Después
de días de espera y vigilia, con la clara intención de permear con mis acciones
el nuevo capítulo que habría de comenzar en la historia de Colombia, llegó el
momento de salir, en medio de nubarrones grisáceos que desprendían toneladas de
agua, a sufragar, como lo haría menos de la mitad del país ese día y que para
mí era la primera vez que lo hacía. Recibí la cédula apenas tres semanas antes sin
contar con la fortuna de ser designado como jurado de votación, algo que me
hubiera gustado mucho para poder observar de cerca la dinámica de las urnas y
el comportamiento de los electores.
Desde
muy temprano encendí el televisor para estar al tanto de la jornada electoral
que decidiría el futuro de nuestra nación, después de 52 años de conflicto armado
interno. Estaba impaciente, caminaba por toda la casa y evocaba las imágenes
que me produjo la lectura previa de la novela que llevó a Colombia a formar
parte de las letras universales, de la mano de Gabriel García Márquez: Cien años de soledad.
Apenas
una semana antes había visto, con emoción y júbilo, el solemne acto en que se
firmaron los acuerdos pactados entre el secretariado general de las FARC-EP y
el equipo negociador del Gobierno Nacional. El evento se llevó a cabo en
Cartagena de Indias, la ciudad de donde datan muchas de las crónicas coloniales
que dan cuenta de la historia de este país y la violencia que lo acongoja desde
hace siglos, cuando aún no se llamaba Colombia.
Timochenko
y Santos fueron los protagonistas el día de la firma. El comandante de las Farc
se llevó un gran susto con los aviones que le mandó el Presidente de la
República con el fin de saludarlo y no de bombardearlo, como acostumbraba hace menos de diez años. Aunque muchos se
burlaron y aprovecharon la anécdota para atacar al guerrillero, yo me compadecí
y, en contra de las buenas costumbres patrióticas, alabé el discurso de Jefe
del Estado Mayor de las FARC-EP, que más tarde mostraría, no la vehemencia de
sus opositores, sino el equilibrio de su experiencia, en la semana más crítica
e inestable que haya acontecido en la vida desenfrenada de este pueblo mío.
Me
miré al espejo, sonreí, tomé aire y me prometí que a partir de ese día, en
consecuencia con mi voto, contribuiría a la consolidación de una paz estable y
duradera, como rezaba el tarjetón del plebiscito, poniendo al servicio de la
comunidad mi energía, mi tiempo y las facultades afianzadas en la universidad y
en mis interminables horas de lectura. Así las cosas, me vestí, teniendo como
primera referencia la camiseta de la Selección Colombia, la misma que usó
Daniel Torres el día que nos eliminaron de la Copa América y que dejó de usar
el día que peló el cobre como evangélico fanático, para impregnar de animismo
primitivo ese día que, hasta hoy, ha repercutido en la memoria de quienes
sentimos, con dolor y euforia, la patria que nos parió.
Salí
con mi familia, con la cédula lastimando las intersecciones de mis manos,
impregnadas de humedad sudorípara, con la frente en alto y la proa orientada a
lo lejos. Iniciamos el recorrido, con destino al Colegio Cristo Obrero, que no
dejó de parecerme un nombre apropiado para la verdadera índole de Cristo: un
revolucionario de tiempos pasados, que se opuso al statu quo de su contexto, y que las instituciones se han encargado
de tergiversar, mostrándolo como un ser de poderes prodigiosos que andaba sobre
el agua y le pasaba a los cerdos los demonios de los hombres.
La
tarde se llenó de expectativa. Los canales nacionales se enfrascaron en
transmitir lo que sería la legitimación del acuerdo mejor logrado en una
sociedad latinoamericana y que terminó siendo el oprobio más grande de este
país. Los analistas, los informantes, los Nostradamus; todos hablaban y
mencionaban datos y estadísticas, y solo muy pocos acertaron.
Ese
2 de octubre, aunque se suponía que era un día para la paz, también hubo muchos
atentados: el Frente Primero de las Farc dejó explosivos cerca de un puesto de
votación; Uribe, en medio de su desesperación, hizo juegos de palabras sin
conseguir un buen soneto, diciendo que “la paz es ilusionante; los textos de La
Habana, decepcionantes”; Pacho Santos decidió que lo único que importaba era
votar, así fuera por el SÍ; y Alejandro Ordoñez estuvo a punto de morir
asfixiado tras atragantarse con ostias consagradas, como parte de un pacto con
el Señor para salvar a Colombia del castro-chavismo homosexual ateo.
Por
su parte, Matthew arrasó con todo lo que encontró a su paso, inclusive con los
sufragios de miles de personas que se quedaron por fuera del marco electoral.
Hasta el momento, es incierto el número de votantes potenciales que no pudieron
ejercer su derecho por culpa de este huracán, que en pocos días dejó tanta
muerte como los cinco lustros de guerra en Colombia. Lo peor fue que con él no
se podía negociar ni firmar acuerdos, pero igual para qué, seguramente los colombianos
hubieran dicho que no con el argumento de que esa era la voluntad de Dios y que
con eso no se negocia. (Álvaro 3:11).
Ya
con resignación, por los resultados de los boletines, que me dejaron más frío
que Andrés Felipe Arias cuando lo cogieron en Miami, escuché entre los zumbidos
de mi dolor, el Himno Nacional de Colombia, que no dejó germinar la paz, y que
no sonó con flautas armoniosas sino con tambores de guerra. La noticia se supo
y era como una pesadilla inaudita, producto de un sueño de guayabo de alcohol y
drogas, en un país como este, que es hiperactivo, borracho marihuano bazuco.
“El
problema no es ni la guerrilla ni los paramilitares” pensé, “es la gente de
Colombia, que ya se acostumbró a la guerra y sigue creyendo en la Ley del Talión, reivindicada por la seguridad democrática. Que ahora las Farc hagan lo
que quieran, pues todo el pueblo los acaba de legitimar, y de ahora en adelante
yo no los voy a juzgar”. No hubo tiempo para una reflexión razonable o
estadista. Todo era resentimiento, dolor, culpa, decepción y rabia.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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