

El 2016 fue un año en el que, como si se tratara de un hecho místico, fuimos testigos de una serie de acontecimientos que dejaron ver lo que había detrás de las sociedades, al menos en el hemisferio occidental, para no mencionar la caótica situación bélica de Siria y sus alrededores. El Bréxit, la victoria del NO en el Plebiscito por la Paz, el triunfo electoral de Trump, fueron apenas grandes destellos de un fenómeno que, al menos en lo personal, considero grave e inconveniente para el mundo: la arremetida de la derecha en todos los rincones del planeta. A eso se le suma que, aprovechándose de esa fantasía decembrina que es la navidad, y en la que casi todos los colombianos estamos inmersos, los políticos implantaron un proyecto de reforma tributaria que para nada tuvo en cuenta a las clases trabajadoras del país, dejándolo gravado todo, hasta lo más básico y esencial.

En medio de esa serie de desengaños –porque no han cesado todavía- y con la certidumbre de lo que nos espera en el año en curso, algo hay que sacar de bueno y algo nos ha de sacar un suspiro, no tanto de desazón sino de inspiración. Estuve por estos días leyendo un libro que le da continuación a otro, esclareciendo sucesos y datos que habían quedado en lo abstracto, por ser apenas un ingrediente más en la composición del relato del que hacían parte. Estoy hablando de Traiciones de la memoria, de Héctor Abad Faciolince, que se publica tres años después de El olvido que seremos, uno de los textos más leídos y apetecidos de Colombia. El texto se divide en tres partes que dan razón, hasta cierto punto, de la vida de su autor, partiendo de los hechos que marcaron su existencia, el contenido de sus obras y, lamentablemente, del sangriento expediente de la historia de nuestro país.

Me arriesgaría a decir que la tesis central del texto radica en la demostración de lo débil que es la memoria, y de todos los esfuerzos que hay que hacer para lograr reconstruirla, por la misma importancia que tiene. “Cuando uno sufre de esa forma tan peculiar de la brutalidad que es la mala memoria, el pasado tiene una consistencia casi tan irreal como el futuro”, dice Abad en el prólogo al libro. Un poema en el bolsillo es la primera parte de la obra, y parte del enigmático poema de Borges hallado en el bolsillo de un hombre que fue asesinado por defender los Derechos Humanos en la ciudad de Medellín. El primer verso de aquel soneto inglés le da nombre al libro que el mismo Abad publicaría en el 2006: El olvido que seremos.

Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo.
Esta meditación es un consuelo.”


Inicialmente, como es de suponer, el origen del poema carecía de importancia, pues, como señalé antes, era apenas un detalle, en ese entonces, de un hecho atroz. Nunca se supo con exactitud quién fue el asesino de Héctor Abad Gómez; lo único cierto es que la orden de su ejecución fue dada desde la extrema derecha, por los paramilitares. Y así también, como un simple detalle, la historia colombiana dejó pasar este crimen que la justicia nacional no pudo resolver. Quedando esto prácticamente impune, solo quedaba algo que por muchos años fue un enigma sin importancia, un misterio sin color: el origen del poema.

Al cabo de un tiempo, a causa de los señalamientos de algunas personas que afirmaban que el soneto era apócrifo, el autor de La oculta terminó embarcándose en una de las investigaciones más apasionantes, con una obsesión pocas veces vista, que le llevó a varios lugares del mundo, donde, a lo mejor, no se hubiera imaginado estar, por lo menos con esa ocasión. Borges, pocos meses antes de morir –siendo consciente de la inminencia de la muerte- dejó una serie de poemas inéditos que le solicitó el poeta francés Jean-Dominique Rey, en una de sus visitas a Buenos Aires, para publicarlos en la revista donde entonces trabajaba. No habían terminado de editarse para su publicación, cuando Borges se sumió en un sueño del que nunca más volvió a despertar. Por no contar con la autorización pertinente, los poemas no salieron en la revista, sino que comenzaron a dar muchas vueltas, para luego terminar en las manos de unos jóvenes estudiantes mendocinos que, convencidos del origen de los poemas, los publicaron con el sello de sus “Ediciones Anónimas”, que nunca publicaba los nombres de los autores –a excepción de este-, con un tiraje de apenas 450 ejemplares.


De todos los datos e historias que giran alrededor de esta investigación (muchos omitidos aquí por cuestiones de espacio y memoria), surge una brillante reconstrucción, casi de carácter filológico que, a su manera, logró hacer justicia al salvar del olvido y la incertidumbre una serie de sonetos –posiblemente los últimos- que compuso una de las mentes más brillantes del cono sur del continente, y que forman parte de ese patrimonio artístico y cultural que enriquece nuestras vidas, a pesar de las inclemencias de la historia y la realidad, la cual, es conveniente no olvidar, al menos no del todo, para no inventarnos después lo que no pudimos recordar, porque la memoria traiciona y suele engañarnos con sus enigmáticos caminos y huellas, que al final no son más que fragmentos vagamente esparcidos en los oscuros abismos del olvido. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores