martes, 4 de diciembre de 2018

Un recuerdo insoportable


Era tarde. Hacía más o menos hora y media que los muchachos del taller literario se habían ido al café de la esquina de atrás. Oscar había quedado de ir con ellos pero nunca fue. Ahora estaba sentado con medio paquete de cigarrillos en el borde del pequeño muro que separa el caño del sendero vehicular
.
Podría decirse que no estaba de humor. Pero seguro era algo más que eso. Su rostro no era el de alguien que está enfadado o que simplemente se siente desanimado. No. Era algo más. Oscar encendió un cigarrillo y se quedó sentado, meditabundo. Alrededor se oían algunos carros que cruzaban la calle contigua, haciendo salpicar el agua de los charcos. Decidió levantarse y deambular calle abajo, con la secreta pero sólida determinación de no levantar la mirada del suelo, como si pudiera encontrar en las grietas del asfalto alguna razón que reorientara su vida o revitalizara su existencia. No encontró nada.

Oscar pensaba en sus compañeros de tertulia. A lo mejor estaban felices, bebiendo cerveza, riendo con entusiasmo, proponiendo juegos eróticos. Sobre todo las chicas, cuya coquetería espontánea sería el cóctel más preciado para cualquier adolescente cansado de practicar el vicio nocturno. Sobre todo Berta, que se había puesto ese día un labial carmín que le iba muy bien a las curvas de su cuerpo, cubiertas por una blusa delgada de escote. Más que en sus compañeros, Oscar pensaba en Berta.

Al pasar por la zona de los burdeles, Oscar se detuvo para mirar si en su billetera tenía dinero suficiente para volver esa noche a casa. Despreocupadamente verificó que sí y que además tenía de sobra. Era una acción ilógica, pues ese día le habían pagado el dinero de una deuda nada pequeña y además contaba con fondos en su tarjeta. Un hombre de traje desbarajustado lo instó a entrar a uno de los burdeles del lugar y le aseguró que la primera cerveza sería gratis. Oscar no tenía muchas ganas pero tampoco tenía nada que perder. Nadie lo esperaba en casa.

Cruzó el umbral del burdel al que lo condujo aquel hombre y pronto se vio rodeado de luces de neón y olor a aguardiente. El lugar estaba lleno a medias. Varias mesas estaban ocupadas y se alcanzaba a escuchar el murmullo de algunas conversaciones.

-Preciosa, ¿cuánto me cobras por una noche?

-Mi vida, ya te dije que lo máximo es una hora y solo hasta que tengamos abierto el sitio.

-¡Ashh!

Sin haberle dado más vueltas al asunto, a Oscar se le ocurrió que cualquiera de las prostitutas que trabajaban allí le haría sufrir menos que Berta. Hacía ya un año que la conocía y siempre la había visto con deseo. Por supuesto que se habían dado algún beso, pero esas imágenes eran borrosas debido a la alta cantidad de alcohol que las acompañaba (cerveza artesanal y  whisky). En el burdel solo había cerveza industrial.

Creo que le di demasiado y ella ni siquiera lo notó, se reprochaba Oscar a sí mismo. Pronto se dio cuenta que no tenía sentido entrar a un burdel y ponerse a reflexionar sobre su vida, así que trató de concentrarse en el show de baile desnudo que estaba a punto de empezar. No debía ser muy difícil.

Oscar sintió vibrar su celular en el bolsillo. Lo llamaba Samuel, del grupo literario, seguro para preguntarle dónde estaba y por qué no había llegado al encuentro. Que se joda –pensó-, aquí no me estoy perdiendo de nada, y menos de la molestia de tener que decir cosas interesantes. Apagó su móvil y lo guardo. Pensó en estrellarlo contra el piso, pero eso requería un esfuerzo adicional que no estaba dispuesto a hacer.

La imagen de Berta lo apabullaba. Terminó su botella de cortesía y pidió otra. Una prostituta se le sentó al lado y colocó sus manos sobre las piernas. Llevaba un jean ajustado y una blusa con adornos dorados. Tenía puestos unos tacones negros sin medias y era morena, alta, de cintura ancha y muslos generosos.

-¿Por qué tan triste, corazón?

-Nada que no pueda solucionar una cerveza.

-Tal vez una, tal vez dos, o más…

-¿Cómo te llamas?

-Sofía. ¿Y tú?

-Carlos-, respondió Oscar, mintiendo.

-¿Y no quieres invitarme a tomar algo?

-Si no estás tomando nada es porque no lo has pedido.

Sofía le pidió una botella de cerveza al tipo que atendía en la barra y se dirigió nuevamente a Oscar.

-¿Vienes seguido por aquí?
-Lo necesario.

-¿Y eso es cada cuánto?

-Cada que no quiero pensar.

-¿Quieres que te ayude?

-Para eso tendríamos que dejar de hablar.

Terminaron sus cervezas en silencio y ella se quedó viéndole. Sus ojos eran asediantes, como los de un felino. Oscar estaba a punto de ser intimidado, pero alguna extraña nostalgia lo protegía de la mirada enervante de Sofía que, sin embargo, lo tenía bastante excitado.

-¿Sabes cuál es el único problema?- preguntó Sofía.

-¿Cuál?

-Que efectivamente te voy a hacer olvidar de todo esta noche, pero luego no te podrás quitar mi recuerdo de tu cabeza y te vas a quedar pensando mucho.

-Yo creí que era algo más grave. Vamos.


El show de baile ya había comenzado y el ruido era insoportable. 

Juan Hernany Romero C.
@JuanHernanyRC

lunes, 26 de noviembre de 2018

Sin humor no hay irreverencia


El humor y el sarcasmo, por lo menos en una proporción significativa, son elementos inherentes a la literatura. Incluso en tramas obscuras y tormentosas, como las de Kafka. Y esto es posible, seguramente, porque casi todo puede ser objeto de risa, sobre todo las cosas más serias. Es más, el verdadero humor solo es posible a partir de lo realmente serio. Todo lo demás no es otra cosa que la reproducción de las simplicidades y torpezas del ser humano en busca de la satisfacción de su necesidad de risa por razones de salud mental.

Y esta risa, llamémosle risa literaria, es un conducto a la crítica y la liberación de los dogmas más ocluyentes y totalizantes. Por medio de la sátira de lo que algunos acertarán en llamar “historia oficial”, se puede deconstruir toda una tradición de verdades impuestas, en muchos casos absurdas y con un grado muy bajo de sustentación y evidencia. Es entonces cuando el humor llega al rescate y comienza a exponer, de la manera más fina, los vacíos que un dogma puede contener en sí mismo, y lo hace risible. Cuando esto ocurre, la autoridad de lo que antes fuera verdad única comienza a desmoronarse, dejando un reguero de inconsistencias y desencantos por lo absurdo de su contenido. 


En Mark Twain tenemos un ejemplo magnífico y preciso de lo anterior. Sus Escritos irreverentes representan una de las compilaciones de textos más provocativas para el lector profano y más provocadoras para el venerador de lo divino. El autor de personajes tan fascinantes como Tom Sawyer o Huckleberry Finn, asume la voz de personalidades bíblicas que dan su testimonio de lo que aparece en los textos sagrados con una espontaneidad que ya se quisieran los obispos y los santos en sus epístolas grandilocuentes. Y lo hacen despojados de los rasgos característicos que han fijado en ellos para convertirlos en simples metáforas y simbolismos al servicio del poder eclesial y su mantenimiento durante siglos en casi todo el planeta.

La primera parte del texto, y también la más extensa, son las Cartas de Satán desde la Tierra. Aquí, por medio de once cartas, el arcángel Satán (todavía no convertido en el Diablo tras su destierro eterno del cielo), les comunica a sus colegas, los arcángeles Miguel y Gabriel, sus observaciones sobre la naturaleza humana en un remoto lugar llamado Tierra que surgió de la palma de la mano de Dios en una explosión tremebunda y atosigante de la que salieron galaxias, soles y millones de planetas.


Día tras día, Satán se muestra más sorprendido ante lo que ve, pues les asegura a sus compañeros que la raza humana está plagada de complejidades y contradicciones irreconciliables que ningún ser divino, desde su providencial inteligencia, sería capaz de comprender. Pero lo que más llama su atención es la postura del hombre frente a la religión. Satán escudriña en los detalles de la Biblia y se muestra perplejo ante, por ejemplo, la crueldad de un Dios Padre que elimina a todos los seres vivos, producto de su creación, mediante un diluvio apocalíptico en el que mata miles de millones de inocentes por cuenta de unos cuantos réprobos. Y lo que lo deja aún más perplejo es que, a pesar de hechos como este o como el exterminio de diversos pueblos por orden de Dios, los humanos lo llamen Padre Eterno, Padre Bondadoso, Dios Todopoderoso.


No cabe duda de que Twain muestra un escepticismo recalcitrante en estos escritos, donde no solo realiza una crítica a la institución religiosa como tal sino a sus cimientos históricos más antiguos, partiendo de la teología y, hasta cierto punto, de la hermenéutica. Por supuesto, el humor es su arma más letal, la punta de su espada. No concibe que en el libro que es para casi toda la humanidad una carta de navegación haya lagunas que demuestren la arbitrariedad de los relatos bíblicos y la imposibilidad de demostrar su veracidad, como en toda la historia del Arca de Noé y el diluvio universal, objeto de la furibunda crítica de Satán que comienza a mostrarse indignado en el transcurso de sus mensajes. 


En estas cartas, como en el resto de los escritos de Twain, se demuestra que el mejor argumento contra la Biblia es la Biblia misma. El carácter tiránico de Dios, las temibles manifestaciones de su poder (cuando dice ser el origen del amor), sus celos enfermizos y las contradicciones en sus mandatos, dejan claro que “el enemigo más implacable y obstinado del género humano es su Padre Celestial”, en palabras del autor. Aquí tenemos un claro ejemplo del viejo precepto que dice que un buen ateo lleva siempre una Biblia bajo el brazo.


Al libro lo complementan los Apuntes de la familia de Adán, donde personajes como Matusalén, el longevo hombre bíblico, deja entrever nuevamente, desde la risa rotunda del lector, los más empecinados absurdos de las Escrituras desde el punto de vista científico y cualquier lógica aterrizada. Pero la Autobiografía de Eva es el punto culmen de esta obra, pues la visión virgen de la primera mujer de la Tierra, madre de la humanidad, constituye una narración estupenda del personaje más vilipendiado del judeo-cristianismo, por ser considerada la causa de todo el padecimiento humano a raíz de la omisión del mandato de no comer del fruto prohibido. Eva no es culpable de nada; el culpable es Dios por crear las tentaciones a las que sometió a sus criaturas y desencadenar todo el mal que él mismo pudo haber evitado. Eva, entonces, es no solo la primera mujer sino la primera filósofa, por ejercer la deliciosa actividad del pensamiento y exprimir el jugoso fruto de la duda. 


Por último, está la Carta desde el Cielo, un simpático documento en que un “ángel archivero” lleva la contabilidad moral de un comerciante de Nueva York y lo clasifica con puntajes según sus buenas obras y su conducta cristiana, llevando un seguimiento sistemático de sus plegarias, sus actos caritativos y los deseos secretos de su corazón.

Así son los Escritos irreverentes de Mark Twain, un monumento a la lucidez intelectual, constituida por una dosis de humor precisa y candorosa que dice no a todo lo que pretende encallar su entendimiento en creencias inaceptables que, sin embargo, han imperado por centurias y condicionado la vida de la humanidad. Para Twain la reverencia no es un camino ni el silencio una alternativa. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


martes, 28 de agosto de 2018

El bramido muerto

Ramón Martí y Alsina.1826-1894 (Barcelona. España) .

Permanecer inmóvil se había vuelto necesario para él, cuando a su alrededor todos se entrecortaban con tanto afán. Fue el pensamiento de su sonrisa el que lo dejó suspendido en el aire. Se hallaba sentado en posición frontal en el barrio La Macarena, envuelto por el letargo de la plaza de toros La Santamaría, donde alguna vez se vivió la fiesta brava y hoy solo queda el guayabo de las almas de mil toros asesinados entre gritos y olés, por espadas frías que penetraban sus corazones hirvientes. Un último bramido volaba con el viento, y llegó a mí entre las volutas de cigarrillo que elevaba un extraño que estaba a mi lado. Me preguntó, sin verme, qué pensaba de las hojas secas. Él pensó que eran unas malditas obstinadas, que se negaban a morir en los árboles y preferían caer para vivir en el suelo.

-Algunas son indecisas-, le dijo él, como si pudiera leer sus pensamientos, y juntos, haciendo una voz en coro, dijeron: “Permanecen flotando en el aire como aves que disfrutan del viento”.

-Yo he estado allí, en la otra plaza-, dijo el extraño.

-¿Cuál plaza?-, preguntó incrédulo, tomándolo por loco.

-En la que está más allá, donde somos nosotros los toros y quienes recibimos los espadazos directos con la complicidad de un silencio alucinado. Y un torero sale en hombros con dos orejas en sus manos, aclamado por una multitud de insensatos, que se olvidan del desorejado. Al suelo solo caen los cuerpos que han vivido una lucha en desigualdad de condiciones. Por eso es que el torero sale de la plaza levitando impune.

-¿Y quién era el torero?

- Todos lo hemos sido, incluso yo, pero ahora soy el alma de un toro olvidado.

Nicolás Méndez y Juan Hernany Romero.
@SectaDeLectores

lunes, 9 de julio de 2018

Casablanca y el desastre



Es muy difícil plasmar en un artículo de opinión la fuerza de una obra literaria; más difícil aún es tratar de delinear los aspectos más importantes de la obra sin caer en extravagancias que le quiten el sentido a lo que estamos diciendo, pues en el afán de abarcar la totalidad del libro que tratamos de exponer podemos terminar no diciendo nada y sí hablando mucho. Por eso mejor empiezo de una vez: hablaré de Casablanca la bella, novela de Fernando Vallejo, que a mi parecer es la más completa de todas, y tal vez por eso una de las más especiales.

Publicada en el 2013, Casablanca iba a llamarse “El desastre”. Dice Vallejo en un conversatorio inaugural del libro que durante años había tratado de escribir un texto que reuniera todo lo que ya tenían sus novelas previas: la desazón de la vida, la carga de la existencia, el sufrimiento de vivir, el horror de morir… el desastre. O sea, en últimas, Casablanca es El desastre.

“Casablanca no es una ciudad, es una casa: blanca como su nombre lo indica, con puertas y ventanas de color café y una palmera en el centro de un antejardín verde verde…”. El texto se va tejiendo como se va construyendo (o reconstruyendo) Casablanca en su interior: va por partes, y en cada espacio tiene Fernando ocasión de ir diciendo lo que piensa sin más freno que el del el lenguaje que usa y las interrupciones que suponen la construcción de Casablanca. Pero, ¿cómo va hilvanando Vallejo su discurso? ¿Habla solo? ¿Se oye a sí mismo?


Un diálogo con las ratas

Agotado, decepcionado y desesperanzado, vuelve Fernando a Casablanca con una vela que le dé luz antes de dormir. Viene de la avenida Nutibara y ha sido doblemente insultado  por sicarios que pasaban en su moto a toda mecha y que casi lo mandan para el otro lado. Acostado sobre bultos de escombros, recibe la visita de un grupo de ratas que salen hacer su ronda nocturna y lo encuentran allí, meditabundo, en silencio.

Son estos animales los que diariamente, cada noche, visitan a Fernando en su lecho improvisado y le dan cuerda por medio de preguntas y comentarios, brindándole a nuestro “gramático ilustre” una de las cosas más valiosas que tendrá en el desastre de Casablanca: un interlocutor.

De las largas conversaciones que tuvieron, les dejo un par de intervenciones memorables, puestas en este festín de la palabra, del lenguaje literario y las expresiones coloquiales. “La pesadilla de Kafka era despertarse convertido en un insecto. La mía es haber despertado convertido en un ser humano. Trato de acomodarme a los monstruos. Con ellos vivo. Me ahogo en su pantano”. O esta sobre la felicidad: “Y en medio del dolor del mundo esta búsqueda de la felicidad a toda costa. ¿Por qué? ¡Con qué derecho! La felicidad del individuo en medio de la desdicha ajena es impúdica. Si la felicidad no es para todos, que no sea para ninguno. Y si la vida de los animales no vale nada, ¿por qué ha de valer la del hombre? ¿No es acaso otro animal? Un bípedo alzado que caga”.

Una reforma ortográfica

Postulada ya en el Siglo de Oro por Gonzalo Correas (que escribía Korreas), Fernando propone esta reforma, ahora adaptada al contexto actual. Se trata pues de volver totalmente fonética la ortografía del idioma castellano. Me explico. La ortografía del español tiene dos caras: la fonética (cómo suenan las palabras) y la etimológica (de dónde vienen). Es por ello que escribimos hombre con hache: porque proviene de la raíz etimológica homo del latín. Pero si lo vemos en términos prácticos esa hache ya no tiene nada que hacer ahí. De lo que se trata en últimas esta reforma es de simplificar la escritura del español, ganar espacio y evitar enredos.

Del mismo modo, con miras a la construcción de una ortografía completamente fonética, se suprimirían algunas consonantes y se cambiarían por otras. “Cosa” se escribiría con ka de kilo: “kosa”. “Queso” se escribiría con ka de kilo y sin u: “keso”. “Aquí” con ka de kilo, sin u y sin tilde: “aki”. “Cinturón” son ese de sapo y sin tilde: “sinturon”. “Zancudo” con ese de sapo: “sancudo”. “Giro” con jota de joder: “jiro”. “Guerrero” con ge de guerra pero sin u: “gerrero”. “Güevón” con u sin diéresis ni tilde: “guevon”. Y también así “hijueputa” suprimiendo la hache: “ijueputa”.

Ahora bien, como se trata de simplificar la escritura del idioma, la reforma también propone suprimir las tres letras dobles de sonido sencillo, a saber: la che, la erre y la elle, las cuales deberían escribirse s, l y r, de modo que ahora solo tendríamos grafemas, unidades indivisibles del lenguaje y acortaríamos el alfabeto. “Chontaduro” se escribiría “sontaduro”, con ese y sin hache. “Caro”: “karo”, son ka y ere suave. “Carro” sería “karo”, con ka y erre dura. “Río” se escribiría “rio”, con erre dura y sin tilde. “Cigarrillo” sería “sigarilo”, con ese, erre dura y ele rara. “Yegua”: “legua”, con ele rara. En cuanto a la y de “María y José”, se escribiría con i latina: María i José. “Examen” se escribiría “ecsamen”. “Wager” se escribiría “Bagner”.

Con eso tenemos la supresión de la ce, la hache, la cu, la ve, la ve doble, la equis, la ye, la zeta, las tildes y las diéresis. Las viejas tres letras dobles serían transformadas en grafemas y llevarían un signo como el de la ñ, pero en la parte de abajo. Ah, y Dios no iría con mayúscula. En esto consiste, pues, la reforma ortográfica de Korreas/Vallejo que de a poco ha venido implementando la juventud en las conversaciones de WhatsApp y los memes de Facebook. Una reforma para Hispanoamérica y no para España, como deja claro Fernando que va por las mayorías y la practicidad. “Ortografía fonética sin resabios etimológicos, señorías. A este idioma le sobran ocho letras y al hombre dos tetas”.

La música y la memoria

Vallejo, pianista desde niño y conocedor de la música, no deja este tema por fuera y se lo toma muy a pecho. Con su iPod que lleva incrustado en su memoria, Fernando nos va cantando (o al menos recitando) valses, boleros, cumbias, rancheras. Y es que para Vallejo no hay mejor música que esta, la que le habla al corazón, y no los concertistas de conservatorio que tanto le incomodan. “Música es la que me gusta a mí y el resto es ruido”.


Eso sí les puedo decir: Casablanca sirve también como puente a músicas bellas, sencillas, profundas, que si oyen con atención marcan tanto como cualquier novela de Vallejo. El doctor Alfonso Ortiz Tirado, Pedro Infante, el Dueto Miseria, José Alfredo y María Teresa Vera, llenan las gigas del iPod de Fernando y nos transportan, como sus novelas, a otros tiempos, a otras calles, a otras casas, a otros patios, a otras iglesias, y nos hacen recordar que, aún con ilusiones y encantos, la vida siempre terminará como Casablanca: en el desastre.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


miércoles, 20 de junio de 2018

Nuestro poeta maldito



Tratar de desentrañar, escudriñar, entender, la obra de un poeta es una tarea que, por más empeño que se le ponga, siempre terminará incompleta. Y terminará así porque muchas veces ni siquiera el autor del verso sabe de dónde provienen sus vocablos. En Ion, diálogo de Platón, Sócrates dicta que “El poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo”.

Y esta labor se dificulta más en cuanto el autor no es lo suficientemente reconocido como para contar con una serie de referentes que brinden un apoyo conciso a la comprensión de su obra. Aún así, surgen desde el fondo piezas invaluables que nos conducen, con entusiasmo, a aventurarnos en las letras de un poeta que, como buen mago, nos seduce con sus prodigios, sus visiones y clarividencias.

Tal es el caso de Héctor Escobar Gutiérrez, cuya obra es expuesta, tratada y analizada por Orfa Kelita Vanegas en su libro La estética de la herejía en Héctor Escobar Gutiérrez. Escobar, más conocido como El papa negro o El diablo, contribuyó de forma muy singular a la literatura, específicamente la poesía, de Pereira. El esteta risaraldense dejó un puñado de libros publicados y decenas de textos inéditos. Fallecido en el 2014, Héctor es hoy más recordado por su figura como satanista y esoterista que como poeta. Vanegas nos demuestra que, entendiendo ambas facetas de su vida, se puede apreciar mejor su obra.

Son muchos los caminos que conducen la vida de un artista hacia el despertar de su creatividad y el desarrollo de su lucidez. El caso de Escobar es bastante particular, pues su pronta vocación por el sendero de la oscuridad y las libertades con que contó desde muy niño, fueron llevándolo, con el paso de los años, al encuentro de visiones y posibilidades nuevas que marcarían su destino.

La asimilación del mal, como fuerza necesaria y complementaria en la vida de los hombres, abrió los ojos del poeta a la ventana de la transgresión como hecho libertador y estimulante para el hombre. Siguiendo un poco a Nietzsche, las concepciones del bien y del mal, más que elementos naturales, son para el lírico producto de prejuicios e interpretaciones humanas. Es por ello que resulta tan placentero, en su obra y vida misma –y en la de todos nosotros- romper con las cadenas y las ataduras impuestas a partir de implantaciones morales y culturales.

Un ejemplo de ello es la experimentación con drogas. Aún hoy, en pleno siglo XXI, puede resultar escandaloso contemplar abiertamente la posibilidad de fumar marihuana o el deseo de hacerlo. Pero, paradójicamente, por ser esta una sociedad guiada por la doble moral, el consumo de alcohol no resulta tan grave, siendo este igual o peor de nocivo que el cannabis. ¿Se han preguntado alguna vez por qué? Bueno, porque, entre otras cosas, la sociedad carga de peso simbólico muchos elementos presentes en la cotidianidad. Un cigarrillo tradicional es aceptable, pero uno de marihuana es peligroso. Una borrachera con cerveza o aguardiente es considerada como normal –sin decir por ello que sea buena-, pero un viaje con LSD es punible. Es así como se mueve nuestra sociedad, en esta y muchas otras cosas.

Otro ejemplo es la percepción general que se tiene sobre la prostitución. Globalmente se mira con desdén el ejercicio de esta labor, pero nunca se han apreciado sus virtudes. Se condena con ahínco a la trabajadora sexual y se la tacha de facilista, ofrecida, cuando no de improperios peores, pero nadie se pone en sus tacones para enfrentar su realidad. Al respecto de este tema, así como del ejemplo anterior, Héctor hace alusiones precisas con las cuales yo mismo me he sentido identificado y que quiero resaltar en el presente texto. “La  prostituta muestra abiertamente su deseo, se reafirma como mujer al explorar sin medida su placer, son honestas consigo mismas. En cambio, aquellas que representan el papel de la dama o la esposa perfecta, son mujeres llenas de hipocresía, pues esconden su ser real”. ¡Qué belleza, señores! Bella es la verdad en la medida en que se conoce. Y cuán grato es el ejercicio de la prostituta, quizá tanto más que el del poeta, que se margina como ellas en un mundo incapaz de mirar para adentro, y más aún, de mirarse a sí mismo.

Volviendo al tema de la transgresión, tenemos que este concepto, al ser conjugado en la vida real, es la mayor posibilidad que tiene el hombre para adentrarse en sí mismo pero también para liberarse. Es, en términos gramaticales, el complemento directo de la moral. El hombre, por instinto, busca la satisfacción de sus propios deseos, y en cuanto sus anhelos más se encuentren en la esfera de lo prohibido, mayor será el placer que le proporcionen desde el momento mismo de la transgresión.

Esta constante y persistente actitud de rebeldía, de rebelión contra lo establecido, llámese moral, Dios, religión, cultura, es la auténtica esencia del espíritu satánico, no entendido este como esclavo del mal o del Diablo, sino como ente consiente de sus posibilidades materiales y cósmicas, así como del bien y del mal de manera libre y desencadenada.

Y es que, en últimas, sin pretensiones de simplificar esta filosofía, el satanismo lo que busca es la liberación del hombre a partir del conocimiento de sí mismo, brindándole mayores posibilidades en la realización de su ser material, psíquico o espiritual. Es un canto a la libertad y al deleite de la vida; es saberse libre de cualquier atadura moral o religiosa, representada en dioses, redentores o mesías. Por lo pronto, mientras preparo un texto en el que exponga la definición y composición del satanismo moderno, los invito a disfrutar de este blasfemo y exquisito poema del maestro Escobar:

PÓRTICO
666

Desde el fondo de mi caverna te hablo.
Es decir, desde tu alma, soy el Diablo;
la Bestia reencarnada, el Anticristo,
aquel que punza a Dios con su venablo.
Desde el fondo de mi caverna te hablo.

Pronto, muy pronto, llegará mi hora.
Es a mí y no a Dios a quien se adora.
De esta tierra el final está previsto,
porque aquí el mal acrece y se decora.
Pronto, muy pronto, llegará mi hora.

Lanzaré sobre el mundo mis legiones.
Arcángeles perversos con hachones,
incendiarán los ámbitos nocturnos,
hasta asolar del hombre sus regiones.
Lanzaré sobre el mundo mis legiones.

Ira, odio, horror, serán mi trilogía.
Siempre he sido el que soy, no alegoría.
Se alegrarán mis ojos taciturnos
al ver a Cristo hundido en su agonía.
Ira, odio, horror, serán mi trilogía.


La obra de Escobar Gutiérrez recoge varios de los tópicos que más han llamado la atención de la humanidad: el sexo, la dualidad entre el Bien y el Mal, el erotismo, el esoterismo, Dios, el Diablo, la magia, el tiempo, la existencia, la vida, la muerte, los sueños. Temas abordados de manera concisa, intensa y contenida en forma de sonetos y baladas, siempre en sus estructuras clásicas. Para Escobar no había mejor forma de escribir que la que se ceñía a los modelos tradicionales de la lírica poética, pues veía con sospecha la proliferación del verso libre en un mundo decadente de estética y sentido.

El perfeccionamiento de sus poemas fue un camino de disciplina y voluntad en el que la aplicación de sus conocimientos mágicos, cabalísticos, literarios y lingüísticos, confluyeron en la génesis de una obra constituida y la formación de un estilo propio, que es el legado del poeta como su más grande sueño, la realización de su ser enmarcado en sus letras y el reflejo de su vida en las mismas.

Quedan invitados pues a leer la obra de uno de los poetas más interesantes y originales que ha dado nuestro país. La combinación de sus experiencias, su ideología o tendencia satánica, su arraigo a los modelos tradicionales de la poesía, y la voluntad de ser cada día un mejor poeta, digno de ostentar ese título, hacen del papa negro, Héctor Escobar Gutiérrez, un escritor sólido, perspicaz y consistente.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

domingo, 29 de abril de 2018

Morir es no estar más con los amigos



Esta frase no es mía, no lo podría ser. Corresponde a Gabriel García Márquez, y la leí en el prólogo a sus “Doce cuentos peregrinos”. Comenzaba pues la lectura de los cuentos de Gabo, precedidos por este texto que me puso a pensar gravemente en el significado de sus palabras, pues fue por esos días cuando tuve mis primeros acercamientos a la muerte, a la muerte real, al alejamiento solitario, callado, moribundo, de los amigos.

Por estos días un lector me dijo que, en verdad, no existe una diferencia clara entre la vida y la muerte, y que, a lo mejor, ya estamos muertos con la ilusión de estar vivos. Yo le creo, porque la muerte la siento mucho más cercana que la vida. Aún más: he encontrado en ese límite infructuoso, en esa tentación constante de voltear a ver la muerte como próxima esposa, algún atisbo de paz, la paz que solo la resignación y el abandono pueden dar, la paz de sabernos de otra parte.

He llegado a considerar que permanecer en este punto es lo más cercano a lo que nos dice Fito Páez. Aunque, claro, con algunas salvedades. “Entonces navegar se hace preciso en barcos que se estrellan en la nada. Vivir atormentado de sentido, creo que esta sí es la parte más pesada”. Y ese es el tormento, el sentido, porque ya no está, ya no existe, desapareció.

Comienza entonces la danza, la amnésica danza que no controlo yo, sino que me lleva. La danza en la que tomo y suelto tus manos, en la que te veo y te quiero y te abrazo. La danza que, caprichosamente, me lleva a mi resguardo final sin saber todavía cuándo y va dejando la pista libre para que ustedes, alegría de mi vida, vuelvan a bailar como lo hacían antes conmigo, en medio del júbilo magistral de sabernos vivos y con la extraña certeza de poder estarlo mucho más. Y mirarán al cielo, esperanzados de que nos volveremos a encontrar en alguna parte, buscando entre los recuerdos la imagen más bonita de nosotros.

No hay, ni ha habido, ni habrá, una muestra más fiel a la vida que la amistad. Incluso cuando estamos a punto de morir, pues es en ese momento cuando recordamos que estamos vivos porque hay alguien más que lo está y lo reconoce, y perdura como una huella que permanece hasta la última memoria que la pueda retener. Cada traza de alegría, de confianza, de esperanza, de resignación, de tristeza, de miedo, de dolor, ha valido la pena gracias a ustedes, mis amigos, porque le dieron lo único que justifica el ejercicio vivir día tras día: sentido. Y me aproximo, por ahora, a decir que el abandono del sentido es la concreción de la muerte.

Y en llegando a esa concreción, entre los espasmos espectrales de la soledad y el silencio, comienzo a verme pálido, con una imagen rara de mí mismo, ajeno, lejano, y me doy cuenta, de nuevo, que morir es no estar más con los amigos.


Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

jueves, 1 de febrero de 2018

Desde en La Oculta



Cansado como estaba por el ajetreo que exige pertenecer a la vida civilizada, me había ido a una finca a la que me invitaron a quedarme unos días. Estaba ya instalado en la hamaca, el mueble ideal para leer, cuando me llamó mi compadre, que no me llamaba hace tiempo y me preguntó dónde estaba, a ver si nos podíamos reunir un rato. Vi que era él en la pantalla del celular y contesté:

- Compadre, qué milagro su llamada, ya decía yo que se había olvidado de los pobres.

Si vamos a hablar de pobres empecemos entonces por mí. ¿Dónde anda?

-Estoy en La Oculta

-¿La de la novela? Pero, ¿cómo?

-Con la imaginación, la adaptación psicológica de lo leído y lo vivido, dos cosas que ya no diferencio. Esta “Oculta”, ahora entre comillas para que se entienda mejor, no queda cerca de Jericó, Antioquia, como en la novela de Abad Faciolince.

-¿Y entonces? Le ruego que sea claro y no hable por el aguardiente que se le subió a la cabeza. No vaya a empezar a enredarme, como ya es costumbre en usted.

- Tranquilo compadre, déjese hablar y tómese un guarito conmigo, que el clima está agradable y los ánimos más bien templados.

-Hable pues.

- Mire, estamos en San Francisco, Cundinamarca, no California, en la última de las veredas, al final de un caminito que conduce a las fincas y las marraneras. Se entra por una portería de dos columnas de concreto y una puerta de madera, la cual se está dañando porque el río, como dice la dueña, jala y jala el terreno. Los carros, porque aquí toca venir es en carro, se dejan sobre una sábana de piedras que hay a la entrada. Cruza usted un puente de guadua construido sobre un pequeño valle para llegar a la casa, no sin antes pasar frente a un ranchito donde se hacen los asados, que en las zonas de clase alta de Bogotá llaman BBQ. Y ahí sí llega usted a la casa, con sus sólidas columnas y su techo de bambú, su pintura maltrecha y sus enormes ventanales. Entonces se queda usted afuera, al ladito del BBQ, y se pone a tomar aguardiente y a decir ociosidades como nosotros.

- Ah, ahora sí entiendo, casi que no. ¿Y llegan prepagos hasta allá?

- No sé. Nunca las he llamado. Yo no soy de esos. Además, ¿qué tal me roben acá en la casa?

-Eso no pasa, para eso hay control y garantías.

- Control y garantías es lo que dice que nos ofrece el Estado y vea.

- Ya se va a poner usted con sus cantaletas de siempre.

- No, tranquilo, venga y tráigame un trago y verá cómo es que me calmo.

- No me convence, usted no es así. Fúmese mejor un cigarro. Con eso chupa y sopla y no jode con sus discursos.

- Pero compadre, cigarros no compré porque están muy caros. El gobierno, con su mojigatería y sus impuestos, los volvió inalcanzables. Fumar ya no se puede, mejor las prepago.

Estábamos en esas cuando se nos cortó la señal porque allá es muy intermitente, y me quedé tomando guaro, pasando de Jack London a Juan Gabriel Vásquez, mientras los tangos de Gardel sonaban a todo parlante desde la finca del lado. Yo, sin embargo, hubiera querido estar escuchando a Charly García, Pasajera en trance por ejemplo, pero eso no fue posible. Igual Gardel no me molestaba. Estaba trayendo a mi memoria alguna de esas tardes psicodélicas mías en la que, saliendo completamente trastornado de un bar, terminé cantando para mis adentros esa canción que siempre canto cuando pienso que me voy a morir: Adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. Me toca a mí hoy emprender la retirada, debo alejarme de mi buena muchachada. Adiós muchachos, ya me voy y me resigno, contra el destino nadie la talla. Se terminaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más…

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores



martes, 23 de enero de 2018

¿Era más grande el muerto?



Hasta cierto punto yo soy de ese sentir que proclama que cada libro que leemos nos habla de forma directa porque nos habla de nosotros mismos, así sea solo por los lados. Y esto puede no ser otra cosa que el sutil mecanismo de leer siempre con el ojo de la necesidad, como diría Estanislao Zuleta, tratando de buscar soluciones a los enredos que tenemos en la mente. Por eso, así uno no lo quiera y mucho menos lo reconozca, la lectura se vuelve un asunto utilitario, así como la escritura, que busca siempre sus propios caminos.

Y eso es lo que hacen los habitantes de Villalinda, buscar caminos o permanecer en ellos, si es que ya los encontraron. Pero siempre en medio del caos que impone el miedo, en medio de una organización anárquica que se abrió un camino a las malas pero que se asentó como la única realidad posible.

Siguiendo también su camino, aunque sin mucha idea de cómo, trastabillando, Manuel nos va indicando el sendero, un sendero de recuerdos y memorias de gente que una vez  pasó por su lado y le cambió la vida. Recuerdos de zapatos, amigos, motos y fiestas, que terminaron aplastados por su propio peso y que a fuerza de contarnos el cuento no lo aplastaron a él.

Pero no crean ustedes que esos recuerdos fluyen de manera trascendental, como si todo lo que se recuerda fuera para llorar y emborracharse. No. Cada recuerdo nos remonta a los hechos con una agilidad y una precisión que ya se quisieran los diarios de memorias. Tampoco hace falta un lenguaje artificioso y sofisticado para contar lo que pasa en un pueblo que, sin ser común, abarca todos los elementos de la monotonía que solo es posible sentir cuando se vive allí.

Les decía pues que los libros nos hablan casi siempre de manera directa. Esto lo digo no solo en singular sino también en plural, siendo ese nosotros un país, un pueblo, una ciudad. El eco de los estallidos de las bombas que explotan en una fábrica, en un supermercado o en un parque es el mismo eco de las voces de las víctimas que han perecido en esta guerra por el poder y el dinero. Es el eco también de las canciones que suenan en los buses, las cantinas y los burdeles, a la salida de la iglesia, al ladito de los colegios, en la plaza de mercado. Entonces uno no solo lee con los ojos, sino también con los oídos, y guarda esas vocecitas para uno, en la mitad del corazón.

Y es ese cúmulo de voces lo que nos ofrece Luis Miguel Rivas en Era más grande el muerto, una de las experiencias literarias más amenas que he tenido. Con una fluida construcción de diálogos que no entorpecen el ritmo de la narración, las voces se entremezclan sin confundirse, como en la música los instrumentos.

Esta novela nos habla también y sobre todo de la amistad, la forma más pura del amor. La amistad que salva, que redime, que llena de sentido. La amistad que da vueltas y vueltas sin saber el porqué de ellas para mantenernos alejados de la muerte y el dolor, así como alguna vez dijo García Márquez, “morir es no estar nunca más con los amigos”. Y también porque con los amigos de verdad uno no necesita apariencias. Los amigos son amigos y punto, con ropa de vivo o de muerto.

No se pierdan pues la posibilidad de leer este libro lleno de sabor y contento, bohemia y realidad. Pásense por Villalinda de la mano Manuel y Luis Miguel, y sientan la inefabilidad fascinante de las canciones que allí retumban, ahogando los gritos de la muerte. Y conozcan la pluma de uno de los escritores más suspicaces de Colombia, que la van a pasar tan bueno que no se van a querer ir.

Solo me queda una pregunta… ¿sí era más grande el muerto?

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores