Bajo
la monotonía inerte del trajinado devenir, perdí la sonrisa que me armaba
contra las inclemencias de la existencia. La escasa paciencia que habitaba en
mí se fue perdiendo al igual que el rumbo que creía tener. La visión borrosa
del mundo me confundió sobre una realidad que no encontré nunca y ahora no me
importa más. Harto de trastornos y locuras decidí que ya nada existía, que
jamás hubo luz en ninguna parte ni momento de la vida. Tal vez solo hacía falta
despertar, salir del sueño profundo en el que había caído sin notarlo y sin que
nadie me consultara. Al fin y al cabo el viaje iba a continuar y yo no estaba
dispuesto a seguir.
Conversando
con un viajero, comprendí que también hay alegría más allá de las sonrisas.
Poco encaja esta alegría en la sociedad ultrarazonada que metió todo en un
pedantesco catálogo de almacén. Con el tiempo pasando bajo mis piernas y aquel
caminante vivo enfrente mío, me detuve un momento, embalsamado por la angustia
de mis visiones, y me entregué al abandono de las metas y los proyectos que la
ilusión propaga en los instantes del inicio. El viento arreciaba con su
cigarrillo y se llevaba los fragmentos de su placer. El rojo tintineante del
cigarro se prendía con más frecuencia y lo que antes fuera sólido ahora se desvanecía
en el aire.
El
viento también arreció conmigo, con mi pasado, pero trajo hacia mí un manojo de
hojas nuevas cuyo aroma podría hacer recordar cualquier cosa. Los sonidos
demenciales de la tragedia contemporánea se extendían rimbombantes por el espacio,
y hubiese podido caminar con los ojos cerrados convencido de no caer ni
resbalar. Eso era lo peor de todo: un camino tan sabido que había perdido su
función. El camino no es camino si se conoce, si no puede uno ir descubriéndolo
en la medida que lo recorre. Nada hay que descubrir en la estrechez de esos
senderos. En ellos me perdí y nunca regresé para contarlo.
De
mis textos inacabados solo van quedando fragmentos, y fragmentos son también
todos mis recuerdos. La memoria es una película infame que se quiebra en la
inoperancia de su dinamismo y su tajante selectividad. Esos recuerdos no son
testimonio fiel, pero se propagan como verdades y se adornan como doncellas. No
son mentiras, pero tampoco verdades; actúan por sí solos y se desarrollan a su
propio ritmo; nosotros somos el médium, el transmisor, y nuestra tarea consiste
en codificar verbalmente lo que la caprichosa memoria y la cadenciosa
imaginación han generado como realidad y como mensaje.
Poco
o nada queda por decir, antes de que la tentación de recordar me gane la partida
y quiera testificar en su nombre y voluntad.
Juan Hernany Romero C.
@SectaDeLectores
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