Siempre se nos ha dicho
que hablar de religión o política en encuentros familiares o reuniones de
amigos es de mal gusto, de mala educación. Esto pasa porque nos hemos
acostumbrado a ver la diferencia como algo malo, un peligro al que nos
exponemos. Nos limitamos sencillamente a decir que respetamos la opinión del
otro (aunque en el fondo no lo hacemos exactamente así) para evitar discusiones
o confrontaciones desagradables. Dentro de todo, creo que hay algo de sensatez
en esta conducta, pues para qué formarnos un mal ambiente pudiéndolo evitar a
toda costa, habiendo muchos más temas para hablar. No tiene mucho sentido esto
de debatir (o simplemente conversar) alrededor de un tema que sabemos nos va a
separar y mostrar contrastes. Justo lo que no queríamos ver.
No digo que sea bueno
buscarle pelea a la gente, ni ser puntilloso con estos temas, generalmente
sensibles. Sino que es prácticamente imposible desconocer tales diferencias que
existen entre nosotros y de las cuales, creo yo, lo más sano es reconocerlas.
Pero ese reconocimiento debe darse a partir de una exploración, primero de
nosotros mismos, y luego del otro, o mejor digamos del prójimo, porque si no
suena muy feo.
Yo, como la gran mayoría
de mis compatriotas, nací, crecí y me crie bajo los fundamentos y creencias de
la religión católica. Aprendí desde muy temprano los valores intrínsecos a esta
doctrina, las oraciones, el valor de las imágenes, la importancia de ir a misa
todos los domingos y rezar antes de dormir. No fue algo que yo eligiera,
simplemente fue así. Y asimismo, cada persona, dependiendo del contexto en que
haya nacido, se forma una idea, una concepción del mundo, que desde muy pequeño,
por obra y gracia de sus padres o encargados de su crianza, se instala, como un chip, en su mente.
Con el paso de los años,
y especialmente con la llegada de la adolescencia, las creencias adoptadas en
los años infantiles pueden fluctuar, titubear un poco. Esto pasa porque la
pubertad es por naturaleza una época de impulsos, de rebeldía, deseos de
libertad y ganas de cambio. En esta etapa exploramos, no solo nuestro cuerpo,
sino también nuestra mente. Es la edad de decidir sobre el proyecto de vida, lo
que nos gustaría hacer en el futuro y, sobre todo, cómo nos vemos de ahí en unos
cuantos años. Por eso se dan las crisis, porque llega el momento de confrontar
lo previamente aprendido y creído, con lo nuevo, con lo que hay en los demás,
con lo que, sin poder hacer mucho al respecto, vemos en nuestro entorno, y lo
que es peor, nos llama y nos invita a seguir, degustar, probar, ser.
Sin embargo, cuando nos
sentimos en peligro y tenemos miedo, como acto instintivo y natural, nos
refugiamos, y no en cualquier cosa sino en lo que ya conocemos y nos parece
seguro. Eso no tiene nada de malo ni creo que sea válido juzgarlo en términos filosóficos,
pues como diría Abad Faciolince en El
olvido que seremos (2006):
“No tendría sentido arrepentirse de algo que dependió tan poco de la voluntad y tanto de las circunstancias de haber nacido en este momento de la historia, en este rincón de la tierra, en ese entorno familiar, y no en otros. [...] En últimas, en asuntos de religión, creer o no creer no es sólo una decisión racional. La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro sentido, que es casi imposible de desaprender. [...] No creen en fantasmas o en personas poseídas por el demonio quienes los han visto, sino aquellos a quienes se los hicieron sentir y ver (aunque nos los vieran) desde niños”.
En consecuencia, casi
todo lo que somos hoy es el resultado de una serie de condiciones que, no
estando sujetas a nuestra voluntad, contribuyeron a la formación de cada uno.
Aun así, si ponemos lo suficiente de nuestra parte, podemos modificar, o al
menos moldear, aspectos con los que no estemos de acuerdo y, poco a poco,
adoptar nuevas posturas con las que nos identifiquemos mejor, porque el cambio
y la variación también son buenos, aunque estos sí dependan más de nosotros que
de nuestras circunstancias. Es bueno tener la intención de variar y evolucionar,
conociendo nuestras limitaciones iniciales para tener una mejor comprensión de
lo que somos, y asumir con el mismo respeto y consideración al que no se nos
parece tanto.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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