lunes, 5 de junio de 2017

¿Qué significa ser buen hijo?


“Además, mucho me gustaría saber si vuestros padres pensaban en vos cuando os hicieron. ¡De ninguna manera! Y, sin embargo, os creéis deudores de un presente que os hicieron sin pensarlo”. (Cyrano de Bergerac, El otro mundo)


No hay en el mundo mandato más repetido y subrayado que el cuarto del decálogo de Moisés: Honrar a padre y madre. Es, incluso, superior a los otros mandamientos; el primero dice que debemos amar a Dios sobre todas las cosas, lo que para muchos creyentes es muy fácil de decir, aunque imposible de cumplir; se nos dice también que no debemos pronunciar el nombre de Dios en vano, pero yo me pregunto ¿hay acaso algo más vano que Dios? Y así seguimos: santificarás todas las fiestas, no matarás, no cometerás actos impuros, no robarás, no mentirás, no tendrás malos deseos, no codiciarás la mujer del prójimo. Hasta que nos llega el momento de confrontarnos y ver qué tan bien hemos cumplido la ley del altísimo.

Cuando nos damos cuenta que, inevitablemente, hemos roto los mandatos divinos, buscamos algo que nos consuele, que nos permita sentir redimidos. Entonces, en un ejercicio que alcanza a limitar con lo aberrante, revisamos el pasado y descubrimos algo: hemos sido, al menos en parte, unos buenos hijos. Y no precisamente hijos de Dios, cuyas normas quebrantamos impunemente, sino hijos de nuestras madres y nuestros padres. O al menos eso creemos y decimos.

Se dice que somos buenos hijos porque cumplimos con el rol que nos corresponde al interior de la estructura familiar, la cual cataloga a los hijos (los buenos) como personitas obedientes, sumisas y eficientes. Es decir, que si cumplimos a cabalidad todo lo que nos dictan nuestros padres, estamos casi cerca de ser unos hijos ejemplares. Y esto lo digo porque en la realidad eso es lo que se ve. Cuando escucho a la gente hablar de hijos, propios o ajenos, y dicen de ellos que son buenos, es porque nunca fueron un problema, no fueron rebeldes, y lo mejor, ahora tienen una vida estable.

Hay que dejar claro que la familia es una institución social, lo cual quiere decir que al interior de ella operan mecanismos de autoridad, reflejados en jerarquías y decisiones. Por eso se dice que la familia es el núcleo de la sociedad. Porque es una pequeña réplica de lo que es el Estado, con sus leyes, sus restricciones, su afiliación a determinadas instituciones, y su tendencia al autoritarismo.

Sigamos con los hijos. Casi todos los padres están de acuerdo con la idea de que un buen papá debe ser exigente con sus hijos. Los hijos, en cambio, al menos durante sus años juveniles, piensan todo lo contrario: los buenos padres son flexibles, permisivos, lo que en estas tierras llamamos alcahuetes. Ahora supongamos por un momento que estoy del lado de los padres: estoy de acuerdo con ellos porque considero que la disciplina juega un papel preponderante en la formación de los niños, y en eso los padres tienen la mayor responsabilidad. Si la metodología del padre logra su objetivo, es decir, si su hijo es un ciudadano de bien, entonces el padre tiene la razón, porque demostró que su método de crianza es eficiente; en este caso tendríamos un buen padre y un buen hijo. El hijo sería bueno porque facilitó la labor de su progenitor, con buena conducta y obediencia. Un hijo sumiso para un padre exigente, la mejor combinación.

Así, un buen padre es exigente y vertical, y un buen hijo es obediente y sumiso. Es decir, la labor del hijo es la de facilitar el trabajo del padre, la crianza. Pero, ¿qué pasaría si el hijo exige a sus padres en la crianza, si no les resulta tan fácil? ¿No lo haría bueno también? Hasta el momento hemos coincidido en que una educación familiar de calidad debe basarse en normas claras que determinen la conducta de los hijos, porque la exigencia le permite a las personas crecer y formarse plenamente. Si esto es así, a los padres tampoco les vendría mal un poco de exigencia, porque un hijo fácil poco les serviría para aprender.


En ese orden de ideas, suponiendo que quiero jugar al inversor de valores, podría decir que un buen hijo es aquel que por su conducta desviada, sus acciones atrevidas y su actitud contradictora, es un hijo perfecto, pues hace que sus padres tengan que dar lo mejor de sí mismos para cumplir con su tarea ante la sociedad. Suponiendo que todo en este proceso puede ser justo y equitativo, la exigencia debería ser de parte y parte, porque ¿no es acaso un buen entrenador el que saca lo mejor de sus jugadores, sus más espesas gotas de sudor?

Los padres deberían ser más conscientes de esto y dejar sus ínfulas de infalibilidad y perfección, con la ridícula convicción de que son dueños de las vidas de sus hijos y por eso pueden moldearlas a su gusto y parecer. No es justo, pues, que se utilice el sentimiento de la culpa como herramienta de manipulación en el ejercicio de dominación de los padres hacia los hijos. No más a las ridículas frases de que el que es buen hijo será también buen padre, buen esposo, buen abuelo. No más a eso de que cada lágrima derramada por una madre será pagada en sangre por sus hijos. ¿Quién se inventó todo eso? Un enfermo mental, seguro. Todas estas sentencias, repetidas de generación en generación, no han hecho otra cosa que ofender la inteligencia de los hombres y ser la causa de su mala conciencia. A nadie lo obligan a tener hijos, así que el que los tenga, que asuma las consecuencias.

Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores

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