jueves, 21 de mayo de 2020

Cuando ya me empiece a quedar solo


Fondos de pantalla : gato, Animales, monocromo, ventana, sentado ...

Carlos y Eduardo estaban sentados en la sala comunal del asilo en el que habían vivido los últimos cinco años. La luz entraba tenue por las hendijas de la reja del patio y el aire se condensaba al interior del recinto. La radio estaba encendida, puesta de tal modo que su sonido llenara el vacío de la sala y se ocupara de los ecos que iban a dar contra el espejo del pasillo.

-Carlos, ¿te acordás de aquella vez que te fuiste de bruces frente a la vieja de la enfermería?

-Y vos creyendo que a mí me gustaba…

-Si te lo digo es porque sí.

-Me conformo con decir que con un polvo hubiera estado bien.

Carlos se quedó pensando. Se le ocurrió que la posibilidad de acostarse con la enfermera (o su asistente, ya ni sabía) tampoco era tan lejana.

-Tendré los ojos muy lejos para cuando eso pase- dijo, resoplando, Carlos. Extendió su mano y tomó un cigarrillo de la mesa. Se lo puso en la boca. Eduardo tenía el pecho hundido en el hueco que había formado con su propio cuerpo, arqueando la columna hacia abajo.

-Para un viejo sabiondo como vos no puede ser tan difícil-, dijo Eduardo, con sorna.

-¿Ya le dieron de comer a Leda?

-No lo sé. No he visto al muchacho venir por el concentrado. Total, esa gata ya está medio loca, vieja y vencida, como nosotros. Va de un lado a otro sin propósito alguno.

Los ancianos permanecían inmóviles, mirándose furtivamente a cada rato en el transcurso de su conversación. En su juventud conocieron el hippismo, pero no lo practicaron. Probaron la marihuana y el LSD, pero nunca asistieron a una manifestación. Lo cierto es que eran viejos conocidos que habían venido a encontrarse en ese sitio la mayor parte de las veces tranquilo, que lo único que tenía de lúgubre eran ellos dos, en donde los dejaban fumar en la salita por la buena ventilación que tenía y por estar considerablemente lejos de las habitaciones.

-¿Te acordás. Carlos, de la vez que terminamos metidos en un concierto de Chavela Vargas?

-Pero che, ¡qué decís! Si cuando llegamos con lo único que nos encontramos fue con un escenario vacío.

Eduardo se quedó en silencio, sin saber muy bien qué decir frente a la lucidez memoriosa de Carlos. Volteó la cabeza hacia la izquierda y se quedó viendo los lomos de los libros que había en los anaqueles del rincón.

-¡Hace cuánto que no leo El fantasma de Canterville!

-Ese no es más que un libro muerto de pena.

Eduardo se levantó de su sitio y fue hasta la estantería para tomar el libro. Con paso lerdo volvió a su sillón y abrió el viejo volumen.

-Este libro habla de vos, de nosotros. Nos han ofendido mucho y nadie ha dado una explicación. Estamos aquí tirados y nadie se acuerda de nosotros.

Siguió ojeando el libro y se encontró en la mitad un papel suelto, doblado por la mitad. No era otra cosa que un dibujo destruido, carcomido por el paso del tiempo. Era un retrato del viejo Borges. “¿Te acordás?”.

-Aquí nos dejaron, Eduardo, cuando ya no servimos pa más, viviendo de la caridad ajena.

Eduardo quiso volver a la estantería para poner el libro en su sitio, pero se sentía muy cansado y resolvió no hacerlo. Ya era mediodía pero no podían ver el noticiero porque el televisor se había dañado.

-¿Y pa qué quiero un televisor inútil?

-Eduardo, querido, con tu eléctrica compañía tengo. ¡Vos conocés a Wilde!

La radio sonaba a todo volumen.

-Sos lo único que tengo en esta prisión que no es mía.

-¿Y para qué querés más? Si ya solo nos resta una vejez sin temores. Lo hemos vivido todo, y lo último que aprendimos fue una comprobación de lo que ya sabíamos. A la gente solo le servís si tenés algo que darles. Y los hijos… ¡la puta que los parió!

-Una vida reposada es lo que tenemos ahora.

-Pero no está mal. La enfermera viene a vernos cada semana. Le alcanzo a tocar el trasero, le ajusto un tango.

-Y las ventanas están muy afiladas. Como en la dictadura.

-Y dormís contento. Los cuartos permanecen tibios y la cama, tan inmóvil.

El tiempo había transcurrido lento y la música de la radio flotaba inerte en el aire. Carlos mantenía una sonrisa cadenciosa en su rostro. Un gesto de tranquilidad, satisfacción y gracia.

-¿Qué más hiciste aparte de trabajar estos últimos cincuenta años, Carlos?

-Escribir y dejar un montón de diarios apilados.

-Pero Carlos, decíme, ¿quién va a leer eso?

-Nadie. Son solo una flor que cuida mi pasado.

Ahora la radio transmitía un concierto. Un millón de voces gritaban, otro tanto de manos aplaudían. ¿A quién? ¿A John Lennon? ¿A Gardel? ¿A Michael Jackson?

-¿Y eso es lo que hacen, cuidar tus recuerdos?

-Y también invocar algunos fantasmas.

-¿Fantasmas? ¿Cómo cuáles?

-Como los de todos los viejos que viven con nosotros en este asilo, el de Leda. Y el fantasma tuyo, sobre todo…

-¿Mío? ¿Para qué?

-Para cuando ya me empiece a quedar solo.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

3 comentarios:

  1. Un maravilloso cuento, que me llenó el corazón de nostalgia. Sin lugar a dudas, eres un gran escritor.

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  2. Me gusta este escrito porque tiene un estilo propio, un sello único como lo eres tú. Aplausos

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