Desde hace ya un tiempo
–no mucho, aclaro-, cuando dejé que la vida hiciera lo que tuviera que hacer,
entendí lo que en tiempos remotos fuera un misterioso enigma. No es fácil
anotarlo, pero cuando la tormenta llega con su furia arrasadora y choca contra
un espíritu sediento y, en consecuencia débil, puede terminar por ahogarlo en
su abundante agua.
Al ser sobrepasado por
semejante cuerpo hídrico, y al verse cada vez más hundido en el mismo, lo que
antes fuera la conciencia se convierte en confusión, y cualquier fragmento de
identidad queda oscurecido en las profundidades de ese silencioso y aturdidor
destino, al que fue condenado desde tiempos desconocidos. Nunca se está
preparado para una cosa así, en especial cuando el apego irracional a otro ser
se ha tornado en la propia conducta. Ser desconectado, arrancado, destetado,
constituye algo que se podría denominar una lección de vida, reservada para
quienes, por azar o instinto, han llegado a este punto. Y ese es el problema,
que queda uno más perdido que nunca, sin rumbo, dirección, noción ni motivo,
buscando a la desesperada una playa en la cual poder descansar y ver, si es
posible, qué fue lo que ocurrió.
Entonces, ya algo
fatigado y con la mente opaca entre recuerdos y remordimientos, se asienta uno
en un lugar aparentemente seguro y a la vez doloroso, con el único motivo de
rendir homenaje a lo que antes fue y jamás volverá, al alegre pasado, que
perdura entre sombras y brillos intermitentes, que al ser expuestos al
mortífero tiempo, se mezclan, en sinigual indiferencia, con sueños y
alucinaciones. A la vida no se le da el
más mínimo interés por su poseedor, porque ella sabe que no dentro de mucho
pasará a otras manos que, indistintamente de las anteriores, ignorarán el
verdadero significado de lo que es. Por eso, esta no tiene ningún reparo en
desligarse de un cuerpo animado por su primitivo impulso, dejándolo a la
intemperie del devenir que, entre otras cosas, lleva y trae relojes de arena
corriendo a toda mecha en busca de algo que ignoran.
Pero el tiempo sigue, y
para alegría o infortunio sigo vivo, al menos por ahora. Y las hojas de aquel
árbol en el cual me asenté, y al que di de beber con mis lágrimas, ya se han
secado; y han quedado tan débiles, que sin oponer resistencia alguna, fueron
llevadas por los vientos, que más que destruir y arrasar, refrescan en un
silencio contemplativo en el que no cabe emoción alguna. Luego viene la brisa,
que aunque fuerte y penetrante, no es tóxica ni dañina. Solo es brisa, solo es
ella, sin nombre ni apariencia, de espíritu eternamente vivo e intemporal.
Y al final uno aprende,
más que por obligación por resignación, que no vale el esfuerzo de correr en
carrera estrepitosa hacia el abismo de la gente; que no hace falta forzarse
para llegar a algún lugar, que a nadie le importa lo que observa, porque de
tanto mirar para fuera, ya se enmudeció su infierno. Y aprende uno también que
querer retener a alguien no es amor, que querer vigilarlo no es entrega y que
pretender poseerlo es más que humano. Fue ahí donde me di cuenta que el diablo
no es tan malo y que Dios no existía tanto; que el agua que me ahogaba ahora la
podía beber, y que la oscuridad que en su noche me asustó, con gusto podía ser
mi hogar.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
No hay comentarios.:
Publicar un comentario