La
lectura es una fuente maravillosa de sensaciones, un medio por el cual podemos
trascender la experiencia de la vida y penetrar el misterio de lo ajeno desde
el hecho propio. La riqueza humana que encontramos en ella es la máxima muestra
de la exuberancia emocional e intelectual a la que accedemos al tomar un buen
libro.
Las
novelas y los cuentos reflejan hechos y condiciones innegables de la realidad
(desde el ámbito de la ficción) en los que nos encontramos con circunstancias
impactantes, excitantes o tormentosas. Para dimensionar mejor el postulado
principal de esta nota, dejo planteada la siguiente pregunta: ¿es la literatura
una imitación de la vida, o es la vida una imitación de la literatura?
Por
literatura, aunque parezca paradójico, entendemos varias cosas. Al parecer,
cuando cruzamos los umbrales de las librerías o revisamos sus catálogos,
cualquier cosa puede ser literatura: literatura médica, literatura política,
literatura económica, de mercadeo, etc. ¿Qué sigue?, ¿literatura literaria? A
lo mejor, para no alejarnos más de nuestro tema de interés, lo anterior puede
ser producto de una confusión entre los conceptos de bibliografía y de
literatura, pero ese es tema de otra conversación.
Quedamos
pues ante el concepto humanista, que liga íntimamente el valor intrínseco de la
vida (y su relación con la muerte) al acto de plasmar, mediante códigos
lingüísticos, los caminos de la existencia, reales o potenciales, en un texto.
Hay quienes dicen, y en gran parte tienen razón, que una novela se puede
entender mejor si antes hemos experimentado situaciones similares a las
narradas en la obra. Sin embrago, y hablo muy subjetivamente, para equilibrar
un poco la balanza, también es válido sostener que la lectura puede llegar a
ser un mecanismo de anticipación de los hechos palpables; esto como una especie
de simulación que, tras un proceso mental, nos conduce a la experimentación
imaginada, orientada por palabras, de un hecho concreto.
Los
seres humanos, desde nuestra más tierna infancia, tenemos una fuerte tendencia
a la exploración, un deseo implacable de conocimiento y experiencia. Todo lo
queremos palpar, oler, saborear, mirar, escuchar, incluso –curiosamente con
mayor fuerza- lo que nos es vedado. Y desde muy pequeños también nos dicen,
casi siempre con buenas intenciones, cuál es el camino que hay que seguir, por
donde no nos haremos daño y seguiremos una línea segura y confiable. Pero nada
vale: la avidez por la exploración del mundo es una avalancha imparable que,
cuando se ve limitada en sus posibilidades fácticas, recurre a la creatividad y
la simulación.
Es
un hecho: el deseo debe ser saciado, satisfecho, por algún medio, el que sea.
Podemos vivir por medio de letras, o mejor, de personajes, y darles rienda
suelta. Nos ponemos en sus zapatos y compartimos sus aventuras, sus tragedias,
sus placeres, sus locuras. No con ello digo que la experiencia sea idéntica a
la real en el sentido de lo palpable o físico del término (el único posible
dentro de una definición general) ni que se deban equiparar las dos
posibilidades de conocimiento con propósitos comparativos.
Como
dicen por ahí, a la vida hay que sacarle jugo, pero si por alguna razón no se
puede, sí se puede leer, saciar el deseo de explorar, aprehender, conocer. Se
puede calmar, imaginar, replantear. Por eso leer es una forma de vida y la
literatura un camino complejo. Además, atendiendo aquella ley de que los libros
nos hablan de otros libros, nunca nos hará falta algo para leer.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
yo escribo cada dia ,si no me ahogo
ResponderBorrarBueno, pues ya somos dos.
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