“Además, mucho me gustaría saber si
vuestros padres pensaban en vos cuando os hicieron. ¡De ninguna manera! Y, sin
embargo, os creéis deudores de un presente que os hicieron sin pensarlo”.
(Cyrano de Bergerac, El otro mundo)
No
hay en el mundo mandato más repetido y subrayado que el cuarto del decálogo de
Moisés: Honrar a padre y madre. Es, incluso, superior a los otros mandamientos;
el primero dice que debemos amar a Dios sobre todas las cosas, lo que para
muchos creyentes es muy fácil de decir, aunque imposible de cumplir; se nos
dice también que no debemos pronunciar el nombre de Dios en vano, pero yo me
pregunto ¿hay acaso algo más vano que Dios? Y así seguimos: santificarás todas
las fiestas, no matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no mentirás,
no tendrás malos deseos, no codiciarás la mujer del prójimo. Hasta que nos
llega el momento de confrontarnos y ver qué tan bien hemos cumplido la ley del
altísimo.
Cuando
nos damos cuenta que, inevitablemente, hemos roto los mandatos divinos,
buscamos algo que nos consuele, que nos permita sentir redimidos. Entonces, en
un ejercicio que alcanza a limitar con lo aberrante, revisamos el pasado y
descubrimos algo: hemos sido, al menos en parte, unos buenos hijos. Y no precisamente
hijos de Dios, cuyas normas quebrantamos impunemente, sino hijos de nuestras
madres y nuestros padres. O al menos eso creemos y decimos.
Se
dice que somos buenos hijos porque cumplimos con el rol que nos corresponde al
interior de la estructura familiar, la cual cataloga a los hijos (los buenos)
como personitas obedientes, sumisas y eficientes. Es decir, que si cumplimos a
cabalidad todo lo que nos dictan nuestros padres, estamos casi cerca de ser unos
hijos ejemplares. Y esto lo digo porque en la realidad eso es lo que se ve.
Cuando escucho a la gente hablar de hijos, propios o ajenos, y dicen de ellos
que son buenos, es porque nunca fueron un problema, no fueron rebeldes, y lo
mejor, ahora tienen una vida estable.
Hay
que dejar claro que la familia es una institución social, lo cual quiere decir
que al interior de ella operan mecanismos de autoridad, reflejados en
jerarquías y decisiones. Por eso se dice que la familia es el núcleo de la
sociedad. Porque es una pequeña réplica de lo que es el Estado, con sus leyes,
sus restricciones, su afiliación a determinadas instituciones, y su tendencia
al autoritarismo.
Sigamos
con los hijos. Casi todos los padres están de acuerdo con la idea de que un
buen papá debe ser exigente con sus hijos. Los hijos, en cambio, al menos
durante sus años juveniles, piensan todo lo contrario: los buenos padres son
flexibles, permisivos, lo que en estas tierras llamamos alcahuetes. Ahora
supongamos por un momento que estoy del lado de los padres: estoy de acuerdo
con ellos porque considero que la disciplina juega un papel preponderante en la
formación de los niños, y en eso los padres tienen la mayor responsabilidad. Si
la metodología del padre logra su objetivo, es decir, si su hijo es un
ciudadano de bien, entonces el padre tiene la razón, porque demostró que su
método de crianza es eficiente; en este caso tendríamos un buen padre y un buen
hijo. El hijo sería bueno porque facilitó la labor de su progenitor, con buena conducta
y obediencia. Un hijo sumiso para un padre exigente, la mejor combinación.
Así,
un buen padre es exigente y vertical, y un buen hijo es obediente y sumiso. Es
decir, la labor del hijo es la de facilitar el trabajo del padre, la crianza. Pero,
¿qué pasaría si el hijo exige a sus padres en la crianza, si no les resulta tan
fácil? ¿No lo haría bueno también? Hasta el momento hemos coincidido en que una
educación familiar de calidad debe basarse en normas claras que determinen la conducta
de los hijos, porque la exigencia le permite a las personas crecer y formarse
plenamente. Si esto es así, a los padres tampoco les vendría mal un poco de
exigencia, porque un hijo fácil poco les serviría para aprender.
En
ese orden de ideas, suponiendo que quiero jugar al inversor de valores, podría
decir que un buen hijo es aquel que por su conducta desviada, sus acciones
atrevidas y su actitud contradictora, es un hijo perfecto, pues hace que sus
padres tengan que dar lo mejor de sí mismos para cumplir con su tarea ante la
sociedad. Suponiendo que todo en este proceso puede ser justo y equitativo, la
exigencia debería ser de parte y parte, porque ¿no es acaso un buen entrenador
el que saca lo mejor de sus jugadores, sus más espesas gotas de sudor?
Los
padres deberían ser más conscientes de esto y dejar sus ínfulas de infalibilidad
y perfección, con la ridícula convicción de que son dueños de las vidas de sus
hijos y por eso pueden moldearlas a su gusto y parecer. No es justo, pues, que
se utilice el sentimiento de la culpa como herramienta de manipulación en el
ejercicio de dominación de los padres hacia los hijos. No más a las ridículas frases
de que el que es buen hijo será también buen padre, buen esposo, buen abuelo.
No más a eso de que cada lágrima derramada por una madre será pagada en sangre
por sus hijos. ¿Quién se inventó todo eso? Un enfermo mental, seguro. Todas
estas sentencias, repetidas de generación en generación, no han hecho otra cosa
que ofender la inteligencia de los hombres y ser la causa de su mala
conciencia. A nadie lo obligan a tener hijos, así que el que los tenga, que
asuma las consecuencias.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
No hay comentarios.:
Publicar un comentario