Me
senté a la mesa de plástico de la tienda del barrio y le pedí a la tendera que
me trajera una cerveza. Se la pagué con un billete para el que ella no tenía
vueltas, así que resolvimos que, para evitar enredos, me encimara otra botella.
Empecé tomado rápido, pues ya había aprendido, gracias a Bukowski, que la
cerveza para que haga efecto se debe beber con rapidez. Yo mismo me iba
contabilizando en la mente el tiempo que debía durarme la botella: no más de
cinco minutos. Entonces, al terminarla, fui con asiduidad hasta la nevera y
agarré la otra cerveza. Regresé a la mesa y me quedé dándole al asunto.
Por
momentos me quedaba mirando la etiqueta de la botella, analizando los detalles,
deslizando la mirada sobre los colores y haciendo énfasis en cada letra: P O K
E R. Si no fuera por la K, tendría con esas letras varias combinaciones para
armar frases, pero la K me resultó muy engorrosa en ese momento, de manera que
me conformé con dos frases insignificantes: Karla Peca Empedernida Porque Ruge
y Para Reír Ernesto Obtiene Kilos. Decidí que aquel juego mental no merecía la
pena y desvié la mirada hacia la calle para distraer la atención.
Entonces
me di cuenta que había gastado demasiado tiempo tratando de encontrar frases
con sentido y me pegué a la botella como un melancólico desconsolado. Al frente
mío había un viejito con dos botellas vacías y un periódico sobre las piernas;
no parecía tener la prisa mía de sentirse ebrio y me miró amistosamente. Tenían
la radio encendida y comenzó a sonar una canción que, en un acceso místico, se
entrelazaba directamente con mi realidad inmediata: “Y que me traigan más
botellas, para quitarme este sabor de su sudor. Y que me apunten en la cuenta
toda la desgracia que dejó…” La mirada se me turbó y ahí sí empecé a ponerme melancólico,
como si el solo hecho de estar tomando con esa canción me tuviera que poner
así, con un gesto de resentimiento en la frente y una mueca de desparpajo en
los labios. “… Que me va a matar la depresión, que voy a vivir en el alcohol.
¡Qué importa! ¡Qué importa!”.
Fue
en ese momento, antes del coro, cuando el muchacho que le ayudaba a la tendera
(más tarde supe que era su sobrino) me dijo que qué le pasa hermano, que porqué
anda tan triste si hasta ahora estamos empezando el año y mañana es día de reyes.
Y sí, era el penúltimo día oficial de la navidad, que se termina cuando llegan
los Reyes Magos con el incienso, la mirra y el oro, regalos inútiles a mi modo
de ver. Le respondí con ironía que yo estaba bien, mejor que nunca, y casi
riéndome, como si estuviera trabado y no borracho. Y arrancó el coro: “Así es
la vida de caprichosa, a veces negra, a veces color rosa…”. Me terminé esa
cerveza y pedí otra.
Desde
hacía un tiempo había decidido no tomar en reuniones familiares, por lo cual me
había abstenido en navidad y año nuevo. Prefería, mientras estuviera con
parientes, mantenerme sobrio para evitar problemas. Entonces aproveché que
estaba solo para tomarme con calma unas cervezas. En mi familia, como en casi
todas las demás, estaba mal visto tomar solo, era un signo de degeneración, de
vicio, de decadencia; si uno tomaba era porque estaba con alguien y porque
estaba contento, porque había algo que celebrar. Por ende, estaba muy bien si
uno se emborrachaba en nochebuena; nadie lo juzgaba y hasta resultaba
simpático. Pero si la borrachera era por fuera de esas fechas y ojalá entre
semana, el dedo moralista acusador caía sobre uno y el dictamen era certero.
¡Ahora súmele que además estaba tomando solo!
Sin
embargo, pese a mi apariencia mustia, en el fondo estaba contento. El mundo
para mí no era otra cosa que un escenario donde se representaban todas las
ridiculeces humanas que la gente se tomaba en serio. Yo, en cambio, no me las
tomaba en serio. Pero algo tenía que asumir con mediana seriedad, y eso,
paradójicamente, era la burla; por eso me metía bien en el papel del novio
despechado al que se le asomaban las lágrimas mientras sonaba una canción de
desamor. Yo no creía en la fidelidad ni en el amor eterno ni en el amor. Si
acaso, en la amistad. Entonces me acordé de una conversación que en la infancia
había tenido con mi abuela.
-Abuelita,
¿por qué los curas no tienen esposa?
-Porque
deben guardar castidad.
-¿Y
eso qué es?
-Que
no pueden distraerse de su compromiso con Dios.
-¿Y
nunca se casan?
-Están
casados con la iglesia.
De
algún modo, yo también tenía un compromiso, claro está que ese concepto era
demasiado abstruso para mí. Pero mi compromiso no era con Dios ni con ninguna
divinidad religiosa, sino con la ocurrente trascendencia que sentía emanar de
mi interior y que me llevaba continuamente a explorar los más indefinibles
contextos de este mundo y del otro. Ahí se me ocurrió una pregunta que le pude
haber hecho a mi abuela aquella tarde en el patio de la casa que tenía en el
barrio Versalles de Manizales:
-Abuelita,
si los curas se pueden casar con la iglesia, ¿yo me puedo casar con las putas?
Pagué
lo que debía y salí trastabillando. La noche había terminado de caer y las
calles estaban vacías. Me fui caminando sin destino, mascullando pensamientos
enredados. Sentí un enorme deseo de orinar. Miré con sigilo a izquierda y
derecha y me arrinconé frente a un muro, tratando de ocultar mi delgada figura
con un poste de luz. Oriné. A cada segundo me entraba el espanto de estar
siendo observado, de modo que cuando terminé me fui caminando más rápido que
antes, sin poder evitar el tambaleo de la borrachera.
Decidí
regresar a mi casa, razón por la cual tuve que volver a pasar frente a la tienda.
Había llegado un grupo grande, de unas cinco o seis personas, y habían pedido
aguardiente. Algunos fumaban cigarrillos mientras iban charlando y haciéndose
bromas sobre quién tenía el pene más grande. En el grupo había dos mujeres que se
reían a gusto y se sentaban en las piernas de esos tipos a cada rato. Como de todos modos
me iba a quedar observando, entré y pedí una cerveza. Me senté a la mesa del
rincón e intenté escuchar la música que trataba de sonar en la radio, pero el
griterío de los nuevos borrachos no me dejaba oír. Debía de ser alguna salsa
rosa de esas que se han puesto de moda, así que perdí el interés.
Al
cabo de unas cuantas cervezas mías y de un par de botellas de aguardiente de
ellos, la atmósfera era otra; ya no los oía con tanta claridad y hasta la
señora de la tienda se había puesto a tomar al lado de la bodega de helados. Fue
un golpe intempestivo sobre la mesa del grupo grande lo que me alarmó un poco;
tras el golpe se oyó el ruido de una botella quebrada y ahí comenzó el
escándalo. Un macancán de casi dos metros le dio un puñetazo al tipo que
quedaba dándome la espalda. Las mujeres comenzaron a gritar, agarrándose la cara
y perdiendo el semblante, pero no lograron nada. Los demás miembros del grupo
intentaron detener al sujeto que había lanzado el golpe, pero el orangután estaba
cegado de ira y licor. Mientras este estaba distraído tratando de librarse de
las manos de sus colegas, el hombre que había recibido el golpe agarró una
botella vacía y se la estrelló en la frente al gigante. La sangre brotó y bajo
por toda su cara; el tipo había perdido el sentido y las mujeres empezaron a
llorar.
La
señora de la tienda, a pesar de su cojera, llegó corriendo hasta el teléfono
que tenía justo al lado del aparatico donde hacía recargas a celulares y pagos en
línea de los recibos. Miraba aterrada la pelea, mientras hablaba tapándose
la boca con la bocina. Yo permanecía inmutado, sin poder pedir más cerveza,
mirando absorto lo que ocurría.
La
pelea que era entre dos se había vuelto una batalla campal. La mesa había ido a
parar a la mitad de la calle; las sillas, de las cuales habían roto dos,
estaban desperdigadas por toda la tienda; las botellas vacías se habían
convertido en armas mortales y las que todavía tenían trago seguían alimentando
la trifulca; la bestia robusta se había levando, embobado pero con más ira y
tirando babaza, y hasta las mujeres tuvieron compulsivos ataques de violencia.
Cuando
la policía llegó, ya el tipo de los dos metros había matado al que le rompió la
botella en la frente. Había sangre chispeada en las paredes y la mitad de la
tienda estaba revolcada y con muchos productos rotos, aplastados y en muy mal
estado. Tuvo que venir una patrulla más grande para llevarse a todos, además
del carro que iba a recoger al muerto.
A
mí también me iban a subir a la patrulla, pero el agente decidió requisarme
primero; pronto se dio cuenta que en mí no habían rastros de pelea ni
alteración, terminó de revisar y no encontró nada sospechoso. Lo único es que
estaba borracho. La señora de la tienda, ya más calmada, dijo sutilmente que yo
había quedado atrapado en medio de la riña. Me llevaron para que diera una
declaración y me pidieron los papeles. Cuando terminé con eso, me pude ir caminando
para mi casa, con la determinación de no parar en otra tienda y resuelto a que
siempre es mejor ponerse a tomar solo.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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