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La barca de Caronte, según J. Benlliure (Mueso de Bellas Artes, Valencia) |
“Las palabras son las mariposas del
cerebro” (Víctor Raúl Jaramillo).
A
Víctor Raúl Jaramillo lo conocí en 2017 en Bogotá cuando vino a participar de
un conversatorio sobre la relación entre el Ultra Metal de Medellín y el Black
Metal noruego. No tenía yo entonces el pelo largo de ahora ni algunas
experiencias que hoy me permiten hacer una exégesis distinta de ‘Pensar la
muerte y la vida y otras banalidades’, texto editado por La Valija de Fuego, el
cual me vine a encontrar en la más reciente Feria del Libro de Bogotá.
Aunque
ya había leído a ‘Piolín’ –así se le conoce en la escena del metal- en ‘Erótica
como ética’, es en el texto mencionado más arriba que el poeta antioqueño
establece una categorización más amplia de conceptos y asume un tono más profético,
desembocando en un rugido que pide, con devoción, un cambio y un viro de la
humanidad hacia la bondad. En eso me recordó a Rusell y su ‘Credo del hombre
libre’, texto que le hubiera gustado mucho a Cándido, aquel personaje de
Voltaire que tan vívimante retrató el literato de la Ilustración.
Lo
primero que menciona Jaramillo es que se puede incurrir en un pleonasmo o,
cuando menos, un sinsentido cuando se exige o se pide alguna transformación de
la realidad. “Siempre estamos transformando”, afirma y en ello se acerca a
Nietzsche, que habló de las dinámicas vitales, de la necesidad de las muertes
para dar paso a otras vidas, a otras creaciones, a otros movimientos. Contrario
a quienes, en un reduccionismo vergonzoso, afirman que Nietzsche representa el
nihilismo, habrá que recordar que más vitalista que el filológo de Röcken no ha
habido.
Ahora
bien, que haya una transformación constante no quiere decir necesariamente que
esta responda a un interés evolutivo o constructivo. Por ello, creo, insistió
Jaramillo en plantear una invitación al final del texto. Una invitación a
subvertir los valores tradicionales por unos más empáticos; a dudar de los
discursos hegemónicos que, de una u otra manera, han propiciado ambientes
violentos y represivos en el mundo; a promover la solidaridad, la generosidad,
el humanismo. Una invitación al cambio.
Si
todos los escritores (se supone) tienen un mensaje sobre la vida y la
existencia, ¿cuál es el de Víctor Raúl Jaramillo? Más allá de sus frases
elaboradas y su cercanía conceptual a la filosofía, yo me atrevo a decir que el
poeta ofrece un camino pragmático para vivir mejor, más cerca de nosotros
mismos, con más posibilidades de realización. Pero eso sí, una realización no
necesariamente sujeta a los estándares oficiales del éxito, la prosperidad y el
progreso.
“Pretendemos
continuidad a cualquier precio y no aceptamos que hay cosas que no dependen de
nosotros y debemos dejarlas pasar de largo. Pero hay otras que sí y entonces
hay que tomar cartas en el asunto. Saber la diferencia es lo que yo siento que
es la libertad”, señala Víctor Raúl, recordándome a otro pragmatista, no solo
de la vida sino de su idioma, Ernest Hemingway, quien hablaba de la importancia
de entrenarse en no preocuparse sino en buscar soluciones y que, si algo no
tenía solución, ¿entonces para qué preocuparse?
Fernando
Savater es uno de los divulgadores filosóficos que, en español, ha reconocido
que el ideal del Nietzsche en torno al ‘Übermensch’, o Superhombre, es casi
imposible y absolutamente intransigente con quien lo asuma. De ahí que resulte
tan lógico irse a transitar por los senderos de Dionisio, que a veces atrapa a
la gente en las sórdidas y esplendorosas calles de la zona de tolerancia de
Bogotá o en las cantinas más efusivas de Antioquia, donde el trago se toma con
la verraquera de los montañeros que abren monte a punta de machete y alpargata.
Tanta
razón (razón de ciencia, de instinto filosófico, de pensamiento) debería, en
últimas, ser compensada por buenas dosis de hedonismo que, entre las virtudes
cultivadas, haga resonar la invitación de Baudelaire: embriágate, de lo que
sea, de vino, de poesía, de virtud. ¡Pero embriágate!
Es
común oír cómo muchos justifican en los excesos de la embriaguez o el disfrute
de la vida por medio de los sentidos con la locura de alguien. (Qué cerca volvemos
a estar de Nietzsche). Locura es el otro concepto que se engloba en el
microuniverso que tejió Piolín para su análisis de la muerte, la vida y otras
banalidades de esas. Llama la atención que observe en la locura no un estado
patológico de la mente, sino un estado transitorio que facilite la observación
de la realidad desde perspectivas no experimentadas cotidianamente. La locura
como lucidez extrema y estimulada. La locura como acceso de un genio
intermitente que se revela cuando así lo considere. La locura, aunque algo
trillado el tema, de Don Quijote. O de Nietzsche, que enloqueció por el dolor
del mundo, de un caballo.
La muerte no es vista en este caso como el hecho trágico al que muchos, entre quienes me incluyo, le temen. La muerte es el aderezo más importante de la vida. “Sin la muerte no habría filosofía ni artes ni ciencia; no habría posibilidad de movimiento, no tendríamos el ánimo de ir tras nuestros sueños. Y lo más importante, no existirían amantes dulces e ingrávidos circulando por los terrenos del ardor y el entusiasmo”, afirma.
Por estas y otras palabras alguna vez que pidieron a Piolín que hiciera las veces de Papa Negro, de pastor del rebaño oscuro. Pero, ¿qué sentido podría tener la vida y la obra de un hombre si es solo para representar la continuidad de un legado, por más valioso que este sea? (La vigencia de las letras de Héctor Escobar Gutiérrez es un hecho al menos constatable en mi propio interés). Razón tuvo el esteta de Sonsón en rechazar aquel ofrecimiento y seguir adelante, tecleando, cantando, existiendo.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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