La
bruja, una vieja drogadicta, tenía monitoreados, por medio de cámaras, varios
kilómetros a la redonda de su casa, ubicada en las montañas del Urabá. La bruja
es un decir, un alias. Le decían la bruja porque desaparecía a sus víctimas
como por arte de magia. Su casa era en realidad una gran bodega de narcóticos
con un laboratorio de cocaína que funcionaba cuando la base principal de clan
del Golfo era intervenida por los agentes de la Fiscalía.
Una
mañana, cuando la bruja tramitaba desde sus equipos un encargo para exportar,
vio que a no más de tres kilómetros de su casa, habían dos muchachos
discutiendo. Al parecer estaban haciendo labores de agrimensura y tomando
fotografías del terreno. Pasaron dos horas y los muchachos se dispusieron a
volver por donde venían, pues ya habían terminado sus actividades y muy
seguramente volverían al otro día, ya en compañía de otras personas como
arquitectos o ingenieros civiles, alguien que materializara sus planes.
Uno
de los muchachos sacó un celular del bolsillo de su jean y comenzó a levantarlo
cual cura eleva el cuerpo de Cristo, y lo movía en todas las direcciones, pero
parecía no tener resultado. El otro joven, muy parecido a él, comenzó a
agarrarse a la cabeza, agitando sus manos intempestivamente, dejando ver sus manillas
de colores, bien distribuidas en sus dos muñecas. Los dos muchachos entraron en
pánico, el uno estrello su móvil contra una piedra, y el otro no se retractó
por lo que había dicho, algo muy ofensivo.
Perdidos,
sin un ápice de ubicación, decidieron caminar buscando el norte –donde por lo
demás hay excelentes contratistas- y al cabo de dos horas vieron a lo lejos una
cabaña. Desconfiados, pero muertos del hambre y la ansiedad, se dispusieron a
buscar ayuda en la casita. Llegaron pero nadie les respondió. La puerta de
enfrente estaba entreabierta y los muchachos decidieron entrar. Al ver que no
había nadie, llevados por su curiosidad, se pusieron a mirar lo que había en el
living de la dizque humilde cabaña: un sofá de terciopelo con acabados
renacentistas detrás del cual había una pintura extravagante de algo así como
un tigre blanco en posición de cazar; una mesa toda hecha de cristal con
ceniceros de plata encima y varias revistas pornográficas; dos instalaciones de
aire acondicionado y un ventilador de lo más de lindo que colgaba del techo.
Pero con hambre uno no ve un carajo. Buscaron a tientas la cocina con la
esperanza de comer algo y luego pagárselo a su dueño. Entraron a la cocina y
sí, había algo de comer, pero muy burdo para el extasiado gusto estético del
habitante de la cabaña. Solo había de esa sopa instantánea para hacer con agua
hirviendo y una caja de tostadas.
Por
lo demás, ya que el hambre apremia tanto más que el tiempo, los dos muchachitos
estaban otra vez dispuestos y con la barriga llena, eso sí no como estaban
acostumbrados, pero llena al fin. Con la visión restablecida, pudieron ver
ambos que la cocina, aunque en ese momento tenía la pobre e insípida sopa para
preparar, era en efecto una cocina, pero no de las que usan para las artes
culinarias, es decir para preparar alimentos, sino una cocinita tan solo para
cocinar. Pero, ¿cocinar qué?
“Meta,
meta, meta, llegamos a la meta y llegamos todos juntos”, dijo la bruja saliendo
de las sombras. “¿Y qué carajos hacen ustedes aquí tomándose lo único que puedo
tomar en mi senil y mueca vejez?” La vieja se encorvó todavía más pero levanto
la cabeza. Los dos jovenzuelos quedaron aterrados: “Disculpe señora, ya nos
íbamos. Estamos perdimos, muertos del hambre, y como no había nadie…”, dijo el
mayor de los muchachos con las pupilas no menos dilatadas que las de su
hermano. “Pues bien puedan y tomen asiento. Ya entrados en gastos… Además, ¡vaya!
que se ven muy hambrientos los pollos y necesitan reponerse. Seguro quedaron
muy cansados luego de medir el terreno del sector”. El muchacho se quedó
pasmado, intentó hablar, pero no le salían las palabras. Estaba, como se dice,
trabado.
“Los
esperaba con ansias. Sabía que para aquí vendrían y les dejé lista la cena”,
dijo la horrible bruja. “Pero, por favor no me digan señora, que de eso no
tengo sino el sexo de mi apodo. Bien se podrán dar cuenta de que no tengo
tetas, y eso que vivo muy agachado. Ya oyeron: aga-cha-do”. Perplejos como
estaban los muchachos no pudieron hacer más que obedecer y ceñirse a las
palabras de la bruja, quien con una sonrisa pícara pasaba de un rostro al otro
de los muchachos.
En
un esfuerzo por recuperar la voluntad, el menor de los dos dijo que ya estaban
bien, que muchas gracias, que hasta luego, pero la bruja estiró la quijada y
levantó las cejas, quiero decir la piel de la frente, donde deberían estar las
cejas que ya no tenía. “Muy sola me he sentido en los últimos años y no los
dejaré ir ahora, además hay mucho para compartir”, exclamó la bruja ensanchando
sus brazos queriendo mostrar lo mucho que había en su casa. Es que los
muchachos no se habían dado cuenta, seguramente por su ingenuidad, es que eran
lo que se dice, unos buenos muchachos. Marihuana aquí, bazuco allá, perico
acullá. La bruja se relamió los labios y frotó sus manos. Ya se imaginarán
ustedes lo que pasó después del gesto acucioso de la bruja. No lo pongo acá
porque para qué. No lo digo por lo mismo que no es bueno contar plata delante
del pobre ni fornicar delante del impotente.
Trabados
como estaban, con los ojos rojos, los brazos pinchados y la nariz blanca,
quedaron tirados en el suelo. Qué vuelo, qué sueño, qué desvelo. Ya las puertas
estaban cerradas y cerradas otra vez las venas por donde había entrado la
heroína. Pasaron las horas, cantó el gallo y cesó la horrible noche. La bruja
ya se había levantado, se había cambiado de camiseta y hecho una cola de
caballo. En cuanto a los dos muchachos, se despertaron tres horas después,
moviendo débilmente sus ojos y queriendo volver a su bella casa, a la que muy
seguramente ya no volverían jamás. Por lo débiles que estaban no se dieron
cuenta de que estaban amarrados y apenas si podían sentir el hambre. El aire
olía como a huevos fritos, y eso fue lo único que los estimuló a sacudirse de
su letargo marihuanero. “Por Dios. ¡Qué pasó! ¿Por qué nos hace esto? Déjenos
salir. ¿Usted no sabe quién soy yo?” dijo el hermano mayor. Cojonuda risotada
soltó la bruja y trajinadas sus palabras: “Claro que sé quién es usted
hijueputica, por eso mismo es que está ahí amarrado” El joven se retorció
tratando de liberarse pero fue inútil. Estaba peor de cansado que ayer y poco o
nada entendía lo que estaba pasando.
“Abra
pues la boca, o es que se piensa dejar morir de hambre”, le dijo la bruja de
horrible aliento al pobre y buen muchacho que, con su hermano, había caído en
sus garras y cedido a su tentación. “Ya verá como viene mi papá a buscarme y a usted
le tendrá que caer to-do el pe-so de la ley” fue lo único que alcanzó a decir
el muchacho antes de que quedar atragantado con huevo y salchicha de dudoso
proceder.
Pasaron
así los días, y a punta de huevo y salchicha la bruja mantuvo a los muchachos.
“Miren la televisión. Los están buscando, y su querido papá ofrece una jugosa
recompensa por ustedes. Está bien emberracado. Dizque me va a dar en la cara,
marica. ¡Ja! Ese sí que no sabe quién soy yo”. Les escurrían las lágrimas a los
muchachos, pero no era de nostalgia ni de dolor, es que ya se les había acabado
la bolsa de heroína. Prosiguió la bruja, “Yo aquí tan cómoda viendo televisión
y a ustedes ya se les acabó el suero. Qué pesar ome, no por ustedes sino por mi
economía. Si no llegan rápido los refuerzos, pronto se me va a acabar la
materia y ustedes se me van a morir, y después, ¿qué carajos le cobró a su
papá?” Pasaron y pasaron las horas, y los refuerzos, los que protegerían a la bruja
en su brillante operativo, no llegaban. La pobre bruja se desesperó, empezó a
maldecir, a blasfemar y perdió la noción del espacio-tiempo del que, por lo
demás, es más bien relativo como diría Einstein y comprobaría la física
cuántica. Pero qué física cuántica ni qué nada; la brujita, para pasar las
penas, como estaba acostumbrada, se dio a la tarea de cocinar para
entretenerse; y después de cocinar, ¡claro, la cena! Incontrolable sobredosis
se metió la puta bruja, y cayó en un hoyo negro –de esos de los que habla la
física cuántica. Pasaron así horas y horas; al despertar, no solo no habían
llegado los refuerzos sino que los rehenes ya no estaban. La puerta estaba
abierta y las sogas cortadas: los muchachos se habían ido.
Indescriptible
fue la desesperación de la bruja, incontrolable e irascible. No tuvo que
meditar mucho para saber lo que le venía encima. Tomó una maleta de su cuarto y
salió por la parte de atrás. Alcanzó a correr unos diez minutos cuando la
fatiga la alcanzó y se fue de bruces contra el suelo. Pobrecita viejecita, ya
no tiene que fumar. Escuchó a lo lejos un helicóptero y rápido se incorporó
para adentrase en el bosque, pero pronto sonaron los primeros disparos y la
bruja se sobresaltó todavía más, pero, para su suerte, aún no la habían visto.
Llevada por su instinto de supervivencia
corrió otros cuantos metros y trepó varias rocas, pero tenía la extraña y
horrible sensación de no avanzar nada, aunque nunca se volvió para mirar.
No
había ya lugar para maledicencias. Correr o morir, o peor, ser atrapada. “Por
allá, por allá”, escuchó detrás suyo y reconoció la voz del muchacho, el menor.
Un disparo dio directo en el tronco del árbol que tenía en frente y ahí supo
que estaba atrapada. “¡Al piso, con las manos en la nuca!”, fue la orden de un
militar al que no le vio la cara. Sin saber muy bien que hacer, la bruja se
quedó quieta, y a los pocos segundos fue aprehendida por dos soldados. La
llevaron casi arrastrada, a palos, hasta la casa. Allí la arrestaron y la
golpearon sin piedad. La bruja, ensangrentada y magullada, refunfuñaba desde su
boca sin dientes, como si recitara un conjuro maligno.
Aparecieron
los dos muchachos, con su chaleco antibalas cada uno y dijeron al unísono “Ese
es”. De inmediato los soldados cerraron las puertas y se dio la orden de
inspeccionar la casa. Lo encontraron todo, uno de los botines de droga más
grandes de todo el país, ahora descubierto y con su responsable arrestado. La operación de rescate había sido más
exitosa de lo pensado, y el botín, económico y moral, ahora sería para el
Ejército.
Pero,
para desgracia de los furibundos soldados de la Patria y de Dios, sonó un
estruendo en la pared contigua a la salida. Se armó la balacera. Eran los
refuerzos, los de la bruja, claro. Llegaron tarde, pero llegaron. La bruja
aprovechó y se soltó; corrió hacia el cuarto donde estaban los barriles de
cocaína y allí se escondió. Los refuerzos, amenazantes, se quisieron tomar la
casa, y lo lograron, pero habían, con tanta bala, provocado una fuga de gas en
la cocineta, justo cuando llegaban a la meta. La casa se llenó de gas y claro,
pasó lo que tenía que pasar: todo se explotó, se voló, se toteó. Solo se
salvaron los dos muchachos y sus guardaespaldas que alcanzaron a salir en el
helicóptero. Desde arriba vieron el desastre: una bola de fuego de varios
colores (verde, azul, morado y rojo) cuyo aroma los puso a aluciar
inmediatamente. El botín se había quemado toditico y ya no servía para nada, ni
para hacer el varillo más barato.
Volvieron,
adictos pero “sanos” y salvos, los muchachos a la ciudad. Volvieron con su papá
y salieron por televisión llorando y riendo, aunque con los ojos desorbitados y
diciendo disparates de vez en cuando al ser entrevistados. Ya estaban
enviciados, no había nada que hacer, la heroína corría por sus venas y por eso
eran caso perdido. Pero bueno, sanos y salvos, dije.
Pasaron
dos años y los muchachos antaño perdidos, antaño atrapados, estaban muy
felices. Estaban otra vez en televisión, tenían los dos la cara demacrada y los
dientes marchitos, pero vestían trajes y repartían fotos y saludos a diestra y
siniestra, como el papa. El titular de la noticia decía “El lugar de la
pesadilla hecho un sueño realidad”. Claramente se trataba del lugar donde los
muchachos se perdieron y luego fueron a dar a la casa de la bruja. No sabía muy
bien de qué se trataba y esperé unos instantes a que el reportero aclarara mis
dudas: los muchachos, con la plata de su padre, habían construido un centro comercial.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores