Cansado
como estaba por el ajetreo que exige pertenecer a la vida civilizada, me había
ido a una finca a la que me invitaron a quedarme unos días. Estaba ya instalado
en la hamaca, el mueble ideal para leer, cuando me llamó mi compadre, que no me
llamaba hace tiempo y me preguntó dónde estaba, a ver si nos podíamos reunir un
rato. Vi que era él en la pantalla del celular y contesté:
-
Compadre, qué milagro su llamada, ya decía yo que se había olvidado de los
pobres.
- Si vamos a hablar de pobres empecemos entonces por mí. ¿Dónde anda?
-Estoy
en La Oculta
-¿La
de la novela? Pero, ¿cómo?
-Con
la imaginación, la adaptación psicológica de lo leído y lo vivido, dos cosas
que ya no diferencio. Esta “Oculta”, ahora entre comillas para que se entienda
mejor, no queda cerca de Jericó, Antioquia, como en la novela de Abad
Faciolince.
-¿Y
entonces? Le ruego que sea claro y no hable por el aguardiente que se le subió
a la cabeza. No vaya a empezar a enredarme, como ya es costumbre en usted.
-
Tranquilo compadre, déjese hablar y tómese un guarito conmigo, que el clima
está agradable y los ánimos más bien templados.
-Hable
pues.
-
Mire, estamos en San Francisco, Cundinamarca, no California, en la última de
las veredas, al final de un caminito que conduce a las fincas y las marraneras.
Se entra por una portería de dos columnas de concreto y una puerta de madera,
la cual se está dañando porque el río, como dice la dueña, jala y jala el
terreno. Los carros, porque aquí toca venir es en carro, se dejan sobre una
sábana de piedras que hay a la entrada. Cruza usted un puente de guadua
construido sobre un pequeño valle para llegar a la casa, no sin antes pasar
frente a un ranchito donde se hacen los asados, que en las zonas de clase alta
de Bogotá llaman BBQ. Y ahí sí llega
usted a la casa, con sus sólidas columnas y su techo de bambú, su pintura
maltrecha y sus enormes ventanales. Entonces se queda usted afuera, al ladito
del BBQ, y se pone a tomar aguardiente y a decir ociosidades como nosotros.
-
Ah, ahora sí entiendo, casi que no. ¿Y llegan prepagos hasta allá?
-
No sé. Nunca las he llamado. Yo no soy de esos. Además, ¿qué tal me roben acá
en la casa?
-Eso
no pasa, para eso hay control y garantías.
-
Control y garantías es lo que dice que nos ofrece el Estado y vea.
-
Ya se va a poner usted con sus cantaletas de siempre.
-
No, tranquilo, venga y tráigame un trago y verá cómo es que me calmo.
-
No me convence, usted no es así. Fúmese mejor un cigarro. Con eso chupa y sopla
y no jode con sus discursos.
-
Pero compadre, cigarros no compré porque están muy caros. El gobierno, con su
mojigatería y sus impuestos, los volvió inalcanzables. Fumar ya no se puede,
mejor las prepago.
Estábamos
en esas cuando se nos cortó la señal porque allá es muy intermitente, y me
quedé tomando guaro, pasando de Jack London a Juan Gabriel Vásquez, mientras
los tangos de Gardel sonaban a todo parlante desde la finca del lado. Yo, sin
embargo, hubiera querido estar escuchando a Charly García, Pasajera en trance por ejemplo, pero eso no fue posible. Igual
Gardel no me molestaba. Estaba trayendo a mi memoria alguna de esas tardes
psicodélicas mías en la que, saliendo completamente trastornado de un bar,
terminé cantando para mis adentros esa canción que siempre canto cuando pienso que
me voy a morir: Adiós muchachos, compañeros
de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. Me toca a mí hoy emprender la
retirada, debo alejarme de mi buena muchachada. Adiós muchachos, ya me voy y me
resigno, contra el destino nadie la talla. Se terminaron para mí todas las
farras, mi cuerpo enfermo no resiste más…
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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