jueves, 10 de enero de 2019

Yo prefiero tomar solo


Me senté a la mesa de plástico de la tienda del barrio y le pedí a la tendera que me trajera una cerveza. Se la pagué con un billete para el que ella no tenía vueltas, así que resolvimos que, para evitar enredos, me encimara otra botella. Empecé tomado rápido, pues ya había aprendido, gracias a Bukowski, que la cerveza para que haga efecto se debe beber con rapidez. Yo mismo me iba contabilizando en la mente el tiempo que debía durarme la botella: no más de cinco minutos. Entonces, al terminarla, fui con asiduidad hasta la nevera y agarré la otra cerveza. Regresé a la mesa y me quedé dándole al asunto.

Por momentos me quedaba mirando la etiqueta de la botella, analizando los detalles, deslizando la mirada sobre los colores y haciendo énfasis en cada letra: P O K E R. Si no fuera por la K, tendría con esas letras varias combinaciones para armar frases, pero la K me resultó muy engorrosa en ese momento, de manera que me conformé con dos frases insignificantes: Karla Peca Empedernida Porque Ruge y Para Reír Ernesto Obtiene Kilos. Decidí que aquel juego mental no merecía la pena y desvié la mirada hacia la calle para distraer la atención.

Entonces me di cuenta que había gastado demasiado tiempo tratando de encontrar frases con sentido y me pegué a la botella como un melancólico desconsolado. Al frente mío había un viejito con dos botellas vacías y un periódico sobre las piernas; no parecía tener la prisa mía de sentirse ebrio y me miró amistosamente. Tenían la radio encendida y comenzó a sonar una canción que, en un acceso místico, se entrelazaba directamente con mi realidad inmediata: “Y que me traigan más botellas, para quitarme este sabor de su sudor. Y que me apunten en la cuenta toda la desgracia que dejó…” La mirada se me turbó y ahí sí empecé a ponerme melancólico, como si el solo hecho de estar tomando con esa canción me tuviera que poner así, con un gesto de resentimiento en la frente y una mueca de desparpajo en los labios. “… Que me va a matar la depresión, que voy a vivir en el alcohol. ¡Qué importa! ¡Qué importa!”.

Fue en ese momento, antes del coro, cuando el muchacho que le ayudaba a la tendera (más tarde supe que era su sobrino) me dijo que qué le pasa hermano, que porqué anda tan triste si hasta ahora estamos empezando el año y mañana es día de reyes. Y sí, era el penúltimo día oficial de la navidad, que se termina cuando llegan los Reyes Magos con el incienso, la mirra y el oro, regalos inútiles a mi modo de ver. Le respondí con ironía que yo estaba bien, mejor que nunca, y casi riéndome, como si estuviera trabado y no borracho. Y arrancó el coro: “Así es la vida de caprichosa, a veces negra, a veces color rosa…”. Me terminé esa cerveza y pedí otra.

Desde hacía un tiempo había decidido no tomar en reuniones familiares, por lo cual me había abstenido en navidad y año nuevo. Prefería, mientras estuviera con parientes, mantenerme sobrio para evitar problemas. Entonces aproveché que estaba solo para tomarme con calma unas cervezas. En mi familia, como en casi todas las demás, estaba mal visto tomar solo, era un signo de degeneración, de vicio, de decadencia; si uno tomaba era porque estaba con alguien y porque estaba contento, porque había algo que celebrar. Por ende, estaba muy bien si uno se emborrachaba en nochebuena; nadie lo juzgaba y hasta resultaba simpático. Pero si la borrachera era por fuera de esas fechas y ojalá entre semana, el dedo moralista acusador caía sobre uno y el dictamen era certero. ¡Ahora súmele que además estaba tomando solo!

Sin embargo, pese a mi apariencia mustia, en el fondo estaba contento. El mundo para mí no era otra cosa que un escenario donde se representaban todas las ridiculeces humanas que la gente se tomaba en serio. Yo, en cambio, no me las tomaba en serio. Pero algo tenía que asumir con mediana seriedad, y eso, paradójicamente, era la burla; por eso me metía bien en el papel del novio despechado al que se le asomaban las lágrimas mientras sonaba una canción de desamor. Yo no creía en la fidelidad ni en el amor eterno ni en el amor. Si acaso, en la amistad. Entonces me acordé de una conversación que en la infancia había tenido con mi abuela.

-Abuelita, ¿por qué los curas no tienen esposa?

-Porque deben guardar castidad.

-¿Y eso qué es?

-Que no pueden distraerse de su compromiso con Dios.

-¿Y nunca se casan?

-Están casados con la iglesia.

De algún modo, yo también tenía un compromiso, claro está que ese concepto era demasiado abstruso para mí. Pero mi compromiso no era con Dios ni con ninguna divinidad religiosa, sino con la ocurrente trascendencia que sentía emanar de mi interior y que me llevaba continuamente a explorar los más indefinibles contextos de este mundo y del otro. Ahí se me ocurrió una pregunta que le pude haber hecho a mi abuela aquella tarde en el patio de la casa que tenía en el barrio Versalles de Manizales:

-Abuelita, si los curas se pueden casar con la iglesia, ¿yo me puedo casar con las putas?

Pagué lo que debía y salí trastabillando. La noche había terminado de caer y las calles estaban vacías. Me fui caminando sin destino, mascullando pensamientos enredados. Sentí un enorme deseo de orinar. Miré con sigilo a izquierda y derecha y me arrinconé frente a un muro, tratando de ocultar mi delgada figura con un poste de luz. Oriné. A cada segundo me entraba el espanto de estar siendo observado, de modo que cuando terminé me fui caminando más rápido que antes, sin poder evitar el tambaleo de la borrachera.

Decidí regresar a mi casa, razón por la cual tuve que volver a pasar frente a la tienda. Había llegado un grupo grande, de unas cinco o seis personas, y habían pedido aguardiente. Algunos fumaban cigarrillos mientras iban charlando y haciéndose bromas sobre quién tenía el pene más grande. En el grupo había dos mujeres que se reían a gusto y se sentaban en las piernas  de esos tipos a cada rato. Como de todos modos me iba a quedar observando, entré y pedí una cerveza. Me senté a la mesa del rincón e intenté escuchar la música que trataba de sonar en la radio, pero el griterío de los nuevos borrachos no me dejaba oír. Debía de ser alguna salsa rosa de esas que se han puesto de moda, así que perdí el interés.

Al cabo de unas cuantas cervezas mías y de un par de botellas de aguardiente de ellos, la atmósfera era otra; ya no los oía con tanta claridad y hasta la señora de la tienda se había puesto a tomar al lado de la bodega de helados. Fue un golpe intempestivo sobre la mesa del grupo grande lo que me alarmó un poco; tras el golpe se oyó el ruido de una botella quebrada y ahí comenzó el escándalo. Un macancán de casi dos metros le dio un puñetazo al tipo que quedaba dándome la espalda. Las mujeres comenzaron a gritar, agarrándose la cara y perdiendo el semblante, pero no lograron nada. Los demás miembros del grupo intentaron detener al sujeto que había lanzado el golpe, pero el orangután estaba cegado de ira y licor. Mientras este estaba distraído tratando de librarse de las manos de sus colegas, el hombre que había recibido el golpe agarró una botella vacía y se la estrelló en la frente al gigante. La sangre brotó y bajo por toda su cara; el tipo había perdido el sentido y las mujeres empezaron a llorar.

La señora de la tienda, a pesar de su cojera, llegó corriendo hasta el teléfono que tenía justo al lado del aparatico donde hacía recargas a celulares y pagos en línea de los recibos. Miraba aterrada la pelea, mientras hablaba tapándose la boca con la bocina. Yo permanecía inmutado, sin poder pedir más cerveza, mirando absorto lo que ocurría.

La pelea que era entre dos se había vuelto una batalla campal. La mesa había ido a parar a la mitad de la calle; las sillas, de las cuales habían roto dos, estaban desperdigadas por toda la tienda; las botellas vacías se habían convertido en armas mortales y las que todavía tenían trago seguían alimentando la trifulca; la bestia robusta se había levando, embobado pero con más ira y tirando babaza, y hasta las mujeres tuvieron compulsivos ataques de violencia.

Cuando la policía llegó, ya el tipo de los dos metros había matado al que le rompió la botella en la frente. Había sangre chispeada en las paredes y la mitad de la tienda estaba revolcada y con muchos productos rotos, aplastados y en muy mal estado. Tuvo que venir una patrulla más grande para llevarse a todos, además del carro que iba a recoger al muerto.

A mí también me iban a subir a la patrulla, pero el agente decidió requisarme primero; pronto se dio cuenta que en mí no habían rastros de pelea ni alteración, terminó de revisar y no encontró nada sospechoso. Lo único es que estaba borracho. La señora de la tienda, ya más calmada, dijo sutilmente que yo había quedado atrapado en medio de la riña. Me llevaron para que diera una declaración y me pidieron los papeles. Cuando terminé con eso, me pude ir caminando para mi casa, con la determinación de no parar en otra tienda y resuelto a que siempre es mejor ponerse a tomar solo. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
     

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