lunes, 28 de enero de 2019

Prohibido opinar


Vuelve y aparece, en cualquier escenario, donde hay dos o tres, esa orden sin dueño, ese imperativo incomprensible, ese dictamen castrador, de que los temas de política y religión están prohibidos y que de eso no se habla para evitar problemas. Y yo no puedo hacer más que sentirme indignado, con una rabia ferviente, porque no hallo la manera de hacerles entender a los que se rigen por esa norma que los temas están para hablarlos, porque si no se hablan no tienen sentido y porque, a largo plazo, ese silencio incubado en el miedo engendra más violencia que un debate enérgico y estimulante.

Aparece, como un guardia que hasta entonces había permanecido al acecho, esa frase castigadora para evitar que alguien suba la voz y exprese libremente lo que piensa. Aparece para acallar al que se sale del convencionalismo de que en una reunión solo debe hablarse de temas triviales, de felicidades falsas, para reforzar prejuicios, contar chismes y hablar mal de los que no están, mientras se elabora toda una ilusión de superioridad moral.

Y yo digo no. Grito no. Porque creo que esta vida no tiene sentido si no es para ser nosotros mismos. Porque creo que, como todos, yo también tengo algo que decir y que eso vale más que cualquier chisme o especulación televisiva. Porque no me parece apetecible la comodidad con que se asume la existencia, sin una reflexión de fondo, sin una mirada crítica, sin la molestia de pensar. Porque pienso que podemos resignificar eventos que marcaron nuestra experiencia individual por medio del diálogo y el debate. Porque podemos modificar nuestra estructura mental y debemos exigirnos hacerlo.

He venido reflexionando acerca de la importancia de los otros en la construcción individual de cada uno, porque por más solos que queramos estar, es imposible dejar de lado que la construcción de sentido es un proceso colectivo en el que participamos todos, consciente o inconscientemente. Por eso me parece inaceptable que nos neguemos la posibilidad de entablar coloquios interesantes, con polémicas si es preciso, que nos obliguen a elaborar los argumentos propios que le vamos a presentar a los demás para sustentar el porqué de lo que pensamos.

Es porque creo que somos mucho más que una caja de resonancia de lo que dicen las instituciones, los medios de comunicación, los llamados líderes de opinión que se han atribuido el derecho de decirnos sobre qué debemos hablar, y los “influencers” que se dedican a crear tendencias que se resuelven en conclusiones absurdas. Estamos para hablar de temas más importantes y que nos incluyan a todos; no para dejarnos sumergir en cosas intrascendentes como si Maluma se operó la rodilla o con qué ropa salió el comediante de moda. Es porque estoy cansado de ver cómo permitimos que humillen nuestra inteligencia y nos impongan estupideces para que no pensemos.

De las funciones de pensar, opinar es muy importante porque nos posibilita contrastar el pensamiento propio con el ajeno y porque nos brinda un punto de partida para asimilar e interpretar un mundo cada vez más confuso, dominado por quienes quieren ostentar el poder de mandar y mandar a callar con solo mover un dedo. Y si a lo que le tememos es al conflicto que puede generar el debate, aprendamos y demostremos que no necesitamos la violencia que los tiranos quieren que imitemos y que la palabra es el arma más letal que nos libera del yugo al cual nos quieren someter.


Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

miércoles, 23 de enero de 2019

El mito de la veleta



Me dijeron que era una veleta, la veleta de una casa inconsistente que en cualquier momento se iba a venir abajo. Me dijeron que de una veleta, que va y viene con el viento, no se puede esperar nada, y que no importa qué forma tenga ni cuál sea su calidad: su destino no lo determina ella, sino el viento que la golpea. Una veleta, pensé yo, que gira libremente sin límite alguno, que va para volver y vuelve para girar de nuevo. Una veleta que solo quiere moverse porque el movimiento es su destino, sin quedarse por mucho tiempo en una sola dirección. Y esa fue la ruta que escogí.

A uno le enseñan desde pequeño que es mejor ser de una sola tendencia y permanecer inamovible. Mijo, o es blanco o es negro, pero no me salga con vainas raras, me decían. Y yo no podía entender cómo hacía uno para ignorar las múltiples posibilidades de ser, cerrándose a una sola cosa con una monotonía insufrible y, para mí, imperdonable. Una de esas primeras cosas fue la religión, por lo cual creo haber empezado a navegar en aguas turbias y borrascosas, pues ni siquiera en el ámbito político he tenido tantos problemas.

Me criaron católico y estudié en colegios católicos, con todos los sacramentos, yendo seguido a misa, soñando con ser un santo. Soñé con ser como San Miguel Febres Cordero o Juan Bautista de la Salle; quise ser tan bueno y piadoso como ellos, para que al cabo de unos cien años rezaran en mi nombre y proclamaran mis hazañas cristianas, queriendo seguir mi ejemplo. Me imaginaba a mí mismo estampado en una imagen, con los cachetes colorados, aura brillante y solanácea, hábito largo y prodigioso, una sonrisa tímida, oculta por mi expresión de mártir, mirando hacia el cielo, tratando de encontrar a Dios. Y a mi alrededor habrían tres niños con ropas coloridas, jugueteando, acompañados por un perrito. Y en la parte de atrás una oración para pedir por mi intercesión ante el cielo. ¿Cuál sería mi milagro?

Pero con el paso del tempo la ilusión de ser santo se me fue desvaneciendo y los santos ya no me parecían tales. La música, por supuesto, me ayudó a dudar un poco, y la malsana superstición de que todo lo que no está en el seno de la iglesia es satánico me parecía sospechosa. Empecé a mirar para todos lados y ninguno era tan malo como lo pintaban. En la adolescencia me aproximé al budismo, al hinduismo, a ciertos principios esotéricos, al ateísmo, al satanismo y al psicoanálisis. Cada corriente, filosófica o religiosa, tenía su encanto y de cada una tomaba algo distinto. Nunca me sentí culpable por no haberme casado con ninguna, pues de hecho sentía que eso era lo bonito: conocer de manera incesante, para dudar, convencerme un poco y volver a soltarme.

De manera similar he procedido en todo lo demás. Entonces ocurre que estoy encarretado con algún tema y la gente cree que soy un devoto o un militante. Y puede que así lo parezca, pero no. La cuestión es que a mí, por lo general, me gusta meterme de lleno en lo que me reactiva la curiosidad. Veo con cierto desprecio esa postura de temor frente a lo diferente, como si se tratara de una infección viral o una enfermedad venérea. Un psicólogo, con tono clínico pero sencillo, me dijo lo que muchos ya saben pero que yo necesitaba oír otra vez: la vida es hoy, y no es para quedarse anclado.

Y aunque escribo estas palabras en un momento abrumadoramente confuso de mi vida, no quisiera dejar de lado la consigna que ha regido mi existencia desde la infancia y que hoy vuelve a darme el aliento para continuar: vivir tanto como pueda, aprendiendo con devoción y dejando el testimonio que me sale de las entrañas. Lucho para no perder esa capacidad de la que habla Charly García en Cinema Verité: “Yo puedo compaginar la inocencia con la piel. Yo puedo compaginar. Yo nací para mirar lo que pocos quieren ver. Yo nací para mirar”.

Que otros sean anclas, mientras yo soy veleta.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

viernes, 11 de enero de 2019

Jack London: la vida de un aventurero


“Preferiría ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente”

Cuando falleció en noviembre de 1916, los periódicos norteamericanos dedicaron más espacio a la noticia de su deceso que a la de emperador Francisco José de Austria. Para entonces el nombre de Jack London estaba entre los más conocidos del orbe literario estadounidense y mundial. Su vida había estado signada por una intrépida vocación por la aventura y una lucha sin tregua frente a la máquina de escribir. Al día de hoy, sigue siendo uno de esos casos en los que resulta difícil diferenciar su vida de su obra pues aunque su filiación literaria fue la ficción, no cesó de verse retratado en sus personajes, incluso en los ejemplos menos obvios.

Nacido en 1876, London fue testigo de una época de transición en Estados Unidos. Una vez concluido el cierre de la frontera a finales del siglo XIX, no quedaban más tierras por descubrir; ya prácticamente todo tenía dueño y comenzó a consolidarse una economía en la que los grandes consorcios y monopolios se apropiaron de todos los sectores de la industria. Esto repercutió en la extinción de los exploradores de nuevos territorios, del conquistador y héroe mítico que, hasta entonces, había prevalecido como símbolo de fortaleza. Esta figura fue reemplazada por la del empresario exitoso, cuyos deseos de tomar el mundo en sus manos era el motor de toda su actividad y la justificación de sus acciones. Apellidos como Rockefeller, Pullman, Westinghouse, entre otros, comenzaron a ser conocidos en muchas ciudades y dieron origen al mito del muchacho pobre que se vuelve rico a punta esfuerzo y sacrificio.

Lo que no se decía es que detrás del enriquecimiento exorbitante de dichos empresarios, estaban las jornadas extenuantes de los obreros, los salarios de miseria y el desempleo. Al no haber oferta laboral ni posibilidades de emprendimiento (ya todo los acaparaban los líderes del mercado), los desempleados se convirtieron en vagabundos y, al cabo de pocos años, las calles estaban llenas de ellos. Mientras tanto, los millonarios dueños de la industria hacían levantar exuberantes edificaciones y monumentos, tratando de imitar los bienes culturales de Europa y el resto del mundo, sin el más mínimo entendimiento de su significado, con el único fin de hacer alarde de sus posesiones en un clímax de exhibicionismo y pretensión, hoy mejor que nunca representado por Donald Trump.

Los desempleados comenzaron a marchar y surgieron varios grupos a favor de las reivindicaciones sociales y en contra de los abusos de un capitalismo salvaje, sustentado en la explotación laboral y la represión. Jack London marchó con ellos y fue allí donde se empezó a sentir atraído por las ideas socialistas de los grupos que apoyaba. El escritor, que desde su adolescencia había emprendido un proceso de educación autodidacta, conocía textos como El manifiesto comunista y fragmentos esenciales de El capital. Se declaró socialista y aprovechaba cualquier ocasión para demostrarlo. Muchos de sus escritos retrataban las precarias condiciones de los vagabundos y escenificaban el ideal igualitario por el que se había apasionado.

Hay que decir que otras influencias intelectuales de London, además de una buena dosis de ingenuidad, lo hicieron ver como un hombre contradictorio y poco racional. Para entonces se había puesto muy de moda el darwinismo social de Herbert Spencer, doctrina adoptada por los grandes industriales para legitimar el orden económico que imperaba y promover la competencia entre los ciudadanos. A London le atraía el pensamiento de Spencer y creía en la fortaleza y la voluntad. A esto le sumó su gusto por Nietzsche y su ideal del superhombre. El autor era además un fiel partidario del más recalcitrante anglosajonismo que veía en el hombre blanco una raza  física y moralmente  superior a las demás.

Fue por eso que muchos no tardaron en señalar a London de exhibicionista ideológico, pues veían en él a un hombre pretencioso que solo quería llamar la atención y provocar a los ricos. Sin embargo, London siguió escribiendo y decidió no llegar nunca a trabajar como obrero. Cuando se supo que en el río Klondike había oro, a London, como a cientos de hombres más, le entró la fiebre del preciado metal y enrumbó a Alaska Yukón arriba en pleno invierno. El escorbuto lo obligó a regresar al sur con las manos vacías y varias historias que contar.

Jack London en el Klondike, sobre 1897.
AKG Photo, Paris

Fueron experiencias como estas las que llevaron a London a fijar su mirada en las exploraciones invernales en busca de oro. Sus obras más famosas transcurren en este contexto y la atmósfera de sus historias está compuesta de nieve, trineos, lobos, perros, escorbuto, hambre, aullidos y el silencio sepulcral de tierras inhóspitas. La llamada de lo salvaje, La quimera del oro o El colmillo blanco dan cuenta de eso. Sus personajes son a su vez el reflejo del ideal individualista de superación y voluntad proclamado por Nietzsche. London era consciente de todo esto y no quiso perderse la posibilidad de constatar sus ideales utópicos y su intensa vida en una obra de amplia producción literaria.

La salud de London, golpeada tempranamente por el escorbuto y otras enfermedades contraídas en los largos viajes, se vio agravada por el alcoholismo. El escritor cayó en una espiral de decadencia (prevista por Nietzsche como condición natural) y tanto su vida personal como su trabajo literario entraron en un periodo de oscuridad. La morfina y la heroína entraron a hacer parte de su cotidianidad y un día, agobiado por el dolor, London se suministró un coctel de drogas que le resultó letal, no sin antes hacerlo pasar por una tormentosa y prolongada agonía de más de doce horas, a los cuarenta años de edad.

Jack London es uno de esos escritores que, aunque nos hablen de experiencias lejanas y tierras desconocidas, probablemente nunca exploradas por nosotros, nos presentan un reflejo de la condición humana y su avaricia y ambición insaciables. Habla de la vida en su sentido más intenso y de la insignificancia de la muerte como algo que llega cuando simplemente ya no estamos y a lo que no vale la pena temer. “Pero la muerte no era dolorosa. Cada tormento que había sufrido había sido un tormento de la vida. La vida había difamado a la muerte. La vida sí que era cruel”. Con estas palabras de su cuento Finis, concluye este pequeño homenaje a un escritor que probablemente lo dejó todo en la vida y en el papel. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

jueves, 10 de enero de 2019

Yo prefiero tomar solo


Me senté a la mesa de plástico de la tienda del barrio y le pedí a la tendera que me trajera una cerveza. Se la pagué con un billete para el que ella no tenía vueltas, así que resolvimos que, para evitar enredos, me encimara otra botella. Empecé tomado rápido, pues ya había aprendido, gracias a Bukowski, que la cerveza para que haga efecto se debe beber con rapidez. Yo mismo me iba contabilizando en la mente el tiempo que debía durarme la botella: no más de cinco minutos. Entonces, al terminarla, fui con asiduidad hasta la nevera y agarré la otra cerveza. Regresé a la mesa y me quedé dándole al asunto.

Por momentos me quedaba mirando la etiqueta de la botella, analizando los detalles, deslizando la mirada sobre los colores y haciendo énfasis en cada letra: P O K E R. Si no fuera por la K, tendría con esas letras varias combinaciones para armar frases, pero la K me resultó muy engorrosa en ese momento, de manera que me conformé con dos frases insignificantes: Karla Peca Empedernida Porque Ruge y Para Reír Ernesto Obtiene Kilos. Decidí que aquel juego mental no merecía la pena y desvié la mirada hacia la calle para distraer la atención.

Entonces me di cuenta que había gastado demasiado tiempo tratando de encontrar frases con sentido y me pegué a la botella como un melancólico desconsolado. Al frente mío había un viejito con dos botellas vacías y un periódico sobre las piernas; no parecía tener la prisa mía de sentirse ebrio y me miró amistosamente. Tenían la radio encendida y comenzó a sonar una canción que, en un acceso místico, se entrelazaba directamente con mi realidad inmediata: “Y que me traigan más botellas, para quitarme este sabor de su sudor. Y que me apunten en la cuenta toda la desgracia que dejó…” La mirada se me turbó y ahí sí empecé a ponerme melancólico, como si el solo hecho de estar tomando con esa canción me tuviera que poner así, con un gesto de resentimiento en la frente y una mueca de desparpajo en los labios. “… Que me va a matar la depresión, que voy a vivir en el alcohol. ¡Qué importa! ¡Qué importa!”.

Fue en ese momento, antes del coro, cuando el muchacho que le ayudaba a la tendera (más tarde supe que era su sobrino) me dijo que qué le pasa hermano, que porqué anda tan triste si hasta ahora estamos empezando el año y mañana es día de reyes. Y sí, era el penúltimo día oficial de la navidad, que se termina cuando llegan los Reyes Magos con el incienso, la mirra y el oro, regalos inútiles a mi modo de ver. Le respondí con ironía que yo estaba bien, mejor que nunca, y casi riéndome, como si estuviera trabado y no borracho. Y arrancó el coro: “Así es la vida de caprichosa, a veces negra, a veces color rosa…”. Me terminé esa cerveza y pedí otra.

Desde hacía un tiempo había decidido no tomar en reuniones familiares, por lo cual me había abstenido en navidad y año nuevo. Prefería, mientras estuviera con parientes, mantenerme sobrio para evitar problemas. Entonces aproveché que estaba solo para tomarme con calma unas cervezas. En mi familia, como en casi todas las demás, estaba mal visto tomar solo, era un signo de degeneración, de vicio, de decadencia; si uno tomaba era porque estaba con alguien y porque estaba contento, porque había algo que celebrar. Por ende, estaba muy bien si uno se emborrachaba en nochebuena; nadie lo juzgaba y hasta resultaba simpático. Pero si la borrachera era por fuera de esas fechas y ojalá entre semana, el dedo moralista acusador caía sobre uno y el dictamen era certero. ¡Ahora súmele que además estaba tomando solo!

Sin embargo, pese a mi apariencia mustia, en el fondo estaba contento. El mundo para mí no era otra cosa que un escenario donde se representaban todas las ridiculeces humanas que la gente se tomaba en serio. Yo, en cambio, no me las tomaba en serio. Pero algo tenía que asumir con mediana seriedad, y eso, paradójicamente, era la burla; por eso me metía bien en el papel del novio despechado al que se le asomaban las lágrimas mientras sonaba una canción de desamor. Yo no creía en la fidelidad ni en el amor eterno ni en el amor. Si acaso, en la amistad. Entonces me acordé de una conversación que en la infancia había tenido con mi abuela.

-Abuelita, ¿por qué los curas no tienen esposa?

-Porque deben guardar castidad.

-¿Y eso qué es?

-Que no pueden distraerse de su compromiso con Dios.

-¿Y nunca se casan?

-Están casados con la iglesia.

De algún modo, yo también tenía un compromiso, claro está que ese concepto era demasiado abstruso para mí. Pero mi compromiso no era con Dios ni con ninguna divinidad religiosa, sino con la ocurrente trascendencia que sentía emanar de mi interior y que me llevaba continuamente a explorar los más indefinibles contextos de este mundo y del otro. Ahí se me ocurrió una pregunta que le pude haber hecho a mi abuela aquella tarde en el patio de la casa que tenía en el barrio Versalles de Manizales:

-Abuelita, si los curas se pueden casar con la iglesia, ¿yo me puedo casar con las putas?

Pagué lo que debía y salí trastabillando. La noche había terminado de caer y las calles estaban vacías. Me fui caminando sin destino, mascullando pensamientos enredados. Sentí un enorme deseo de orinar. Miré con sigilo a izquierda y derecha y me arrinconé frente a un muro, tratando de ocultar mi delgada figura con un poste de luz. Oriné. A cada segundo me entraba el espanto de estar siendo observado, de modo que cuando terminé me fui caminando más rápido que antes, sin poder evitar el tambaleo de la borrachera.

Decidí regresar a mi casa, razón por la cual tuve que volver a pasar frente a la tienda. Había llegado un grupo grande, de unas cinco o seis personas, y habían pedido aguardiente. Algunos fumaban cigarrillos mientras iban charlando y haciéndose bromas sobre quién tenía el pene más grande. En el grupo había dos mujeres que se reían a gusto y se sentaban en las piernas  de esos tipos a cada rato. Como de todos modos me iba a quedar observando, entré y pedí una cerveza. Me senté a la mesa del rincón e intenté escuchar la música que trataba de sonar en la radio, pero el griterío de los nuevos borrachos no me dejaba oír. Debía de ser alguna salsa rosa de esas que se han puesto de moda, así que perdí el interés.

Al cabo de unas cuantas cervezas mías y de un par de botellas de aguardiente de ellos, la atmósfera era otra; ya no los oía con tanta claridad y hasta la señora de la tienda se había puesto a tomar al lado de la bodega de helados. Fue un golpe intempestivo sobre la mesa del grupo grande lo que me alarmó un poco; tras el golpe se oyó el ruido de una botella quebrada y ahí comenzó el escándalo. Un macancán de casi dos metros le dio un puñetazo al tipo que quedaba dándome la espalda. Las mujeres comenzaron a gritar, agarrándose la cara y perdiendo el semblante, pero no lograron nada. Los demás miembros del grupo intentaron detener al sujeto que había lanzado el golpe, pero el orangután estaba cegado de ira y licor. Mientras este estaba distraído tratando de librarse de las manos de sus colegas, el hombre que había recibido el golpe agarró una botella vacía y se la estrelló en la frente al gigante. La sangre brotó y bajo por toda su cara; el tipo había perdido el sentido y las mujeres empezaron a llorar.

La señora de la tienda, a pesar de su cojera, llegó corriendo hasta el teléfono que tenía justo al lado del aparatico donde hacía recargas a celulares y pagos en línea de los recibos. Miraba aterrada la pelea, mientras hablaba tapándose la boca con la bocina. Yo permanecía inmutado, sin poder pedir más cerveza, mirando absorto lo que ocurría.

La pelea que era entre dos se había vuelto una batalla campal. La mesa había ido a parar a la mitad de la calle; las sillas, de las cuales habían roto dos, estaban desperdigadas por toda la tienda; las botellas vacías se habían convertido en armas mortales y las que todavía tenían trago seguían alimentando la trifulca; la bestia robusta se había levando, embobado pero con más ira y tirando babaza, y hasta las mujeres tuvieron compulsivos ataques de violencia.

Cuando la policía llegó, ya el tipo de los dos metros había matado al que le rompió la botella en la frente. Había sangre chispeada en las paredes y la mitad de la tienda estaba revolcada y con muchos productos rotos, aplastados y en muy mal estado. Tuvo que venir una patrulla más grande para llevarse a todos, además del carro que iba a recoger al muerto.

A mí también me iban a subir a la patrulla, pero el agente decidió requisarme primero; pronto se dio cuenta que en mí no habían rastros de pelea ni alteración, terminó de revisar y no encontró nada sospechoso. Lo único es que estaba borracho. La señora de la tienda, ya más calmada, dijo sutilmente que yo había quedado atrapado en medio de la riña. Me llevaron para que diera una declaración y me pidieron los papeles. Cuando terminé con eso, me pude ir caminando para mi casa, con la determinación de no parar en otra tienda y resuelto a que siempre es mejor ponerse a tomar solo. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores