
Hasta
cierto punto yo soy de ese sentir que proclama que cada libro que leemos nos
habla de forma directa porque nos habla de nosotros mismos, así sea solo por
los lados. Y esto puede no ser otra cosa que el sutil mecanismo de leer siempre
con el ojo de la necesidad, como diría Estanislao Zuleta, tratando de buscar
soluciones a los enredos que tenemos en la mente. Por eso, así uno no lo quiera
y mucho menos lo reconozca, la lectura se vuelve un asunto utilitario, así como
la escritura, que busca siempre sus propios caminos.
Y
eso es lo que hacen los habitantes de Villalinda, buscar caminos o permanecer
en ellos, si es que ya los encontraron. Pero siempre en medio del caos que
impone el miedo, en medio de una organización anárquica que se abrió un camino
a las malas pero que se asentó como la única realidad posible.
Siguiendo
también su camino, aunque sin mucha idea de cómo, trastabillando, Manuel nos va
indicando el sendero, un sendero de recuerdos y memorias de gente que una vez pasó por su lado y le cambió la vida.
Recuerdos de zapatos, amigos, motos y fiestas, que terminaron aplastados por su
propio peso y que a fuerza de contarnos el cuento no lo aplastaron a él.
Pero
no crean ustedes que esos recuerdos fluyen de manera trascendental, como si
todo lo que se recuerda fuera para llorar y emborracharse. No. Cada recuerdo
nos remonta a los hechos con una agilidad y una precisión que ya se quisieran
los diarios de memorias. Tampoco hace falta un lenguaje artificioso y
sofisticado para contar lo que pasa en un pueblo que, sin ser común, abarca
todos los elementos de la monotonía que solo es posible sentir cuando se vive
allí.
Les
decía pues que los libros nos hablan casi siempre de manera directa. Esto lo
digo no solo en singular sino también en plural, siendo ese nosotros un país,
un pueblo, una ciudad. El eco de los estallidos de las bombas que explotan en
una fábrica, en un supermercado o en un parque es el mismo eco de las voces de
las víctimas que han perecido en esta guerra por el poder y el dinero. Es el
eco también de las canciones que suenan en los buses, las cantinas y los
burdeles, a la salida de la iglesia, al ladito de los colegios, en la plaza de
mercado. Entonces uno no solo lee con los ojos, sino también con los oídos, y
guarda esas vocecitas para uno, en la mitad del corazón.
Y
es ese cúmulo de voces lo que nos ofrece Luis Miguel Rivas en Era más grande el muerto, una de las
experiencias literarias más amenas que he tenido. Con una fluida construcción
de diálogos que no entorpecen el ritmo de la narración, las voces se
entremezclan sin confundirse, como en la música los instrumentos.
Esta
novela nos habla también y sobre todo de la amistad, la forma más pura del
amor. La amistad que salva, que redime, que llena de sentido. La amistad que da
vueltas y vueltas sin saber el porqué de ellas para mantenernos alejados de la
muerte y el dolor, así como alguna vez dijo García Márquez, “morir es no estar
nunca más con los amigos”. Y también porque con los amigos de verdad uno no
necesita apariencias. Los amigos son amigos y punto, con ropa de vivo o de
muerto.
No
se pierdan pues la posibilidad de leer este libro lleno de sabor y contento,
bohemia y realidad. Pásense por Villalinda de la mano Manuel y Luis Miguel, y
sientan la inefabilidad fascinante de las canciones que allí retumban, ahogando
los gritos de la muerte. Y conozcan la pluma de uno de los escritores
más suspicaces de Colombia, que la van a pasar tan bueno que no se van a querer
ir.
Solo
me queda una pregunta… ¿sí era más grande el muerto?
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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