De
ahí en adelante todo fue de mal en peor. El Presidente Santos convocó una
cumbre extraordinaria por la paz, a la cual los representantes de NO le dijeron
NO, dejando todo patas arriba, con un avispero nublado amenazando todo el país.
Así son ellos, tiran la piedra y esconden la mano, como el germen del
paramilitarismo fecundado por rencores personales, que se materializan en
mentiras, masas y falsas doctrinas de seguridad, orden y moral.
Comenzó
la incertidumbre, la cual no se ha removido desde aquel día en que secuestraron
la paz. Las brillantes propuestas de Uribe, Pastrana, Ordóñez, Marta Lucía
Ramírez, Paloma Valencia, María Fernanda Cabal y la multitud que se les fue
detrás, comenzaron a salir a flote. Mi propuesta favorita fue la de la amnistía,
que de hecho se me pareció a la del acuerdo firmado en
Cartagena. En cuanto a la obsesión por la ideología de género, concluí que lo
que quieren es imponerla, para que el patriarcado heterosexual hegemónico
continúe siendo la única forma de vida posible.
Con
el pasar de los días, la indignación se acrecentó. Pero también la esperanza,
pues las movilizaciones por parte de los grupos estudiantiles dejaron una
consigna firme, clara y contundente: “Queremos paz. Ni un disparo más. Acuerdos
YA”. Ver a miles de personas, de todas las edades, profesiones, oficios y
ámbitos, fue, no solo un aliciente, sino un estímulo para continuar luchando
por lo que queremos todos los colombianos, lo que ya teníamos y nos robaron: la
paz.
El
5 de octubre, tres días después de la catástrofe, los ponentes de NO (el grupo
de los EX –presidentes y procurador-), llegaron a la Casa de Nariño a
renegociar lo que no entendían. Se demoraron tres horas, después de seis años
de insolencia diplomática. Comieron galletitas en forma de paloma, no de
Valencia sino de paz, y salieron a darle la cara a la opinión pública. Pastrana
ya no estaba; llegó temprano y temprano se fue. A lo mejor quería terminar de
conocer la Casa de Nariño, la cual dejó abandonada a su suerte en los cuatro
años de su periodo presidencial, cuando Tirofijo lo dejó plantado, con la
profética misión de frustrar lo que nunca logró.
El
mensaje de Uribe, en resumen, fue lo mismo: No vamos a ceder un palmo. Guardó
la tableta y salió, abriéndose paso entre su equipo de prensa, toteado de la
risa y ansioso, como con ganas de ir al baño. No se arregló nada y no le
importó. Al fin y al cabo, hasta ese entonces, era el Gran Colombiano. Esa
misma tarde salió desde el Planetario Distrital la primera movilización
post-plebiscito que terminaría concentrada en la Plaza de Bolívar para exigir
la implementación de los acuerdos: La tercera marcha del silencio.
Esa
misma noche, cuando los ojos del mundo estaban concentrados en los ríos de
gente que marchaban por la paz, Juan Carlos Vélez Uribe, promotor de la campaña
del NO, confesó en entrevista con el diario La República, los nefastos métodos
de propaganda con que engañaron a más de 6 millones de personas que salieron a
votar emberracadas, tal como quería el Centro Democrático. Nadie le puso
cuidado a la entrevista, hasta la mañana siguiente cuando las grandes emisoras
pusieron el tema sobre la mesa; y Uribe, por su parte, dejó en su Twitter, del
modo más descarado: “Hacen daño los compañeros que no cuidan las comunicaciones”.
A
cada sector de la población le dijeron algo distinto. A los pensionados los
horrorizaron con el cuento de que les quitarían el 7% de su pensión para
pagarle a “los narco-terroristas de la FAR”. A los cristianos los
escandalizaron con la calumnia de la ideología de género, tema que venía
candente con el montaje de las cartillas de educación sexual. Y a los
empresarios los amenazaron con la inminente expropiación de tierras que dejaría
a Colombia en condiciones similares a las de Venezuela, aunque sin metro ni
cable.
Los
escenarios posibles para salvaguardar el acuerdo logrado en La Habana eran muy
pocos. Todo estaba muy enredado y Santos, que apostó y perdió su capital
político, junto con su tranquilidad personal y familiar, gobernaba por inercia,
desesperado por el ambiente que se respiraba en el país. Y así, cuando todo se
veía perdido, el viernes 6 de octubre, a la madrugada, se conoció una noticia
que le cambió la cara al país y, sobre todo, al Presidente Santos. Era el nuevo
Nobel de Paz.
La
decisión tomada por la Academia Noruega fue recibida con júbilo. El espaldarazo
que la comunidad internacional le brindó a Colombia, y especialmente al
Gobierno Nacional, fue muy significativo. El sector de la oposición, que se
sentía triunfante en la confusión de sus juegos hermenéuticos, se pronunció con
soberbia, intentando quedar bien ante todo el país, sin dejar de lado su
chantaje democrático, con el que le hacían pistola a cualquier posibilidad de
acuerdo inmediato. La envidia corrompe, pero es mejor despertarla que sentirla.
A
pesar de todo, las buenas noticias prosiguieron. El 10 de octubre el Ejército
de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más grande de nuestro país,
anunció, como muchos lo anhelábamos, el inicio de los diálogos con el Gobierno
Nacional a partir del 27 de octubre en Quito, Ecuador. La primera condición
para iniciar el proceso fue la demostración de voluntad de paz del ELN, por
medio de la liberación de sus secuestrados. Pablo Beltrán y sus muchachos están
listos para dar el paso que dieron las FARC-EP, a sabiendas de los riesgos
inminentes, luego de firmar un acuerdo bilateral. Ojalá no les saboteen el
proceso.
En
fin, Colombia es un país impredecible, lleno de sorpresas agradables y
conmociones desastrosas. La paz no está muerta, está secuestrada, y no sabemos
cuánto tiempo más vaya a ser capaz de sobrevivir así. No se sabe qué pueda
pasar en los próximos días, pero, bajo ninguna circunstancia, debemos
resignarnos a la deriva. Aprendamos de las lecciones que nos deja este momento
histórico, y no nos olvidemos de la responsabilidad que tenemos, en la vida
práctica, para la construcción de una paz estable y duradera.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
No hay comentarios.:
Publicar un comentario