jueves, 21 de julio de 2022

Satanismo y pragmatismo

 


Si hay un concepto susceptible de ser relativizado es, sin lugar a dudas, el satanismo. Esto porque puede ser aprehendido como una postura filosófica que, en su corpus, se acerca más al ateísmo, pero utiliza, lejos de toda iconoclasia, una simbología con la que se busca enarbolar la libertad del hombre y la rebeldía contra todo lo que convencionalmente ha sido denominado sagrado. Esta interpretación del satanismo se expandió con relativo éxito durante la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos, llegando a otras partes del mundo. Colombia no se quedó del todo por fuera.

Hay otro satanismo que no niega la existencia de deidades o entidades sobrenaturales. Hay allí multiplicidad de caminos y ramificaciones que los verdaderos iniciados sabrán diferenciar. Sin embargo, haciendo alusión a las síntesis hegelianas o a los consensos kantianos (tanto Hegel como Kant bebieron de sus predecesores filósofos para presentar nuevos postulados) creo que puede llegarse a una interpretación del satanismo que combine lo simbólico con lo práctico (entendiendo esto último desde una concepción mística) pues, al final, desde una subjetividad bien condimentada de cultura y formada en un criterio sólido se pueden establecer nuevas interpretaciones prácticas que contribuyan al mejoramiento de la vida de quien piensa y hace.

Pero en cualquiera de los dos casos mencionados (ahora tres) el sentido común debería imperar en todo momento. Si a Satanás se le ha identificado con alguna cualidad a lo largo de la historia, esta es sin duda la astucia. El satanismo bien aplicado, en cualquiera de los niveles en que se haga, debería llevar a la persona a abrir caminos prácticos para la realización de sus propósitos. Sobre esto último, resulta prudente anotar que, si bien el satanismo se aleja de toda moral de origen religioso, no debería dejar de lado la ética, una ética civil que facilite la convivencia entre los seres humanos y su relación con su entorno vital.

Contrario a ese pragmatismo y a esa ética civil (muy pragmática si se le observa bien) es el radicalismo y la necedad de quienes ven en el satanismo una excusa para comportarse como inadaptados sociales, incapaces de toda conciliación, intolerantes a la diferencia y, con toda seguridad, con un desarrollo personal tan nulo que se escudan en un concepto complejo para ganar algún tipo de notoriedad.

De allí que el llamado de algunos a rechazar el “Dios te bendiga” de una mamá o un abuelo me parezca inaceptable. ¿Un verdadero satanista, inteligente, estaría dispuesto a dañar las relaciones con familiares y seres amados solo para mostrarse como alguien irreverente y especial? La respuesta es clara: no. Un satanista, primero, no ofendería a un ser amado, pues reconoce el valor de la lealtad por encima de todo y, segundo, no complejizaría inútilmente sus relaciones sociales; por el contrario, busca hacerlas más fáciles, prácticas y, en la medida de lo posible, felices.

Un “Dios te bendiga”, para un satanista ilustrado y lúcido, no es una ofensa. Es, sencillamente, la manera en que un creyente en dios le hace saber a un semejante que le importa, que lo ama o que le desea lo mejor. Si alguien quiere acercarse al satanismo, pero no es capaz de asimilar algo tan sencillo como lo anteriormente mencionado, mejor que no quebrante sus ojos ni su menguado entendimiento en otras cuestiones que, como es natural, exigirán bastante de la comprensión y del intelecto del “iniciado”, acudiendo a palabras más cercanas al hermetismo, por donde debería comenzar todo, al menos en un sentido espiritual.

Juan Hernany Romero C. 
@SectaDeLectores


martes, 14 de junio de 2022

La trascendente banalidad de pensar

 

La barca de Caronte, según J. Benlliure (Mueso de Bellas Artes, Valencia)

“Las palabras son las mariposas del cerebro” (Víctor Raúl Jaramillo).

A Víctor Raúl Jaramillo lo conocí en 2017 en Bogotá cuando vino a participar de un conversatorio sobre la relación entre el Ultra Metal de Medellín y el Black Metal noruego. No tenía yo entonces el pelo largo de ahora ni algunas experiencias que hoy me permiten hacer una exégesis distinta de ‘Pensar la muerte y la vida y otras banalidades’, texto editado por La Valija de Fuego, el cual me vine a encontrar en la más reciente Feria del Libro de Bogotá.

Aunque ya había leído a ‘Piolín’ –así se le conoce en la escena del metal- en ‘Erótica como ética’, es en el texto mencionado más arriba que el poeta antioqueño establece una categorización más amplia de conceptos y asume un tono más profético, desembocando en un rugido que pide, con devoción, un cambio y un viro de la humanidad hacia la bondad. En eso me recordó a Rusell y su ‘Credo del hombre libre’, texto que le hubiera gustado mucho a Cándido, aquel personaje de Voltaire que tan vívimante retrató el literato de la Ilustración.

Lo primero que menciona Jaramillo es que se puede incurrir en un pleonasmo o, cuando menos, un sinsentido cuando se exige o se pide alguna transformación de la realidad. “Siempre estamos transformando”, afirma y en ello se acerca a Nietzsche, que habló de las dinámicas vitales, de la necesidad de las muertes para dar paso a otras vidas, a otras creaciones, a otros movimientos. Contrario a quienes, en un reduccionismo vergonzoso, afirman que Nietzsche representa el nihilismo, habrá que recordar que más vitalista que el filológo de Röcken no ha habido.

Ahora bien, que haya una transformación constante no quiere decir necesariamente que esta responda a un interés evolutivo o constructivo. Por ello, creo, insistió Jaramillo en plantear una invitación al final del texto. Una invitación a subvertir los valores tradicionales por unos más empáticos; a dudar de los discursos hegemónicos que, de una u otra manera, han propiciado ambientes violentos y represivos en el mundo; a promover la solidaridad, la generosidad, el humanismo. Una invitación al cambio.

Si todos los escritores (se supone) tienen un mensaje sobre la vida y la existencia, ¿cuál es el de Víctor Raúl Jaramillo? Más allá de sus frases elaboradas y su cercanía conceptual a la filosofía, yo me atrevo a decir que el poeta ofrece un camino pragmático para vivir mejor, más cerca de nosotros mismos, con más posibilidades de realización. Pero eso sí, una realización no necesariamente sujeta a los estándares oficiales del éxito, la prosperidad y el progreso.

“Pretendemos continuidad a cualquier precio y no aceptamos que hay cosas que no dependen de nosotros y debemos dejarlas pasar de largo. Pero hay otras que sí y entonces hay que tomar cartas en el asunto. Saber la diferencia es lo que yo siento que es la libertad”, señala Víctor Raúl, recordándome a otro pragmatista, no solo de la vida sino de su idioma, Ernest Hemingway, quien hablaba de la importancia de entrenarse en no preocuparse sino en buscar soluciones y que, si algo no tenía solución, ¿entonces para qué preocuparse?

Fernando Savater es uno de los divulgadores filosóficos que, en español, ha reconocido que el ideal del Nietzsche en torno al ‘Übermensch’, o Superhombre, es casi imposible y absolutamente intransigente con quien lo asuma. De ahí que resulte tan lógico irse a transitar por los senderos de Dionisio, que a veces atrapa a la gente en las sórdidas y esplendorosas calles de la zona de tolerancia de Bogotá o en las cantinas más efusivas de Antioquia, donde el trago se toma con la verraquera de los montañeros que abren monte a punta de machete y alpargata.

Tanta razón (razón de ciencia, de instinto filosófico, de pensamiento) debería, en últimas, ser compensada por buenas dosis de hedonismo que, entre las virtudes cultivadas, haga resonar la invitación de Baudelaire: embriágate, de lo que sea, de vino, de poesía, de virtud. ¡Pero embriágate!

Es común oír cómo muchos justifican en los excesos de la embriaguez o el disfrute de la vida por medio de los sentidos con la locura de alguien. (Qué cerca volvemos a estar de Nietzsche). Locura es el otro concepto que se engloba en el microuniverso que tejió Piolín para su análisis de la muerte, la vida y otras banalidades de esas. Llama la atención que observe en la locura no un estado patológico de la mente, sino un estado transitorio que facilite la observación de la realidad desde perspectivas no experimentadas cotidianamente. La locura como lucidez extrema y estimulada. La locura como acceso de un genio intermitente que se revela cuando así lo considere. La locura, aunque algo trillado el tema, de Don Quijote. O de Nietzsche, que enloqueció por el dolor del mundo, de un caballo.

La muerte no es vista en este caso como el hecho trágico al que muchos, entre quienes me incluyo, le temen. La muerte es el aderezo más importante de la vida. “Sin la muerte no habría filosofía ni artes ni ciencia; no habría posibilidad de movimiento, no tendríamos el ánimo de ir tras nuestros sueños. Y lo más importante, no existirían amantes dulces e ingrávidos circulando por los terrenos del ardor y el entusiasmo”, afirma. 

Por estas y otras palabras alguna vez que pidieron a Piolín que hiciera las veces de Papa Negro, de pastor del rebaño oscuro. Pero, ¿qué sentido podría tener la vida y la obra de un hombre si es solo para representar la continuidad de un legado, por más valioso que este sea? (La vigencia de las letras de Héctor Escobar Gutiérrez es un hecho al menos constatable en mi propio interés). Razón tuvo el esteta de Sonsón en rechazar aquel ofrecimiento y seguir adelante, tecleando, cantando, existiendo.

Juan Hernany Romero C. 

@SectaDeLectores

jueves, 21 de mayo de 2020

Cuando ya me empiece a quedar solo


Fondos de pantalla : gato, Animales, monocromo, ventana, sentado ...

Carlos y Eduardo estaban sentados en la sala comunal del asilo en el que habían vivido los últimos cinco años. La luz entraba tenue por las hendijas de la reja del patio y el aire se condensaba al interior del recinto. La radio estaba encendida, puesta de tal modo que su sonido llenara el vacío de la sala y se ocupara de los ecos que iban a dar contra el espejo del pasillo.

-Carlos, ¿te acordás de aquella vez que te fuiste de bruces frente a la vieja de la enfermería?

-Y vos creyendo que a mí me gustaba…

-Si te lo digo es porque sí.

-Me conformo con decir que con un polvo hubiera estado bien.

Carlos se quedó pensando. Se le ocurrió que la posibilidad de acostarse con la enfermera (o su asistente, ya ni sabía) tampoco era tan lejana.

-Tendré los ojos muy lejos para cuando eso pase- dijo, resoplando, Carlos. Extendió su mano y tomó un cigarrillo de la mesa. Se lo puso en la boca. Eduardo tenía el pecho hundido en el hueco que había formado con su propio cuerpo, arqueando la columna hacia abajo.

-Para un viejo sabiondo como vos no puede ser tan difícil-, dijo Eduardo, con sorna.

-¿Ya le dieron de comer a Leda?

-No lo sé. No he visto al muchacho venir por el concentrado. Total, esa gata ya está medio loca, vieja y vencida, como nosotros. Va de un lado a otro sin propósito alguno.

Los ancianos permanecían inmóviles, mirándose furtivamente a cada rato en el transcurso de su conversación. En su juventud conocieron el hippismo, pero no lo practicaron. Probaron la marihuana y el LSD, pero nunca asistieron a una manifestación. Lo cierto es que eran viejos conocidos que habían venido a encontrarse en ese sitio la mayor parte de las veces tranquilo, que lo único que tenía de lúgubre eran ellos dos, en donde los dejaban fumar en la salita por la buena ventilación que tenía y por estar considerablemente lejos de las habitaciones.

-¿Te acordás. Carlos, de la vez que terminamos metidos en un concierto de Chavela Vargas?

-Pero che, ¡qué decís! Si cuando llegamos con lo único que nos encontramos fue con un escenario vacío.

Eduardo se quedó en silencio, sin saber muy bien qué decir frente a la lucidez memoriosa de Carlos. Volteó la cabeza hacia la izquierda y se quedó viendo los lomos de los libros que había en los anaqueles del rincón.

-¡Hace cuánto que no leo El fantasma de Canterville!

-Ese no es más que un libro muerto de pena.

Eduardo se levantó de su sitio y fue hasta la estantería para tomar el libro. Con paso lerdo volvió a su sillón y abrió el viejo volumen.

-Este libro habla de vos, de nosotros. Nos han ofendido mucho y nadie ha dado una explicación. Estamos aquí tirados y nadie se acuerda de nosotros.

Siguió ojeando el libro y se encontró en la mitad un papel suelto, doblado por la mitad. No era otra cosa que un dibujo destruido, carcomido por el paso del tiempo. Era un retrato del viejo Borges. “¿Te acordás?”.

-Aquí nos dejaron, Eduardo, cuando ya no servimos pa más, viviendo de la caridad ajena.

Eduardo quiso volver a la estantería para poner el libro en su sitio, pero se sentía muy cansado y resolvió no hacerlo. Ya era mediodía pero no podían ver el noticiero porque el televisor se había dañado.

-¿Y pa qué quiero un televisor inútil?

-Eduardo, querido, con tu eléctrica compañía tengo. ¡Vos conocés a Wilde!

La radio sonaba a todo volumen.

-Sos lo único que tengo en esta prisión que no es mía.

-¿Y para qué querés más? Si ya solo nos resta una vejez sin temores. Lo hemos vivido todo, y lo último que aprendimos fue una comprobación de lo que ya sabíamos. A la gente solo le servís si tenés algo que darles. Y los hijos… ¡la puta que los parió!

-Una vida reposada es lo que tenemos ahora.

-Pero no está mal. La enfermera viene a vernos cada semana. Le alcanzo a tocar el trasero, le ajusto un tango.

-Y las ventanas están muy afiladas. Como en la dictadura.

-Y dormís contento. Los cuartos permanecen tibios y la cama, tan inmóvil.

El tiempo había transcurrido lento y la música de la radio flotaba inerte en el aire. Carlos mantenía una sonrisa cadenciosa en su rostro. Un gesto de tranquilidad, satisfacción y gracia.

-¿Qué más hiciste aparte de trabajar estos últimos cincuenta años, Carlos?

-Escribir y dejar un montón de diarios apilados.

-Pero Carlos, decíme, ¿quién va a leer eso?

-Nadie. Son solo una flor que cuida mi pasado.

Ahora la radio transmitía un concierto. Un millón de voces gritaban, otro tanto de manos aplaudían. ¿A quién? ¿A John Lennon? ¿A Gardel? ¿A Michael Jackson?

-¿Y eso es lo que hacen, cuidar tus recuerdos?

-Y también invocar algunos fantasmas.

-¿Fantasmas? ¿Cómo cuáles?

-Como los de todos los viejos que viven con nosotros en este asilo, el de Leda. Y el fantasma tuyo, sobre todo…

-¿Mío? ¿Para qué?

-Para cuando ya me empiece a quedar solo.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

martes, 12 de mayo de 2020

El álbum de fotos

Cómo Hacer un COLLAGE o un ALBUM DE FOTOS en Word | Mira Cómo Se Hace

Hace unos días, varios de mis primos vinieron a mi casa a visitarnos a mi mamá y a mí. Fabián, el menor de ellos, estaba encantado con las tres perras que teníamos: Salomé, Lulú y Samy.

-Yo viviendo aquí sería el niño más feliz del mundo- decía.

-No te quejes Fabián, que en tu casa también hay perro- le respondí yo.

-Pero solo uno. Tú, Lina, tienes tres.

Siguió Fabián corriendo con las perras y casi se escalabra contra el filo del lavadero. Tatiana, su hermana, le insistía que se quedara quieto, que se iba a desportillar un diente o se iba a hacer morder de alguna de las perras. Pero nada. Fabián siguió y siguió y siguió hasta que fue a dar contra los trastos de la cocina. Había cuatro en cada esquina, como los organizaba mi bisabuela en Bucaramanga. Ese orden no cambió nunca.

Mientras tanto me fui con mis dos primas al cuarto donde duermo con mi mamá. Nos hicimos en la cama, que es muy espaciosa, y nos pusimos a charlar. Karen me contaba que su último novio la había dejado, que era un desgraciado y que nada de lo que hiciera cambiaría su opinión sobre él. Entonces llegó Salomé, seguida de Fabián y Lulú. “Fabián, no jodas tanto, déjanos en paz”, le dijo Tatiana.

- No regañes tanto al niño que después va y dice quejas- le aconsejé a mi prima.

- Pero es que está inmamable. En fin, muéstrame qué tienes en esa gaveta.

Abrí la gaveta nueva, color caoba, de 30 por 40, que me trajo mi tío Jaime de Medellín hace días y saqué un álbum de fotos.

- Esto es más viejo que el abuelito- dije.

- Y pensar que está lo más de bien cuidado- agregó Karen.

Abrimos el álbum y vimos las primeras fotos: mi mamá y mi papá el día de mi primera comunión; los abuelos en la piscina de la finca de Popayán; mi papá trepado en una azotea con alto riesgo de caerse sobre el platón de una camioneta.

- Yo veo esto y me da como nostalgia- dijo Karen.

- No seas boba Karen, que eso es lo más de normal- respondió Tatiana.

Pasamos la mitad del álbum y salieron las fotos de cuando cumplí quince años. ¿Se imaginan ustedes cómo fue? Yo, con vestido, dando palabras de agradecimiento en un micrófono, aterrada. Le pedí a Karen que pusiera música en el celular, y que lo pusiera en la parte alta del mueble que hay sobre la cama, al lado del espejo.

- Te veías muy bonita, prima. Tampoco es que hayas cambiado mucho- dijo, con entusiasmo, Karen.

- Y eso que estaba nerviosa. De todos modos me gustaron mucho los mariachis- respondí.

Estando en esas mi mamá llegó con un vaso de vino Sansón para cada una y para ella. Nos pusimos a recordar ese día en el que ellas estaban todavía muy chiquitas y yo ya comenzaba a reconocerme como una mujer autónoma.

- Pero vean las demás fotos de Paola, cuando le hacen el caminito con rosas- dijo mi mamá, que no me dice Lina, sino Paola, que es mi segundo nombre.

- Ay ma, usted siempre con el mismo cuento, nada que lo supera.

Entonces nos dimos cuenta que había pasado más de una hora y se había empezado a oscurecer la casa. Me paré yo misma a encender la luz y, por accidente, dejé caer unos peluches que tenía sobre el armario. El armario tenía un espejo grande en la puerta de la derecha y la manija brillaba cuando el sol se reflejaba en ella. Tengo varios: la vaca, el mono, el oso, el perro. Milagrosamente están intactos. ¡Con tres perras en la casa!

Llamaron a la puerta. Era mi tío. Venía de trabajar. Mis primas, contentas, salieron a saludarlo.

- ¿Qué andan haciendo niñas?- preguntó Jaime.

- Nada tío, acá viendo las foticos de ustedes. Tú sí que estabas flaquito en esa época- respondió Karen.

- Eran otros tiempos. Ustedes son las que están empezando hasta ahora a vivir- prosiguió mi tío.

Fue entonces cuando, trepado en la cabecera de la cama, Fabián me pidió que le pasara el sombrero que estaba colgado en una puntilla de la pared.

- ¿Para qué quieres eso, Fabián? No molestes tanto- dijo Tatiana, enfadada.

- Pues para parecerme a Lina- dijo el niño

- Pero si Lina es mujer…- respondió, perpleja, Karen.

- Por eso. Es que yo lo que quiero ser es niña- dictaminó Fabián.

Todos nos quedamos mirándonos entre nosotros, sabiendo muy bien lo que estaba pasando. Mi mamá se rio en silencio y mi tío se quedó pensando. Llegó la noche y nos despedimos todos. Fabián se llevó el sombrero puesto.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

lunes, 28 de enero de 2019

Prohibido opinar


Vuelve y aparece, en cualquier escenario, donde hay dos o tres, esa orden sin dueño, ese imperativo incomprensible, ese dictamen castrador, de que los temas de política y religión están prohibidos y que de eso no se habla para evitar problemas. Y yo no puedo hacer más que sentirme indignado, con una rabia ferviente, porque no hallo la manera de hacerles entender a los que se rigen por esa norma que los temas están para hablarlos, porque si no se hablan no tienen sentido y porque, a largo plazo, ese silencio incubado en el miedo engendra más violencia que un debate enérgico y estimulante.

Aparece, como un guardia que hasta entonces había permanecido al acecho, esa frase castigadora para evitar que alguien suba la voz y exprese libremente lo que piensa. Aparece para acallar al que se sale del convencionalismo de que en una reunión solo debe hablarse de temas triviales, de felicidades falsas, para reforzar prejuicios, contar chismes y hablar mal de los que no están, mientras se elabora toda una ilusión de superioridad moral.

Y yo digo no. Grito no. Porque creo que esta vida no tiene sentido si no es para ser nosotros mismos. Porque creo que, como todos, yo también tengo algo que decir y que eso vale más que cualquier chisme o especulación televisiva. Porque no me parece apetecible la comodidad con que se asume la existencia, sin una reflexión de fondo, sin una mirada crítica, sin la molestia de pensar. Porque pienso que podemos resignificar eventos que marcaron nuestra experiencia individual por medio del diálogo y el debate. Porque podemos modificar nuestra estructura mental y debemos exigirnos hacerlo.

He venido reflexionando acerca de la importancia de los otros en la construcción individual de cada uno, porque por más solos que queramos estar, es imposible dejar de lado que la construcción de sentido es un proceso colectivo en el que participamos todos, consciente o inconscientemente. Por eso me parece inaceptable que nos neguemos la posibilidad de entablar coloquios interesantes, con polémicas si es preciso, que nos obliguen a elaborar los argumentos propios que le vamos a presentar a los demás para sustentar el porqué de lo que pensamos.

Es porque creo que somos mucho más que una caja de resonancia de lo que dicen las instituciones, los medios de comunicación, los llamados líderes de opinión que se han atribuido el derecho de decirnos sobre qué debemos hablar, y los “influencers” que se dedican a crear tendencias que se resuelven en conclusiones absurdas. Estamos para hablar de temas más importantes y que nos incluyan a todos; no para dejarnos sumergir en cosas intrascendentes como si Maluma se operó la rodilla o con qué ropa salió el comediante de moda. Es porque estoy cansado de ver cómo permitimos que humillen nuestra inteligencia y nos impongan estupideces para que no pensemos.

De las funciones de pensar, opinar es muy importante porque nos posibilita contrastar el pensamiento propio con el ajeno y porque nos brinda un punto de partida para asimilar e interpretar un mundo cada vez más confuso, dominado por quienes quieren ostentar el poder de mandar y mandar a callar con solo mover un dedo. Y si a lo que le tememos es al conflicto que puede generar el debate, aprendamos y demostremos que no necesitamos la violencia que los tiranos quieren que imitemos y que la palabra es el arma más letal que nos libera del yugo al cual nos quieren someter.


Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

miércoles, 23 de enero de 2019

El mito de la veleta



Me dijeron que era una veleta, la veleta de una casa inconsistente que en cualquier momento se iba a venir abajo. Me dijeron que de una veleta, que va y viene con el viento, no se puede esperar nada, y que no importa qué forma tenga ni cuál sea su calidad: su destino no lo determina ella, sino el viento que la golpea. Una veleta, pensé yo, que gira libremente sin límite alguno, que va para volver y vuelve para girar de nuevo. Una veleta que solo quiere moverse porque el movimiento es su destino, sin quedarse por mucho tiempo en una sola dirección. Y esa fue la ruta que escogí.

A uno le enseñan desde pequeño que es mejor ser de una sola tendencia y permanecer inamovible. Mijo, o es blanco o es negro, pero no me salga con vainas raras, me decían. Y yo no podía entender cómo hacía uno para ignorar las múltiples posibilidades de ser, cerrándose a una sola cosa con una monotonía insufrible y, para mí, imperdonable. Una de esas primeras cosas fue la religión, por lo cual creo haber empezado a navegar en aguas turbias y borrascosas, pues ni siquiera en el ámbito político he tenido tantos problemas.

Me criaron católico y estudié en colegios católicos, con todos los sacramentos, yendo seguido a misa, soñando con ser un santo. Soñé con ser como San Miguel Febres Cordero o Juan Bautista de la Salle; quise ser tan bueno y piadoso como ellos, para que al cabo de unos cien años rezaran en mi nombre y proclamaran mis hazañas cristianas, queriendo seguir mi ejemplo. Me imaginaba a mí mismo estampado en una imagen, con los cachetes colorados, aura brillante y solanácea, hábito largo y prodigioso, una sonrisa tímida, oculta por mi expresión de mártir, mirando hacia el cielo, tratando de encontrar a Dios. Y a mi alrededor habrían tres niños con ropas coloridas, jugueteando, acompañados por un perrito. Y en la parte de atrás una oración para pedir por mi intercesión ante el cielo. ¿Cuál sería mi milagro?

Pero con el paso del tempo la ilusión de ser santo se me fue desvaneciendo y los santos ya no me parecían tales. La música, por supuesto, me ayudó a dudar un poco, y la malsana superstición de que todo lo que no está en el seno de la iglesia es satánico me parecía sospechosa. Empecé a mirar para todos lados y ninguno era tan malo como lo pintaban. En la adolescencia me aproximé al budismo, al hinduismo, a ciertos principios esotéricos, al ateísmo, al satanismo y al psicoanálisis. Cada corriente, filosófica o religiosa, tenía su encanto y de cada una tomaba algo distinto. Nunca me sentí culpable por no haberme casado con ninguna, pues de hecho sentía que eso era lo bonito: conocer de manera incesante, para dudar, convencerme un poco y volver a soltarme.

De manera similar he procedido en todo lo demás. Entonces ocurre que estoy encarretado con algún tema y la gente cree que soy un devoto o un militante. Y puede que así lo parezca, pero no. La cuestión es que a mí, por lo general, me gusta meterme de lleno en lo que me reactiva la curiosidad. Veo con cierto desprecio esa postura de temor frente a lo diferente, como si se tratara de una infección viral o una enfermedad venérea. Un psicólogo, con tono clínico pero sencillo, me dijo lo que muchos ya saben pero que yo necesitaba oír otra vez: la vida es hoy, y no es para quedarse anclado.

Y aunque escribo estas palabras en un momento abrumadoramente confuso de mi vida, no quisiera dejar de lado la consigna que ha regido mi existencia desde la infancia y que hoy vuelve a darme el aliento para continuar: vivir tanto como pueda, aprendiendo con devoción y dejando el testimonio que me sale de las entrañas. Lucho para no perder esa capacidad de la que habla Charly García en Cinema Verité: “Yo puedo compaginar la inocencia con la piel. Yo puedo compaginar. Yo nací para mirar lo que pocos quieren ver. Yo nací para mirar”.

Que otros sean anclas, mientras yo soy veleta.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

viernes, 11 de enero de 2019

Jack London: la vida de un aventurero


“Preferiría ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente”

Cuando falleció en noviembre de 1916, los periódicos norteamericanos dedicaron más espacio a la noticia de su deceso que a la de emperador Francisco José de Austria. Para entonces el nombre de Jack London estaba entre los más conocidos del orbe literario estadounidense y mundial. Su vida había estado signada por una intrépida vocación por la aventura y una lucha sin tregua frente a la máquina de escribir. Al día de hoy, sigue siendo uno de esos casos en los que resulta difícil diferenciar su vida de su obra pues aunque su filiación literaria fue la ficción, no cesó de verse retratado en sus personajes, incluso en los ejemplos menos obvios.

Nacido en 1876, London fue testigo de una época de transición en Estados Unidos. Una vez concluido el cierre de la frontera a finales del siglo XIX, no quedaban más tierras por descubrir; ya prácticamente todo tenía dueño y comenzó a consolidarse una economía en la que los grandes consorcios y monopolios se apropiaron de todos los sectores de la industria. Esto repercutió en la extinción de los exploradores de nuevos territorios, del conquistador y héroe mítico que, hasta entonces, había prevalecido como símbolo de fortaleza. Esta figura fue reemplazada por la del empresario exitoso, cuyos deseos de tomar el mundo en sus manos era el motor de toda su actividad y la justificación de sus acciones. Apellidos como Rockefeller, Pullman, Westinghouse, entre otros, comenzaron a ser conocidos en muchas ciudades y dieron origen al mito del muchacho pobre que se vuelve rico a punta esfuerzo y sacrificio.

Lo que no se decía es que detrás del enriquecimiento exorbitante de dichos empresarios, estaban las jornadas extenuantes de los obreros, los salarios de miseria y el desempleo. Al no haber oferta laboral ni posibilidades de emprendimiento (ya todo los acaparaban los líderes del mercado), los desempleados se convirtieron en vagabundos y, al cabo de pocos años, las calles estaban llenas de ellos. Mientras tanto, los millonarios dueños de la industria hacían levantar exuberantes edificaciones y monumentos, tratando de imitar los bienes culturales de Europa y el resto del mundo, sin el más mínimo entendimiento de su significado, con el único fin de hacer alarde de sus posesiones en un clímax de exhibicionismo y pretensión, hoy mejor que nunca representado por Donald Trump.

Los desempleados comenzaron a marchar y surgieron varios grupos a favor de las reivindicaciones sociales y en contra de los abusos de un capitalismo salvaje, sustentado en la explotación laboral y la represión. Jack London marchó con ellos y fue allí donde se empezó a sentir atraído por las ideas socialistas de los grupos que apoyaba. El escritor, que desde su adolescencia había emprendido un proceso de educación autodidacta, conocía textos como El manifiesto comunista y fragmentos esenciales de El capital. Se declaró socialista y aprovechaba cualquier ocasión para demostrarlo. Muchos de sus escritos retrataban las precarias condiciones de los vagabundos y escenificaban el ideal igualitario por el que se había apasionado.

Hay que decir que otras influencias intelectuales de London, además de una buena dosis de ingenuidad, lo hicieron ver como un hombre contradictorio y poco racional. Para entonces se había puesto muy de moda el darwinismo social de Herbert Spencer, doctrina adoptada por los grandes industriales para legitimar el orden económico que imperaba y promover la competencia entre los ciudadanos. A London le atraía el pensamiento de Spencer y creía en la fortaleza y la voluntad. A esto le sumó su gusto por Nietzsche y su ideal del superhombre. El autor era además un fiel partidario del más recalcitrante anglosajonismo que veía en el hombre blanco una raza  física y moralmente  superior a las demás.

Fue por eso que muchos no tardaron en señalar a London de exhibicionista ideológico, pues veían en él a un hombre pretencioso que solo quería llamar la atención y provocar a los ricos. Sin embargo, London siguió escribiendo y decidió no llegar nunca a trabajar como obrero. Cuando se supo que en el río Klondike había oro, a London, como a cientos de hombres más, le entró la fiebre del preciado metal y enrumbó a Alaska Yukón arriba en pleno invierno. El escorbuto lo obligó a regresar al sur con las manos vacías y varias historias que contar.

Jack London en el Klondike, sobre 1897.
AKG Photo, Paris

Fueron experiencias como estas las que llevaron a London a fijar su mirada en las exploraciones invernales en busca de oro. Sus obras más famosas transcurren en este contexto y la atmósfera de sus historias está compuesta de nieve, trineos, lobos, perros, escorbuto, hambre, aullidos y el silencio sepulcral de tierras inhóspitas. La llamada de lo salvaje, La quimera del oro o El colmillo blanco dan cuenta de eso. Sus personajes son a su vez el reflejo del ideal individualista de superación y voluntad proclamado por Nietzsche. London era consciente de todo esto y no quiso perderse la posibilidad de constatar sus ideales utópicos y su intensa vida en una obra de amplia producción literaria.

La salud de London, golpeada tempranamente por el escorbuto y otras enfermedades contraídas en los largos viajes, se vio agravada por el alcoholismo. El escritor cayó en una espiral de decadencia (prevista por Nietzsche como condición natural) y tanto su vida personal como su trabajo literario entraron en un periodo de oscuridad. La morfina y la heroína entraron a hacer parte de su cotidianidad y un día, agobiado por el dolor, London se suministró un coctel de drogas que le resultó letal, no sin antes hacerlo pasar por una tormentosa y prolongada agonía de más de doce horas, a los cuarenta años de edad.

Jack London es uno de esos escritores que, aunque nos hablen de experiencias lejanas y tierras desconocidas, probablemente nunca exploradas por nosotros, nos presentan un reflejo de la condición humana y su avaricia y ambición insaciables. Habla de la vida en su sentido más intenso y de la insignificancia de la muerte como algo que llega cuando simplemente ya no estamos y a lo que no vale la pena temer. “Pero la muerte no era dolorosa. Cada tormento que había sufrido había sido un tormento de la vida. La vida había difamado a la muerte. La vida sí que era cruel”. Con estas palabras de su cuento Finis, concluye este pequeño homenaje a un escritor que probablemente lo dejó todo en la vida y en el papel. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores