viernes, 11 de enero de 2019

Jack London: la vida de un aventurero


“Preferiría ser un soberbio meteoro antes que un planeta dormido y permanente”

Cuando falleció en noviembre de 1916, los periódicos norteamericanos dedicaron más espacio a la noticia de su deceso que a la de emperador Francisco José de Austria. Para entonces el nombre de Jack London estaba entre los más conocidos del orbe literario estadounidense y mundial. Su vida había estado signada por una intrépida vocación por la aventura y una lucha sin tregua frente a la máquina de escribir. Al día de hoy, sigue siendo uno de esos casos en los que resulta difícil diferenciar su vida de su obra pues aunque su filiación literaria fue la ficción, no cesó de verse retratado en sus personajes, incluso en los ejemplos menos obvios.

Nacido en 1876, London fue testigo de una época de transición en Estados Unidos. Una vez concluido el cierre de la frontera a finales del siglo XIX, no quedaban más tierras por descubrir; ya prácticamente todo tenía dueño y comenzó a consolidarse una economía en la que los grandes consorcios y monopolios se apropiaron de todos los sectores de la industria. Esto repercutió en la extinción de los exploradores de nuevos territorios, del conquistador y héroe mítico que, hasta entonces, había prevalecido como símbolo de fortaleza. Esta figura fue reemplazada por la del empresario exitoso, cuyos deseos de tomar el mundo en sus manos era el motor de toda su actividad y la justificación de sus acciones. Apellidos como Rockefeller, Pullman, Westinghouse, entre otros, comenzaron a ser conocidos en muchas ciudades y dieron origen al mito del muchacho pobre que se vuelve rico a punta esfuerzo y sacrificio.

Lo que no se decía es que detrás del enriquecimiento exorbitante de dichos empresarios, estaban las jornadas extenuantes de los obreros, los salarios de miseria y el desempleo. Al no haber oferta laboral ni posibilidades de emprendimiento (ya todo los acaparaban los líderes del mercado), los desempleados se convirtieron en vagabundos y, al cabo de pocos años, las calles estaban llenas de ellos. Mientras tanto, los millonarios dueños de la industria hacían levantar exuberantes edificaciones y monumentos, tratando de imitar los bienes culturales de Europa y el resto del mundo, sin el más mínimo entendimiento de su significado, con el único fin de hacer alarde de sus posesiones en un clímax de exhibicionismo y pretensión, hoy mejor que nunca representado por Donald Trump.

Los desempleados comenzaron a marchar y surgieron varios grupos a favor de las reivindicaciones sociales y en contra de los abusos de un capitalismo salvaje, sustentado en la explotación laboral y la represión. Jack London marchó con ellos y fue allí donde se empezó a sentir atraído por las ideas socialistas de los grupos que apoyaba. El escritor, que desde su adolescencia había emprendido un proceso de educación autodidacta, conocía textos como El manifiesto comunista y fragmentos esenciales de El capital. Se declaró socialista y aprovechaba cualquier ocasión para demostrarlo. Muchos de sus escritos retrataban las precarias condiciones de los vagabundos y escenificaban el ideal igualitario por el que se había apasionado.

Hay que decir que otras influencias intelectuales de London, además de una buena dosis de ingenuidad, lo hicieron ver como un hombre contradictorio y poco racional. Para entonces se había puesto muy de moda el darwinismo social de Herbert Spencer, doctrina adoptada por los grandes industriales para legitimar el orden económico que imperaba y promover la competencia entre los ciudadanos. A London le atraía el pensamiento de Spencer y creía en la fortaleza y la voluntad. A esto le sumó su gusto por Nietzsche y su ideal del superhombre. El autor era además un fiel partidario del más recalcitrante anglosajonismo que veía en el hombre blanco una raza  física y moralmente  superior a las demás.

Fue por eso que muchos no tardaron en señalar a London de exhibicionista ideológico, pues veían en él a un hombre pretencioso que solo quería llamar la atención y provocar a los ricos. Sin embargo, London siguió escribiendo y decidió no llegar nunca a trabajar como obrero. Cuando se supo que en el río Klondike había oro, a London, como a cientos de hombres más, le entró la fiebre del preciado metal y enrumbó a Alaska Yukón arriba en pleno invierno. El escorbuto lo obligó a regresar al sur con las manos vacías y varias historias que contar.

Jack London en el Klondike, sobre 1897.
AKG Photo, Paris

Fueron experiencias como estas las que llevaron a London a fijar su mirada en las exploraciones invernales en busca de oro. Sus obras más famosas transcurren en este contexto y la atmósfera de sus historias está compuesta de nieve, trineos, lobos, perros, escorbuto, hambre, aullidos y el silencio sepulcral de tierras inhóspitas. La llamada de lo salvaje, La quimera del oro o El colmillo blanco dan cuenta de eso. Sus personajes son a su vez el reflejo del ideal individualista de superación y voluntad proclamado por Nietzsche. London era consciente de todo esto y no quiso perderse la posibilidad de constatar sus ideales utópicos y su intensa vida en una obra de amplia producción literaria.

La salud de London, golpeada tempranamente por el escorbuto y otras enfermedades contraídas en los largos viajes, se vio agravada por el alcoholismo. El escritor cayó en una espiral de decadencia (prevista por Nietzsche como condición natural) y tanto su vida personal como su trabajo literario entraron en un periodo de oscuridad. La morfina y la heroína entraron a hacer parte de su cotidianidad y un día, agobiado por el dolor, London se suministró un coctel de drogas que le resultó letal, no sin antes hacerlo pasar por una tormentosa y prolongada agonía de más de doce horas, a los cuarenta años de edad.

Jack London es uno de esos escritores que, aunque nos hablen de experiencias lejanas y tierras desconocidas, probablemente nunca exploradas por nosotros, nos presentan un reflejo de la condición humana y su avaricia y ambición insaciables. Habla de la vida en su sentido más intenso y de la insignificancia de la muerte como algo que llega cuando simplemente ya no estamos y a lo que no vale la pena temer. “Pero la muerte no era dolorosa. Cada tormento que había sufrido había sido un tormento de la vida. La vida había difamado a la muerte. La vida sí que era cruel”. Con estas palabras de su cuento Finis, concluye este pequeño homenaje a un escritor que probablemente lo dejó todo en la vida y en el papel. 

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

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