jueves, 1 de febrero de 2018

Desde en La Oculta



Cansado como estaba por el ajetreo que exige pertenecer a la vida civilizada, me había ido a una finca a la que me invitaron a quedarme unos días. Estaba ya instalado en la hamaca, el mueble ideal para leer, cuando me llamó mi compadre, que no me llamaba hace tiempo y me preguntó dónde estaba, a ver si nos podíamos reunir un rato. Vi que era él en la pantalla del celular y contesté:

- Compadre, qué milagro su llamada, ya decía yo que se había olvidado de los pobres.

Si vamos a hablar de pobres empecemos entonces por mí. ¿Dónde anda?

-Estoy en La Oculta

-¿La de la novela? Pero, ¿cómo?

-Con la imaginación, la adaptación psicológica de lo leído y lo vivido, dos cosas que ya no diferencio. Esta “Oculta”, ahora entre comillas para que se entienda mejor, no queda cerca de Jericó, Antioquia, como en la novela de Abad Faciolince.

-¿Y entonces? Le ruego que sea claro y no hable por el aguardiente que se le subió a la cabeza. No vaya a empezar a enredarme, como ya es costumbre en usted.

- Tranquilo compadre, déjese hablar y tómese un guarito conmigo, que el clima está agradable y los ánimos más bien templados.

-Hable pues.

- Mire, estamos en San Francisco, Cundinamarca, no California, en la última de las veredas, al final de un caminito que conduce a las fincas y las marraneras. Se entra por una portería de dos columnas de concreto y una puerta de madera, la cual se está dañando porque el río, como dice la dueña, jala y jala el terreno. Los carros, porque aquí toca venir es en carro, se dejan sobre una sábana de piedras que hay a la entrada. Cruza usted un puente de guadua construido sobre un pequeño valle para llegar a la casa, no sin antes pasar frente a un ranchito donde se hacen los asados, que en las zonas de clase alta de Bogotá llaman BBQ. Y ahí sí llega usted a la casa, con sus sólidas columnas y su techo de bambú, su pintura maltrecha y sus enormes ventanales. Entonces se queda usted afuera, al ladito del BBQ, y se pone a tomar aguardiente y a decir ociosidades como nosotros.

- Ah, ahora sí entiendo, casi que no. ¿Y llegan prepagos hasta allá?

- No sé. Nunca las he llamado. Yo no soy de esos. Además, ¿qué tal me roben acá en la casa?

-Eso no pasa, para eso hay control y garantías.

- Control y garantías es lo que dice que nos ofrece el Estado y vea.

- Ya se va a poner usted con sus cantaletas de siempre.

- No, tranquilo, venga y tráigame un trago y verá cómo es que me calmo.

- No me convence, usted no es así. Fúmese mejor un cigarro. Con eso chupa y sopla y no jode con sus discursos.

- Pero compadre, cigarros no compré porque están muy caros. El gobierno, con su mojigatería y sus impuestos, los volvió inalcanzables. Fumar ya no se puede, mejor las prepago.

Estábamos en esas cuando se nos cortó la señal porque allá es muy intermitente, y me quedé tomando guaro, pasando de Jack London a Juan Gabriel Vásquez, mientras los tangos de Gardel sonaban a todo parlante desde la finca del lado. Yo, sin embargo, hubiera querido estar escuchando a Charly García, Pasajera en trance por ejemplo, pero eso no fue posible. Igual Gardel no me molestaba. Estaba trayendo a mi memoria alguna de esas tardes psicodélicas mías en la que, saliendo completamente trastornado de un bar, terminé cantando para mis adentros esa canción que siempre canto cuando pienso que me voy a morir: Adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. Me toca a mí hoy emprender la retirada, debo alejarme de mi buena muchachada. Adiós muchachos, ya me voy y me resigno, contra el destino nadie la talla. Se terminaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más…

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores