viernes, 16 de junio de 2017

De la voluntad a la fortuna



La inminencia de la muerte en una vida libre de cadenas. La ilusoria libertad de un prospecto vivo que se arrasa en un momento culmen y se espanta por la indolencia del utilitarismo. El escape del lugar común que se ahoga en las tumbas con los muertos. Y la voz que nos habla desde el fondo del agua, sin ningún temor, sin ningún rencor. Memoria, solo memoria, imágenes encadenadas que se entrecruzan con el destino y se sumergen en la ausencia de la voluntad.

Con un reflejo humano, natural y complejo (o naturalmente complejo), Carlos Fuentes nos entrega una historia fascinante, de voz submarina y voluntad quebrantada, pues los hechos que la definen no dejan de ser espantosos, aunque no por ello menos proclives a la realidad. Y es ahí donde se encuentra la fortuna –no la riqueza-, sino eso que vagamente llamamos destino y que debemos contraponer a nosotros mismos. En eso que cada quien interpreta a su manera, lo que se satisface el deseo o frustra la necesidad. Ese juego siniestro condenado por algunos filósofos y reivindicado por otros. Eso que por más que queramos, no podemos cambiar.

En esta historia los juegos filosóficos se cruzan con la acción, y los caminos no son indiferentes al erotismo. San Agustín y Nietzsche conversan, discuten, se saludan, se pelean. La vocación de Spinoza se convierte en un ejemplo tan claro como sus cristales. Los impulsos, espirituales y carnales, desembocan en las consecuencias palpables, pero impredecibles a la vez. Y Maquiavelo reclama su vida y su ejemplo desde la tumba, confiesa lo impensable, lo negado, lo maldito, lo bendito.

“La fugacidad es nuestro destino pero la libertad es nuestra ambición y tardaremos mucho en entender que no hay más libertad que la lucha por la libertad”. También con conceptos –no posiciones necesariamente- maquiavélicos, unos personajes convierten en medios sus fines, mientras que otros se obsesionan con preparar el futuro, en su infructuoso intento por escapar del pasado. Las voces que emergen desde las profundidades de la tierra no cesan de clamar voluntades, en el arraigo incestuoso a esa primera y única vida que muchos mancharon con el propósito del poder que es “una mirada de tigre que te hace bajar los ojos y sentir miedo y vergüenza”.

Qué bella se torna la novela con sus asensos repentinos y sus choques en lo alto que nos envían a las profundidades el infierno. Un juego de voluntades que coquetean con la justicia, uniéndola y desuniéndola del perdón y la piedad en la pureza de sus espíritus. “Pues si Dios es la caridad infinita, al cabo tiene que perdonar a Lucifer y liberar a las almas condenadas al infierno. Anatema, anatema sea. Al diablo quien crea en la misericordia de Dios”. Porque se puede aprender que la misericordia humana no está solo en el altruismo –procedente de la culpa como estrategia- sino en la venganza misma, que se encarna como un ángel guardián que reclama justicia con la rectitud de la que carece el injusto, pero no por ello menos brutal.

Los interesados en historia y estudios sociales, pueden encontrar su cuota en las páginas de la obra, que se reconstruye para atrás en las vicisitudes de la Revolución Mexicana y el contraste de significativos momentos históricos que marcaron la historia de la humanidad. Pero como la historia se sigue escribiendo y el presente será pasado, queda el quisquilloso juego de descifrar las personalidades en medio del reflejo de la ficción.

Carlos Fuentes (1928-2012)

Sin ánimos de establecer pre-textos ni limitar a mi voluntad la fortuna del lector, exalto la materialización de un libro como este, que tiene como máxima cualidad su carácter humano y la sinceridad con la que narra una cabeza que se limita a contar, a recordar mientras cuenta, los caminos de su fortuna. Ojalá eso lo pudiéramos hacer todos después de muertos, pudiendo dejar clara la verdad, expuesta en un rollo de papel, haciendo justicia desde allí, desde el lenguaje, desde las letras.


“¿Por qué si hay cinco tigres en una jaula cuatro se alían para matar a uno?” Dejemos que Josué, o su cabeza, nos respondan, y nos remitan al escenario mortificante y placentero donde los espectadores ven el cauce y el devenir de La voluntad y la fortuna. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

viernes, 9 de junio de 2017

La educación no es un favor, es una obligación



No hay palabras que puedan expresar el hondo sentimiento de dolor, rabia, impotencia, resentimiento  y confusión al ver cómo los miembros del ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios) arremetían indiscriminadamente contra los docentes colombianos que cumplían su jornada de protestas en Bogotá el día 09 de junio de 2017.

Ya se cumplen cuatro semanas desde que inició el paro del Magisterio Nacional, y el gobierno colombiano insiste en que no tiene recursos para solventar la situación. El problema, a nivel social y mediático, es que la mayoría de la gente piensa que este paro es un capricho de los profesores para obtener un incremento salarial innecesario. La ministra de educación, Yaneth Giha, las pocas veces que le da la cara a la opinión pública, dice que la inconformidad de los maestros será satisfecha con unas bonificaciones (que ya de por sí deberían darles como trabajadores estatales).

Las causas van más allá. Miles de maestros son atendidos en un solo centro hospitalario en el caso de Bogotá, y la atención que reciben es deficiente, generando que diagnósticos importantes no se formulen a tiempo, poniendo en grave riesgo la vida de los profesores. Y no solo son los docentes quienes padecen esta injusticia, sino sus familias, que son beneficiarias del empleado público.

Por otra parte, volviendo la cara a los estudiantes, tenemos un ramillete de falencias provocadas por la negligencia del gobierno: los refrigerios que reciben los niños y los adolescentes en los colegios no cumplen con los estándares de calidad que se espera de un sistema público, más aún cuando se trata de los niños. Tampoco hay un servicio de transporte eficiente, teniendo en cuenta que hay menores que deben atravesar trayectos en demasía largos para poder asistir a su colegio, especialmente en zonas rurales. Sigamos.

El gobierno pugna por instaurar un modelo de jornada única, para lo cual, lógicamente, se da por sentado que los recursos y el acondicionamiento en las instituciones públicas es un hecho. En realidad, sucede todo lo contrario. Las instalaciones de los colegios no dan para recibir más alumnos. Hay salones con más de 40 estudiantes, lo cual resulta antipedagógico y desfavorece las condiciones para una educación de calidad. No se puede instaurar una jornada única cuando no se está preparado para ello, porque lo único que se generará serán más dificultades tanto en los procesos académicos como en la logística de las instituciones.

Muchas personas dicen que los docentes han dejado de lado lo más importante: los niños. Ese ha sido uno de los argumentos de patraña moral que muchos detractores del paro de maestros proclaman todos los días. Hacen un show estrepitoso con aquello de que los niños se están quedando sin clases y por ello son los mayores afectados. No niego que las jornadas se han visto afectadas por el paro nacional, pero no se puede utilizar esto como una especie de chantaje contra los profesores. Las marchas, cada una de las manifestaciones y la expresión general del paro docente, tienen como prioridad exigir una educación digna y de calidad para nuestros jóvenes, una educación que les garantice condiciones óptimas, buena alimentación, transporte, instalaciones adecuadas y garantías.

Es por ello que resulta fundamental que la ciudadanía se entere de las verdaderas motivaciones del paro nacional de maestros. Porque los medios de comunicación masivos, privados y hegemónicos, se han encargado de desprestigiar las manifestaciones de los docentes, restándoles la importancia que merecen titulando “Trancones en Bogotá por las marchas” o “El sistema de Transmilenio colapsa por manifestaciones”. La verdad, las causas, el desarrollo de las negociaciones son aspectos que se omiten o se desarrollan muy someramente en cadenas televisivas como Caracol y, especialmente, RCN, alejando a la ciudadanía de un tema que nos concierne a todos y no puede pasar desapercibido mientras queda de por medio la educación de nuestra niñez, el futuro de nuestro país y la dignidad de nuestros maestros.


La educación no es un favor, es una obligación, y el gobierno debe responder.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

lunes, 5 de junio de 2017

¿Qué significa ser buen hijo?


“Además, mucho me gustaría saber si vuestros padres pensaban en vos cuando os hicieron. ¡De ninguna manera! Y, sin embargo, os creéis deudores de un presente que os hicieron sin pensarlo”. (Cyrano de Bergerac, El otro mundo)


No hay en el mundo mandato más repetido y subrayado que el cuarto del decálogo de Moisés: Honrar a padre y madre. Es, incluso, superior a los otros mandamientos; el primero dice que debemos amar a Dios sobre todas las cosas, lo que para muchos creyentes es muy fácil de decir, aunque imposible de cumplir; se nos dice también que no debemos pronunciar el nombre de Dios en vano, pero yo me pregunto ¿hay acaso algo más vano que Dios? Y así seguimos: santificarás todas las fiestas, no matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no mentirás, no tendrás malos deseos, no codiciarás la mujer del prójimo. Hasta que nos llega el momento de confrontarnos y ver qué tan bien hemos cumplido la ley del altísimo.

Cuando nos damos cuenta que, inevitablemente, hemos roto los mandatos divinos, buscamos algo que nos consuele, que nos permita sentir redimidos. Entonces, en un ejercicio que alcanza a limitar con lo aberrante, revisamos el pasado y descubrimos algo: hemos sido, al menos en parte, unos buenos hijos. Y no precisamente hijos de Dios, cuyas normas quebrantamos impunemente, sino hijos de nuestras madres y nuestros padres. O al menos eso creemos y decimos.

Se dice que somos buenos hijos porque cumplimos con el rol que nos corresponde al interior de la estructura familiar, la cual cataloga a los hijos (los buenos) como personitas obedientes, sumisas y eficientes. Es decir, que si cumplimos a cabalidad todo lo que nos dictan nuestros padres, estamos casi cerca de ser unos hijos ejemplares. Y esto lo digo porque en la realidad eso es lo que se ve. Cuando escucho a la gente hablar de hijos, propios o ajenos, y dicen de ellos que son buenos, es porque nunca fueron un problema, no fueron rebeldes, y lo mejor, ahora tienen una vida estable.

Hay que dejar claro que la familia es una institución social, lo cual quiere decir que al interior de ella operan mecanismos de autoridad, reflejados en jerarquías y decisiones. Por eso se dice que la familia es el núcleo de la sociedad. Porque es una pequeña réplica de lo que es el Estado, con sus leyes, sus restricciones, su afiliación a determinadas instituciones, y su tendencia al autoritarismo.

Sigamos con los hijos. Casi todos los padres están de acuerdo con la idea de que un buen papá debe ser exigente con sus hijos. Los hijos, en cambio, al menos durante sus años juveniles, piensan todo lo contrario: los buenos padres son flexibles, permisivos, lo que en estas tierras llamamos alcahuetes. Ahora supongamos por un momento que estoy del lado de los padres: estoy de acuerdo con ellos porque considero que la disciplina juega un papel preponderante en la formación de los niños, y en eso los padres tienen la mayor responsabilidad. Si la metodología del padre logra su objetivo, es decir, si su hijo es un ciudadano de bien, entonces el padre tiene la razón, porque demostró que su método de crianza es eficiente; en este caso tendríamos un buen padre y un buen hijo. El hijo sería bueno porque facilitó la labor de su progenitor, con buena conducta y obediencia. Un hijo sumiso para un padre exigente, la mejor combinación.

Así, un buen padre es exigente y vertical, y un buen hijo es obediente y sumiso. Es decir, la labor del hijo es la de facilitar el trabajo del padre, la crianza. Pero, ¿qué pasaría si el hijo exige a sus padres en la crianza, si no les resulta tan fácil? ¿No lo haría bueno también? Hasta el momento hemos coincidido en que una educación familiar de calidad debe basarse en normas claras que determinen la conducta de los hijos, porque la exigencia le permite a las personas crecer y formarse plenamente. Si esto es así, a los padres tampoco les vendría mal un poco de exigencia, porque un hijo fácil poco les serviría para aprender.


En ese orden de ideas, suponiendo que quiero jugar al inversor de valores, podría decir que un buen hijo es aquel que por su conducta desviada, sus acciones atrevidas y su actitud contradictora, es un hijo perfecto, pues hace que sus padres tengan que dar lo mejor de sí mismos para cumplir con su tarea ante la sociedad. Suponiendo que todo en este proceso puede ser justo y equitativo, la exigencia debería ser de parte y parte, porque ¿no es acaso un buen entrenador el que saca lo mejor de sus jugadores, sus más espesas gotas de sudor?

Los padres deberían ser más conscientes de esto y dejar sus ínfulas de infalibilidad y perfección, con la ridícula convicción de que son dueños de las vidas de sus hijos y por eso pueden moldearlas a su gusto y parecer. No es justo, pues, que se utilice el sentimiento de la culpa como herramienta de manipulación en el ejercicio de dominación de los padres hacia los hijos. No más a las ridículas frases de que el que es buen hijo será también buen padre, buen esposo, buen abuelo. No más a eso de que cada lágrima derramada por una madre será pagada en sangre por sus hijos. ¿Quién se inventó todo eso? Un enfermo mental, seguro. Todas estas sentencias, repetidas de generación en generación, no han hecho otra cosa que ofender la inteligencia de los hombres y ser la causa de su mala conciencia. A nadie lo obligan a tener hijos, así que el que los tenga, que asuma las consecuencias.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores