
Carlos
y Eduardo estaban sentados en la sala comunal del asilo en el que
habían vivido los últimos cinco años. La luz entraba tenue por las
hendijas de la reja del patio y el aire se condensaba al interior del
recinto. La radio estaba encendida, puesta de tal modo que su sonido
llenara el vacío de la sala y se ocupara de los ecos que iban a dar
contra el espejo del pasillo.
-Carlos,
¿te acordás de aquella vez que te fuiste de bruces frente a la
vieja de la enfermería?
-Y
vos creyendo que a mí me gustaba…
-Si
te lo digo es porque sí.
-Me
conformo con decir que con un polvo hubiera estado bien.
Carlos
se quedó pensando. Se le ocurrió que la posibilidad de acostarse
con la enfermera (o su asistente, ya ni sabía) tampoco era tan
lejana.
-Tendré
los ojos muy lejos para cuando eso pase- dijo, resoplando, Carlos.
Extendió su mano y tomó un cigarrillo de la mesa. Se lo puso en la
boca. Eduardo tenía el pecho hundido en el hueco que había formado
con su propio cuerpo, arqueando la columna hacia abajo.
-Para
un viejo sabiondo como vos no puede ser tan difícil-, dijo Eduardo,
con sorna.
-¿Ya
le dieron de comer a Leda?
-No
lo sé. No he visto al muchacho venir por el concentrado. Total, esa
gata ya está medio loca, vieja y vencida, como nosotros. Va de un
lado a otro sin propósito alguno.
Los
ancianos permanecían inmóviles, mirándose furtivamente a cada rato
en el transcurso de su conversación. En su juventud conocieron el
hippismo, pero no lo practicaron. Probaron la marihuana y el LSD,
pero nunca asistieron a una manifestación. Lo cierto es que eran
viejos conocidos que habían venido a encontrarse en ese sitio la
mayor parte de las veces tranquilo, que lo único que tenía de
lúgubre eran ellos dos, en donde los dejaban fumar en la salita por
la buena ventilación que tenía y por estar considerablemente lejos
de las habitaciones.
-¿Te
acordás. Carlos, de la vez que terminamos metidos en un concierto de
Chavela Vargas?
-Pero
che, ¡qué decís! Si cuando llegamos con lo único que nos
encontramos fue con un escenario vacío.
Eduardo
se quedó en silencio, sin saber muy bien qué decir frente a la
lucidez memoriosa de Carlos. Volteó la cabeza hacia la izquierda y
se quedó viendo los lomos de los libros que había en los anaqueles
del rincón.
-¡Hace
cuánto que no leo El
fantasma de Canterville!
-Ese
no es más que un libro muerto de pena.
Eduardo
se levantó de su sitio y fue hasta la estantería para tomar el
libro. Con paso lerdo volvió a su sillón y abrió el viejo volumen.
-Este
libro habla de vos, de nosotros. Nos han ofendido mucho y nadie ha
dado una explicación. Estamos aquí tirados y nadie se acuerda de
nosotros.
Siguió
ojeando el libro y se encontró en la mitad un papel suelto, doblado
por la mitad. No era otra cosa que un dibujo destruido, carcomido por
el paso del tiempo. Era un retrato del viejo Borges. “¿Te
acordás?”.
-Aquí
nos dejaron, Eduardo, cuando ya no servimos pa más, viviendo de la
caridad ajena.
Eduardo
quiso volver a la estantería para poner el libro en su sitio, pero
se sentía muy cansado y resolvió no hacerlo. Ya era mediodía pero
no podían ver el noticiero porque el televisor se había dañado.
-¿Y
pa qué quiero un televisor inútil?
-Eduardo,
querido, con tu eléctrica compañía tengo. ¡Vos conocés a Wilde!
La
radio sonaba a todo volumen.
-Sos
lo único que tengo en esta prisión que no es mía.
-¿Y
para qué querés más? Si ya solo nos resta una vejez sin temores.
Lo hemos vivido todo, y lo último que aprendimos fue una
comprobación de lo que ya sabíamos. A la gente solo le servís si
tenés algo que darles. Y los hijos… ¡la puta que los parió!
-Una
vida reposada es lo que tenemos ahora.
-Pero
no está mal. La enfermera viene a vernos cada semana. Le alcanzo a
tocar el trasero, le ajusto un tango.
-Y
las ventanas están muy afiladas. Como en la dictadura.
-Y
dormís contento. Los cuartos permanecen tibios y la cama, tan
inmóvil.
El
tiempo había transcurrido lento y la música de la radio flotaba
inerte en el aire. Carlos mantenía una sonrisa cadenciosa en su
rostro. Un gesto de tranquilidad, satisfacción y gracia.
-¿Qué
más hiciste aparte de trabajar estos últimos cincuenta años,
Carlos?
-Escribir
y dejar un montón de diarios apilados.
-Pero
Carlos, decíme, ¿quién va a leer eso?
-Nadie.
Son solo una flor que cuida mi pasado.
Ahora
la radio transmitía un concierto. Un millón de voces gritaban, otro tanto de manos aplaudían. ¿A quién? ¿A John Lennon? ¿A Gardel?
¿A Michael Jackson?
-¿Y
eso es lo que hacen, cuidar tus recuerdos?
-Y
también invocar algunos fantasmas.
-¿Fantasmas?
¿Cómo cuáles?
-Como
los de todos los viejos que viven con nosotros en este asilo, el de
Leda. Y el fantasma tuyo, sobre todo…
-¿Mío?
¿Para qué?
-Para
cuando ya me empiece a quedar solo.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
Un maravilloso cuento, que me llenó el corazón de nostalgia. Sin lugar a dudas, eres un gran escritor.
ResponderBorrarGracias por tan generoso apoyo.
BorrarMe gusta este escrito porque tiene un estilo propio, un sello único como lo eres tú. Aplausos
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