sábado, 19 de noviembre de 2016

El ruido de la conciencia (Cuento)



Aquel era un día igual a todos, atravesado por los punzantes y cancerosos rayos del sol; dominado por un aire helado, penetrante y confuso, que no permite que las arterias se liberen, porque siempre quedan expuestas a la intemperie del salvajismo climático. También había humo, como lo ha habido en los últimos años, dilatando la frontera terrestre que todos los días es carcomida por la escoria de la producción en cadena. Los niveles de contaminación del oxígeno han llegado a niveles tales que me he convertido en el más desdeñado fumador como nunca me imaginé en la infancia, ya que siempre me fue infundado un temor exagerado en torno al consumo de tabaco, mientras millones de empresas privadas viven contaminando el mundo, degradando los recursos naturales y acabando con el medio ambiente, y, por tanto, con nuestra salud. Rejas en las calles; mierda en los andenes; mutilados en la mitad las avenidas; prostitutas en carros caros; y buses llenos de esclavos blancos, morenos o mestizos, regularmente vestidos, hipnotizados por la promesa de una vida mejor, siempre postergada al mañana.


Tenía un alfiler en el vientre, un puñal que me torturaba por no saber con exactitud qué significaba. Como uno más de los tantos transeúntes, empecé a buscar almuerzo por las calles de la lujuria, que de día sonríen de frente, y de noche berrean ocultas. El restaurante que frecuentaba cerraba ese día; el sitio había quebrado al perder la mayoría de sus clientes, después de la tétrica tarde en que una anciana de senilidad precipitada se pegó un tiro en la sien, dejando sus sesos desparramados por el piso y su sangre pigmentando los platos de los comensales. Era una mujer pudiente, perteneciente a los antiguos cónclaves de la oligarquía liberal. Fue una clienta de paso, que nunca había frecuentado dicho establecimiento; comió muy bien (sopa, carne y ensalada),  acompañándolo todo con una cerveza Corona fría, la cual distribuyó en un vaso que llenaba hasta la mitad, dejándole suficiente espacio a la espuma. Al terminar con su porción, limpió impecablemente los cubiertos con una servilleta de lino que sacó de su bolso, y luego le ordenó al mesero que le trajera la carta de los postres. Después de analizar el menú, con una parsimonia profunda, pidió que le trajeran un flan de chocolate, el cual almibaró con la miel que le llevaron en un fino recipiente de vajilla, y se dispuso a contemplar la fugacidad de los sabores, que derretían su boca en un pantano de placer gustativo, trayendo a su memoria los más recónditos días de su cómoda infancia.

La anciana, de mirada complacida y agotada, se limpió los labios con su fina servilleta de lino, la cual dobló metódicamente, dejándola expuesta frente al plato vacío, aunque embadurnado de chocolate y miel. Se enderezó, tomando aire por su nariz, y formó un gesto de dignidad monárquica, mientas la expresión de su rostro perdía todos los colores de su vida pasada, sin destemplar por un solo instante la rigidez de su enfoque óptico. Sin hacer nada más, con su cartera clásica de corte europeo sostenida sobre sus piernas, adornadas a la vez con medias de seda blanca para damas exquisitas, sacó de su regazo un revólver cargado con una bala puesta en un tambor de seis; le quitó el seguro al arma, se la llevó al costado derecho de su cabeza, justo entre la frente, el ojo y la oreja, y jaló del gatillo, sin haber visto la pólvora que quemó aquel tejido de su piel, el cual se reventó como un globo lleno de sangre tibia, diabética, lenta y agridulce.


Desde aquella vez nadie más volvió a arrimarse por ese restaurante, donde vendían los mejores cortes de carne que se hayan visto en ese sector de la ciudad. La gente huía despavorida al percatarse de su cercanía, pues el sitio estaba manchado de muerte y pecado, y en ese entonces el suicidio ostentaba el título del más impío de los pecados. De hecho se decía en iglesias, confesionarios, esquinas y tiendas, que aquel que tuviese el valor de suicidarse sería el próximo heredero de Satanás en el Reino de las Tinieblas, donde van a parar todos los suicidas existencialistas, de los que ya quedan muy pocos, porque ahora la gente se mata por físico cansancio o pobreza espiritual, lo que ahora llaman “tusa”.

Como “Los platanales” había cerrado para siempre, y de allí ya no quedaban sino las mesas empolvadas, algunas con diminutos coágulos perpetuos, me vi obligado a continuar mi marcha en busca del alimento que reclamaban mis entrañas, sin esfondar mi bolsillo, que estaba a punto de perder su única fuente de ingresos. Al cabo de unas cinco cuadras en las que no miraba sino el suelo empedrado que ornamentaba la ciudad, me detuve al frente de un letrero que decía “Las arepas de Jacinto”, y que tenía debajo un mostrador repleto de arepas de queso, buñuelos, pandebonos y empanadas. Un moreno de pelo corto, rapado a los lados, me convidó a entrar, y me enseñó el menú del día, compuesto por lo que acostumbraba comer en mis tiempos de obrero: sopa y seco. Claro, no cualquier sopa ni cualquier seco. La sopa era de cebada, con limadura de hueso en el centro, y perejil en la superficie; el seco, abundante y humeante, llevaba arroz blanco, lomo de cerdo en salsa, una tajada de plátano maduro medio quemado, y una porción de ensalada, la cual no dejó de parecerme demasiado fuerte y un poco rancia. En fin, un plato típico y corriente para los que contamos apenas con lo suficiente para no pasar de largo en una tarde laboral.

Antes de que la encargada de llevarle la comida a los clientes me trajera el almuerzo, un sonido hosco, ronco, grave, enfermo, perturbante y brutal, se desató con la estridencia de una guerra centenaria, imponiendo una barrera entre el espacio-tiempo real y el entendimiento humano-animal, que se vio seriamente afectado en sus puntos más álgidos. Un hombre de no más de 25 años, encendió sin compasión no una pistola, sino una metralleta para pintar, conectada a un tanque lleno de pintura metalizada, la cual accionó contra un objeto que nunca comprendí qué era. Podía ser un carrito de mercado, una jaula para animales, un estante para vender productos, una pieza mecánica, o el esqueleto de una cuna para bebés gigantes. El ruido era similar al de un taladro eléctrico, pero con todas las revoluciones puestas al límite; y el volumen probablemente superaba al del motor de una Harley Davidson. A partir de entonces comenzó la tortura: un zumbido constante y torpe, que enmudecía la realidad del fondo y estupidizaba más que cualquier telenovela nacional. Un sonsonete sin pausa, una interferencia espacial, un ciclo sin fin y una tortura de corte medieval, que me destrozó los oídos, provocando un daño sin retorno.

Me trajeron la comida, tal como la había imaginado; pero la mesera, de ojos brillantes y senos armoniosos, solo vio mi expresión de agradecimiento, porque las palabras fueron absorbidas por la inmundicia de la máquina industrial. Parecía un agujero negro, que todo lo anulaba, hasta el más brillante de los destellos cósmicos y que no permitía el escape de las palabras, por más poéticas, reales y puras que fuesen. Me empecé a desesperar. Todo parecía una vieja película de rodaje norteamericano, sorda y muda, impenetrable e intemporal. Lo que más me asustaba era la sombra del ruido; las paredes, las mesas, la sopa, la limonada y el tenedor, temblaban al ritmo de las ondulaciones estruendosas que acuartelaban ese rincón de arepas y gustos sudamericanos. Pasaron cinco, diez, quince minutos, y el ruido no cesaba; veinte, veinticinco, treinta, y el almuerzo se me hacía eterno. Pero nada me sacó más de mis cabales que el haberme percatado que a la gente no le importaba para nada la molestia de ese monstruo mecánico. Seguían hablando; conversaban y se reían, cuchicheaban y coqueteaban, como si nada estuviera pasando. Todos estaban enfermos, pero se veían sanos. Sus espíritus estaban perdidos en ese pozo infernal de desenfrenado bullicio.


Cuando terminé de mirar a las personas que ocupaban las mesas, y que parecían no escuchar nada, me sentí contrariado e inmediatamente impotente. Comprendí que estaba solo y nada podía hacer por más mal que me sintiera. La evidencia era clara: solo sufren quienes solos están, quienes a nadie tienen, quienes están condenados a morir de frío en la intemperie  de su abandono. Por eso ellos, los del restaurante, no sentían nada. Porque compartían sus causas, sus dolores, sus historias. Yo, en cambio, andaba sin rumbo por la vida, sin un puerto al cual llegar ni un refugio al cual volver. En cuestión de segundos, el estrépito de la máquina dejó de ser una molestia y se convirtió en un suave ronroneo felino que me acarició y se hizo mi mejor amigo. Ya no estaba solo. Ese ruido, antes maléfico y demoníaco, era entonces mi compañero, mi silencio.

Insospechadamente, el tipo apagó la máquina. La tribulación de la que fui testigo fue tan violenta que no me inmuté, y mis pupilas se dilataron, estrellándose contra la pared. Qué castigo tan horrible.

¡Cabrones!–grité- ¡vuélvanlo a prender!

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


No hay comentarios.:

Publicar un comentario