¡Bum!
¡Bum! ¡Bum! La cabeza del joven, mi cabeza, rebotaba contra el encuadernado
viejo y sucio del libro, contra la dura pasta, el texto, inmensa caja de
resonancia de mi curiosidad…
Único
es el ritmo de Vallejo, musical, como el de Schubert o Mozart que ejecuta en el
piano. Un ritmo precioso, preciso, que no decrece jamás, que nos contagia y nos
absorbe. Afirma, como se puede constatar en varias de sus entrevistas, que la
literatura es ritmo, lo cual no se puede pasar por alto, aunque, según él, la
mayoría de los escritores en la actualidad lo haga.
No
hay ritmo mejor que aquel que se extrae de lo más profundo del alma (concepto
por lo demás abstracto y manipulable), que rige la secuencia de los hechos rescatados
por la memoria en batalla desenfrenada contra el olvido. Y ahí, en ese punto
fundamental para la escritura, no se puede ceder, no hay lugar para las
complacencias. Y si alguien se siente complacido es por pura, puritica
casualidad. Vallejo cuenta, solo cuenta, no propone ni mucho menos argumenta. Y
al lector es al que le corresponde leer, pero no leer por leer, sino
críticamente y siendo capaz de transportarse a donde lo lleva el narrador, más
allá de sus prejuicios. Si no es capaz de ello no es merecedor de leer. Para la
obra de Vallejo la más oportuna frase de Kafka: “Si el libro que leemos no nos
despierta de un puñetazo en el cráneo ¿para qué leerlo?... Un libro tiene que
ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro”.
Vallejo
se reconstruye a sí mismo, rehace su entorno, recuerda, se devuelve, viaja: va
y viene con el ritmo incesante del tiempo; es su voz la que lleva el compás,
tiene la última palabra, y también la primera. No concede, y eso es lo que
muchos no soportan. No se concede ni a sí mismo. Cuenta con la energía de sus
pasiones, con el ánimo de su vida, pero muy preciso siempre, y muy detallista,
como el cineasta que es, que fue, y que para muchos sigue siendo. Es un
observador agudo, integral, perspicaz, con “ojos de búho y de lechuza”. Sus
párrafos son imágenes, cuadros animados, guiados por una sola voz. Vallejo es
como el tiempo, su principal protagonista: desenfrenado, continuo, ligero, pero
nunca indiferente. Deja huella, pero no como un tornado ni un huracán; su
huella es espesa, puntual y global: arde sin haber llegado tarde.
"Lo que llaman felicidad, ahora
lo sé, no existe: es un espejismo del recuerdo". (Entre fantasmas, 1993)
En
Los días azules (1985) Vallejo nos
presenta su universo, el cual lo (nos) acompañará en el porvenir de su obra.
Fernando nos lleva por la carretera que conduce de Medellín a su tierra
prometida, la finca de su abuela Raquel, Santa Anita. Y en ese camino, feliz
por el esplendor de la niñez y la alegría de la que no se es consciente hasta
cuando ya no está, escuchamos la voz de Vallejo hablarle a su perra Bruja, su
interlocutora (oyente, nada más) perpetua. Aparece, por momentos, fugaz pero
brillante, Fernando González Ochoa, el filósofo paisa, el poeta de Otraparte y
somos testigos del transcurrir de las vidas que se salvaron del “Machete de
filo y sangre, machete de sangre y muerte, Alma Negra, Sangre Negra, Capitán
Veneno, Cortador de Cabezas, Rey del Reino de Thánatos, Señor de Colombia”. Volamos
dulcemente como los globos de papel china que se elevaban en la Medellín de ese
entonces: impulsados por el humito de las letras, por los chorizos de palabras
que nos da Vallejo, y cuando caemos, cuando cerramos el libro, la realidad, al
igual que los camajanes que tanto detesta Fernando, nos recibe con hostilidad y
nos escalabra con el afán de su incesante devenir y su furibunda agonía. Furibunda
como su primo Gonzalo, quien emprendía una carrera esplendorosa para darse a
cabezazos contra el piso del patio a la voz de “Mayiya”, quedando siempre
repleto de chichones por sus rabietas desaforadas: “Mayiya cornuda”.
¿Y
por qué será que Mayiya, perdón, Gonzalo, se hacía tanto daño? Ah sí, ya me
acordé, porque el mundo no hacía su voluntad, no funcionaba tal cual él quería;
entonces, dándole rienda suelta al caos de su condición humana y a los
desbarajustes de la mente, se golpeaba a sí mismo en el cráneo con la furia de
mil demonios. Todos somos a lo mejor una especie de mayiyita, y que ni nos
contradigan y mucho menos nos digan lo que somos. “¡Mayiya brava!”
"El hombre por toda la
superficie de la tierra lleva adentro, contenida, una bestia asesina"
(Entre fantasmas, 1993).
¿Y
Colombia, Fernando? Colombia, a lo mejor sin quererlo, o con toda la intención
del caso, fluye por todo El río del tiempo.
Fluye como sus torrenciales ríos, tan distintos a los de Grecia y México. No
fluye: arrasa. Se lleva todo lo que
encuentra a su paso, y se lleva también en la sangre. Colombia será nuestro
fantasma eterno, nuestra primera etiqueta, nuestra cara, nuestra carta. “Métetelo bien en la cabeza, ahora que estás
aquí, gran ingenuo: en estos vallecitos y montañas quiméricos, en esas
encrucijadas de bruma, en esos barrios de tango, en esas cantinas alucinadas,
llueva o truene o resplandezca el sol, con el machete del campesino o con el
puñal del atracador o con el rifle del bandolero o con el fusil del guerrillero
o con la metralleta del asaltabancos o con la pistola del detective o con el
revólver del policía, Colombia te matará” (El fuego secreto, 1987). Y con la
censura del hipócrita, porque, para vergüenza de nuestra amada patria, a
Vallejo le censuraron varias de sus películas por mostrar en ellas la
brutalidad de la violencia en el país. Y les apuesto a que si hoy se pudiera y
dependiera de ciertas personas, sus libros también serían censurados.
Y
no es que Vallejo odie a Colombia, contrario a lo que muchos creen. Que Vallejo
se fue para México y renunció a su ciudadanía colombiana, que Vallejo no hace
sino hablar mal de Colombia, que Vallejo critica al país despiadadamente… Pues
sí, Vallejo ha dicho muchas cosas, pero que yo sepa jamás ha puesto una bomba
ni ha secuestrado a nadie ni ha robado dinero del erario ni ha dicho algo que
no sea verdad. Desenmascarar a los tiranos, a los rufianes y a los ampones del
país no es atacar a Colombia. Lo que pasa es que muchos quieren seguir tapando
el sol con un solo dedo repitiendo mentiras como la de que Colombia es el país
más feliz del mundo, negándose a reconocer la decadencia y la miseria nacional.
Y aunque sé que no debería meterme hasta allí, me atrevo a decir que si Vallejo
se ha empecinado tanto en hablar de estas cosas es justamente porque le duelen
y porque las siente tan propias que le es imposible ignorarlas.
“Pobre país de insania que camina a
pie limpio, amargado, desarrapado, con un puñal escondido, hacia la vejez” (El
fuego secreto, 1987).
El fuego secreto es una de las piezas literarias más apasionantes de Vallejo. El descubrimiento juvenil de una ciudad clandestina, oculta entre las sombras de la tradición visible, revela lo que para muchos es un absoluto tabú, y lo hace sin atenuantes ni formalismos o estructuras. Dice Javier Murillo en el prólogo al Río del tiempo: “El fuego secreto evidencia el surgimiento de la intimidad como una fuerza creadora y devastadora, de un yo que se yergue sobre sí mismo, potente e inconcluso”. Habla de ese fuego que habita en los rincones más recónditos de la vida y que enciende lo más sublime desde las profundidades del espíritu.
“Amigo, todos los caminos llevan a
Roma. Así ha sido siempre y así siempre será. Por algo es la capital del
Imperio” (Los caminos a Roma, 1988).
En
busca de un nuevo lenguaje que le permitiera contar lo que quería, Vallejo se
fue a Roma para aprender cine. En Roma se instaló y vio a Sartre de lejos en un
conocido café de la Plaza Navona, acompañado de su esposa Simone de Beauvoir.
De tren en tren, viajando por Europa, Fernando fue llenando su pasaporte de
amores, de amores fugaces, de bellezas, hasta su nostálgico regreso a una
tierra que ya no era la misma y que nunca más lo volvería a ser. "Palabrería. Marihuanadas. El amor es
una gonorrea del alma. Con perdón." (Los caminos a Roma, 1988).
De
su pasión por lo que Vallejo denomina el embeleco del siglo XX, quedaron dos
cortometrajes: Un hombre y un pueblo (1968), Una vía hacia el desarrollo (1969),
y tres largometrajes: Crónica roja (1977), En la tormenta (1980) y Barrio de
campeones (1981). Además, es el guionista de la película que se basa en su
novela: La virgen de los sicarios (2000). “Ahora
sé que el cine no se salva ni a sí mismo. Envejece como las personas. Se pasan
de moda sus fundidos, sus sobreimpresiones, sus disolvencias, sus grandilocuencias,
sus truquitos de narrar, sus mañas de actuar, y se hace viejo, payaso,
ridículo. Como los muchachos, ¡qué le vamos a hacer! De los armoniosos
muchachos no quedarán más que huesos: en un saco de arrugas un desbarajuste de
huesos” (Los caminos a Roma, 1988).
En
la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2013, Vallejo pronunció uno de
los discursos más fascinantes que, estemos o no de acuerdo con él, lleva el
imponente título de “El sermón del Anticristo”. Podría decirse que en
intervenciones como estas se resume el pensamiento de Vallejo y las posturas
que tiene frente a diversos temas. Sus discursos han sido objeto de duras
críticas y, de hecho, algunos medios lo
han instado, a través de caricaturas y mensajes, a callarse, a que se limite
únicamente a escribir. ¿Habríase visto algo más atrevido? En pleno siglo XXI
quieren satanizar a un hombre cuya única arma ha sido la palabra, solo porque
no responde a intereses comerciales ni políticos. ¿Pero saben qué? “Levanten sus culos al aire, viejas del
Aquelarre: Yo soy el Diablo. Soy y soy y soy y siempre he sido” (Años de
indulgencia, 1989). Al fin y al cabo, ¿en qué se diferencia Dios del
Diablo?
En
Años de indulgencia Vallejo retrata
una época difícil de su vida: su estadía en Nueva York, una ciudad hostil que
recibe a los colombianos para que laven retretes y barran calles. Pocos son los
motivos de felicidad, y la nostalgia es una constante en medio del tedioso frío
del invierno norteamericano. Entre viajes de recuerdos a noches todavía más
oscuras en Bogotá, la tensión va creciendo hasta soltar su chispazo final en
medio de un edificio de cartón que se inflama con lenguas de fuego retadoras y
malditas. Un incendio magistral.
“El soberbio no era sólo Lucifer: era
también el Otro, el que lo expulsó de su reino” (Entre fantasmas, 1993).
Como
el tiempo no pasa en vano y todo lo que puede se lo va llevando, los muertos se
cuentan por millares y apenas sobreviven algunos en la memoria. Entre fantasmas da cuenta de muchos de
ellos, ya en México tras el terremoto que sacudió del letargo a este país en
1985. Brujita, la perra, sigue escuchando, muy fiel y dócil, las palabras de su
amo. Aquí nos unimos a la fiesta de renegar: del bautismo, de la confirmación,
de la misa, de los curas, de la Iglesia, de los santos, y de ese ser misterioso
del que dicen está en todas partes, todo lo ve, todo lo oye, todo lo siente,
todo lo huele, como un humano de mil cabezas que experimenta el resultado de su
propia creación en el más soso de los pasatiempos, aunque sin pecar, pero
siendo el responsable de todo lo que ocurre en el mundo, incluido el
sufrimiento de los animales, de los humanos, las catástrofes, la muerte, el
dolor, la enfermedad, la vejez y la vida. “No
puede haber un Ser de tanta perversidad en el universo”.
“La religión es fuente de infinitas
angustias, Peñaranda. No robarás, no matarás, no fornicarás, no desearás la
mujer de tu prójimo… Todo es no, como en Cuba. ¿Quién puede respirar así, con
semejante carga de prohibiciones? “No respirarás” es lo que quiere decir en
última instancia el decálogo. De ahí nuestros incontables males respiratorios,
herencia de esa religión circuncisa de Moisés” (Entre fantasmas, 1993)
Hay
quienes dicen que Vallejo es un viejo cascarrabias que repite las mismas cosas,
que se le acabó la cuerda y ahora se dedica a repetir lo que ha dicho desde que
empezó a escribir. Se equivocan: “Cuando Fernando Vallejo escribe la escritura
es en sus manos un instrumento de autoafirmación y revancha contra los
balbuceos de la mediocridad y el aburrimiento” (Javier Murillo en el prólogo al
Río del tiempo). No es de extrañar,
pues, que a algunos les resulte molesto.
Tomando
la opinión de Antonio Caballero, Vallejo lo que hace es afirmar la verdad, su
verdad, que se limita a unas cuantas palabras pero que es completamente sincera
y real; otra cosa es inventar. Para William Ospina, lo que Vallejo hace es
insistir “como tiene que ser”, e insistiendo Vallejo nos ha cautivado, ha
logrado la atención de sus más recalcitrantes detractores y nos conmueve con la
nobleza sublime de su irreverencia, con su risa fantástica, con sus memorias,
con sus historias y con su lenguaje.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores





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