lunes, 17 de octubre de 2016

El día que secuestraron la paz (Segunda parte)



De ahí en adelante todo fue de mal en peor. El Presidente Santos convocó una cumbre extraordinaria por la paz, a la cual los representantes de NO le dijeron NO, dejando todo patas arriba, con un avispero nublado amenazando todo el país. Así son ellos, tiran la piedra y esconden la mano, como el germen del paramilitarismo fecundado por rencores personales, que se materializan en mentiras, masas y falsas doctrinas de seguridad, orden y moral.

Comenzó la incertidumbre, la cual no se ha removido desde aquel día en que secuestraron la paz. Las brillantes propuestas de Uribe, Pastrana, Ordóñez, Marta Lucía Ramírez, Paloma Valencia, María Fernanda Cabal y la multitud que se les fue detrás, comenzaron a salir a flote. Mi propuesta favorita fue la de la amnistía,  que de hecho se  me pareció a la del acuerdo firmado en Cartagena. En cuanto a la obsesión por la ideología de género, concluí que lo que quieren es imponerla, para que el patriarcado heterosexual hegemónico continúe siendo la única forma de vida posible.

Con el pasar de los días, la indignación se acrecentó. Pero también la esperanza, pues las movilizaciones por parte de los grupos estudiantiles dejaron una consigna firme, clara y contundente: “Queremos paz. Ni un disparo más. Acuerdos YA”. Ver a miles de personas, de todas las edades, profesiones, oficios y ámbitos, fue, no solo un aliciente, sino un estímulo para continuar luchando por lo que queremos todos los colombianos, lo que ya teníamos y nos robaron: la paz.

El 5 de octubre, tres días después de la catástrofe, los ponentes de NO (el grupo de los EX –presidentes y procurador-), llegaron a la Casa de Nariño a renegociar lo que no entendían. Se demoraron tres horas, después de seis años de insolencia diplomática. Comieron galletitas en forma de paloma, no de Valencia sino de paz, y salieron a darle la cara a la opinión pública. Pastrana ya no estaba; llegó temprano y temprano se fue. A lo mejor quería terminar de conocer la Casa de Nariño, la cual dejó abandonada a su suerte en los cuatro años de su periodo presidencial, cuando Tirofijo lo dejó plantado, con la profética misión de frustrar lo que nunca logró.  

El mensaje de Uribe, en resumen, fue lo mismo: No vamos a ceder un palmo. Guardó la tableta y salió, abriéndose paso entre su equipo de prensa, toteado de la risa y ansioso, como con ganas de ir al baño. No se arregló nada y no le importó. Al fin y al cabo, hasta ese entonces, era el Gran Colombiano. Esa misma tarde salió desde el Planetario Distrital la primera movilización post-plebiscito que terminaría concentrada en la Plaza de Bolívar para exigir la implementación de los acuerdos: La tercera marcha del silencio.

Esa misma noche, cuando los ojos del mundo estaban concentrados en los ríos de gente que marchaban por la paz, Juan Carlos Vélez Uribe, promotor de la campaña del NO, confesó en entrevista con el diario La República, los nefastos métodos de propaganda con que engañaron a más de 6 millones de personas que salieron a votar emberracadas, tal como quería el Centro Democrático. Nadie le puso cuidado a la entrevista, hasta la mañana siguiente cuando las grandes emisoras pusieron el tema sobre la mesa; y Uribe, por su parte, dejó en su Twitter, del modo más descarado: “Hacen daño los compañeros que no cuidan las comunicaciones”.

A cada sector de la población le dijeron algo distinto. A los pensionados los horrorizaron con el cuento de que les quitarían el 7% de su pensión para pagarle a “los narco-terroristas de la FAR”. A los cristianos los escandalizaron con la calumnia de la ideología de género, tema que venía candente con el montaje de las cartillas de educación sexual. Y a los empresarios los amenazaron con la inminente expropiación de tierras que dejaría a Colombia en condiciones similares a las de Venezuela, aunque sin metro ni cable.

Los escenarios posibles para salvaguardar el acuerdo logrado en La Habana eran muy pocos. Todo estaba muy enredado y Santos, que apostó y perdió su capital político, junto con su tranquilidad personal y familiar, gobernaba por inercia, desesperado por el ambiente que se respiraba en el país. Y así, cuando todo se veía perdido, el viernes 6 de octubre, a la madrugada, se conoció una noticia que le cambió la cara al país y, sobre todo, al Presidente Santos. Era el nuevo Nobel de Paz.

La decisión tomada por la Academia Noruega fue recibida con júbilo. El espaldarazo que la comunidad internacional le brindó a Colombia, y especialmente al Gobierno Nacional, fue muy significativo. El sector de la oposición, que se sentía triunfante en la confusión de sus juegos hermenéuticos, se pronunció con soberbia, intentando quedar bien ante todo el país, sin dejar de lado su chantaje democrático, con el que le hacían pistola a cualquier posibilidad de acuerdo inmediato. La envidia corrompe, pero es mejor despertarla que sentirla.

A pesar de todo, las buenas noticias prosiguieron. El 10 de octubre el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más grande de nuestro país, anunció, como muchos lo anhelábamos, el inicio de los diálogos con el Gobierno Nacional a partir del 27 de octubre en Quito, Ecuador. La primera condición para iniciar el proceso fue la demostración de voluntad de paz del ELN, por medio de la liberación de sus secuestrados. Pablo Beltrán y sus muchachos están listos para dar el paso que dieron las FARC-EP, a sabiendas de los riesgos inminentes, luego de firmar un acuerdo bilateral. Ojalá no les saboteen el proceso.

En fin, Colombia es un país impredecible, lleno de sorpresas agradables y conmociones desastrosas. La paz no está muerta, está secuestrada, y no sabemos cuánto tiempo más vaya a ser capaz de sobrevivir así. No se sabe qué pueda pasar en los próximos días, pero, bajo ninguna circunstancia, debemos resignarnos a la deriva. Aprendamos de las lecciones que nos deja este momento histórico, y no nos olvidemos de la responsabilidad que tenemos, en la vida práctica, para la construcción de una paz estable y duradera.


Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores


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