Aquel era un día igual a
todos, atravesado por los punzantes y cancerosos rayos del sol; dominado por un
aire helado, penetrante y confuso, que no permite que las arterias se liberen,
porque siempre quedan expuestas a la intemperie del salvajismo climático.
También había humo, como lo ha habido en los últimos años, dilatando la
frontera terrestre que todos los días es carcomida por la escoria de la
producción en cadena. Los niveles de contaminación del oxígeno han llegado a
niveles tales que me he convertido en el más desdeñado fumador como nunca me
imaginé en la infancia, ya que
siempre me fue infundado un temor exagerado en torno al consumo de tabaco, mientras
millones de empresas privadas viven contaminando el mundo, degradando los
recursos naturales y acabando con el medio ambiente, y, por tanto, con nuestra
salud. Rejas en las calles; mierda en los andenes; mutilados en la mitad
las avenidas; prostitutas en carros caros; y
buses llenos de esclavos blancos, morenos o mestizos, regularmente vestidos, hipnotizados por la promesa de una vida
mejor, siempre postergada al mañana.
Tenía un alfiler en el
vientre, un puñal que me torturaba por no saber con exactitud qué significaba. Como
uno más de los tantos transeúntes, empecé a buscar almuerzo por las calles de
la lujuria, que de día sonríen de frente, y de noche berrean ocultas. El
restaurante que frecuentaba cerraba ese día; el sitio había quebrado al perder
la mayoría de sus clientes, después de la tétrica tarde en que una anciana de
senilidad precipitada se pegó un tiro en la sien, dejando sus sesos
desparramados por el piso y su sangre pigmentando los platos de los comensales. Era una mujer pudiente,
perteneciente a los antiguos cónclaves de la oligarquía liberal. Fue una clienta
de paso, que nunca había frecuentado dicho establecimiento; comió muy bien
(sopa, carne y ensalada), acompañándolo
todo con una cerveza Corona fría, la cual distribuyó en un vaso que llenaba
hasta la mitad, dejándole suficiente espacio a la espuma. Al terminar con su
porción, limpió impecablemente los cubiertos con una servilleta de lino que
sacó de su bolso, y luego le ordenó al mesero que le trajera la carta de los
postres. Después de analizar el menú, con una parsimonia profunda, pidió que le
trajeran un flan de chocolate, el cual almibaró con la miel que le llevaron en
un fino recipiente de vajilla, y se dispuso a contemplar la fugacidad de los
sabores, que derretían su boca en un pantano de placer gustativo, trayendo a su
memoria los más recónditos días de su cómoda infancia.
La anciana, de mirada
complacida y agotada, se limpió los labios con su fina servilleta de lino, la
cual dobló metódicamente, dejándola expuesta frente al plato vacío, aunque
embadurnado de chocolate y miel. Se enderezó, tomando aire por su nariz, y formó un gesto de dignidad
monárquica, mientas la expresión de su rostro perdía todos los colores de su
vida pasada, sin destemplar por un solo instante la rigidez de su enfoque
óptico. Sin hacer nada más, con su cartera clásica de corte europeo sostenida
sobre sus piernas, adornadas a
la vez con medias de seda blanca para damas exquisitas, sacó de su
regazo un revólver cargado con una bala puesta en un tambor de seis; le quitó
el seguro al arma, se la llevó al
costado derecho de su cabeza, justo entre la frente, el ojo y la oreja, y jaló del
gatillo, sin haber visto la pólvora que quemó aquel tejido de su piel, el cual
se reventó como un globo lleno de sangre tibia, diabética, lenta y agridulce.
Desde aquella vez nadie
más volvió a arrimarse por ese restaurante, donde vendían los mejores cortes de
carne que se hayan visto en ese sector
de la ciudad. La gente huía despavorida al percatarse de su cercanía,
pues el sitio estaba manchado de muerte y pecado, y en ese entonces el suicidio
ostentaba el título del más impío de los pecados. De hecho se decía en iglesias, confesionarios, esquinas y
tiendas, que aquel que tuviese el valor de suicidarse sería el próximo heredero
de Satanás en el Reino de las Tinieblas, donde van a parar todos los suicidas
existencialistas, de los que ya quedan muy pocos, porque ahora la gente se mata
por físico cansancio o pobreza espiritual, lo que ahora llaman “tusa”.
Como “Los platanales” había
cerrado para siempre, y de allí ya no quedaban sino las mesas empolvadas,
algunas con diminutos coágulos perpetuos, me vi obligado a continuar mi marcha
en busca del alimento que reclamaban mis entrañas, sin esfondar mi bolsillo,
que estaba a punto de perder su única fuente de ingresos. Al cabo de unas cinco
cuadras en las que no miraba sino el suelo empedrado que ornamentaba la ciudad,
me detuve al frente de un letrero que decía “Las arepas de Jacinto”, y que
tenía debajo un mostrador repleto de arepas de queso, buñuelos, pandebonos y
empanadas. Un moreno de pelo corto, rapado a los lados, me convidó a entrar, y
me enseñó el menú del día, compuesto por lo que acostumbraba comer en mis
tiempos de obrero: sopa y seco. Claro, no cualquier sopa ni cualquier seco. La
sopa era de cebada, con limadura de hueso en el centro, y perejil en la
superficie; el seco, abundante y humeante, llevaba arroz blanco, lomo de cerdo
en salsa, una tajada de plátano maduro medio quemado, y una porción de
ensalada, la cual no dejó de parecerme demasiado fuerte y un poco rancia. En
fin, un plato típico y corriente para los que contamos apenas con lo suficiente
para no pasar de largo en una tarde laboral.
Antes de que la encargada
de llevarle la comida a los clientes me trajera el almuerzo, un sonido hosco, ronco, grave,
enfermo, perturbante y brutal, se desató con la estridencia de una guerra centenaria,
imponiendo una barrera entre el espacio-tiempo real y el entendimiento humano-animal,
que se vio seriamente afectado en sus puntos más álgidos. Un hombre de no más
de 25 años, encendió sin compasión no una pistola, sino una metralleta para pintar,
conectada a un tanque lleno de pintura metalizada, la cual accionó contra un
objeto que nunca comprendí qué era. Podía ser un carrito de mercado, una jaula
para animales, un estante para vender productos, una pieza mecánica, o el
esqueleto de una cuna para bebés gigantes. El ruido era similar al de un taladro eléctrico, pero
con todas las revoluciones puestas al límite; y el volumen probablemente
superaba al del motor de una Harley Davidson. A partir de entonces comenzó la
tortura: un zumbido constante y
torpe, que enmudecía la realidad del fondo y estupidizaba más que cualquier
telenovela nacional. Un sonsonete sin pausa, una interferencia espacial, un
ciclo sin fin y una tortura de corte medieval, que me destrozó los oídos,
provocando un daño sin retorno.
Me trajeron la comida,
tal como la había imaginado; pero la mesera, de ojos brillantes y senos
armoniosos, solo vio mi expresión de agradecimiento, porque las palabras fueron
absorbidas por la inmundicia de la máquina industrial. Parecía un agujero
negro, que todo lo anulaba, hasta el más brillante de los destellos cósmicos y que
no permitía el escape de las palabras, por más poéticas, reales y puras que
fuesen. Me empecé a desesperar. Todo parecía una vieja película de rodaje
norteamericano, sorda y muda, impenetrable e intemporal. Lo que más me asustaba
era la sombra del ruido; las paredes, las mesas, la sopa, la limonada y el
tenedor, temblaban al ritmo de las ondulaciones estruendosas que acuartelaban
ese rincón de arepas y gustos sudamericanos. Pasaron cinco, diez, quince
minutos, y el ruido no cesaba; veinte, veinticinco, treinta, y el almuerzo se
me hacía eterno. Pero nada me sacó más de mis cabales que el haberme percatado
que a la gente no le importaba para nada la molestia de ese monstruo mecánico.
Seguían hablando; conversaban y se reían, cuchicheaban y coqueteaban, como si
nada estuviera pasando. Todos estaban enfermos, pero se veían sanos. Sus
espíritus estaban perdidos en ese pozo infernal de desenfrenado bullicio.
Cuando terminé de mirar a las personas que ocupaban las mesas, y que
parecían no escuchar nada, me sentí contrariado e inmediatamente impotente. Comprendí
que estaba solo y nada podía hacer por más mal que me sintiera. La evidencia
era clara: solo sufren quienes solos están, quienes a nadie tienen, quienes
están condenados a morir de frío en la intemperie de su abandono. Por eso ellos, los del
restaurante, no sentían nada. Porque compartían sus causas, sus dolores, sus
historias. Yo, en cambio, andaba sin rumbo por la vida, sin un puerto al cual
llegar ni un refugio al cual volver. En cuestión de segundos, el estrépito de
la máquina dejó de ser una molestia y se convirtió en un suave ronroneo felino
que me acarició y se hizo mi mejor amigo. Ya no estaba solo. Ese ruido, antes maléfico
y demoníaco, era entonces mi compañero, mi silencio.
Insospechadamente, el tipo apagó la máquina. La tribulación de la que
fui testigo fue tan violenta que no me inmuté, y mis pupilas se dilataron,
estrellándose contra la pared. Qué castigo tan horrible.
¡Cabrones!–grité- ¡vuélvanlo a prender!
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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